martes, 22 de febrero de 2011

Brabazones y Vascones, réprobos pobladores del Alfambra.

       

Cruz de Calvario. Orrios. @cac.
           Hace tiempo hablé aquí mismo de los minguijones, tolosas, villalbas, gonzalbos y otras gentes que llegaron a estas tierras que vierten sus aguas al río Alfambra.
            Fueron los pobladores de aquellos lugares sometidos por los guerreros del rey Alfonso II después de sobrepasar la Sierra de Palomera que vierte por el Oeste al Jiloca. Eran, y son, las tierras que miran al Este cuyas aguas van a parar al Alfambra que, al mismo tiempo, recoge las fuentes emanadas desde la Sierra de El Pobo y los altos de Castelfrío. Este río también recoge, en su parte alta, las aguas que afluyen desde la Sierra de Gúdar pero estos lugares ya no fueron sometidos a la normativa marcada por el Padrón o Fuero llamado de Alfambra.
            Son tierras que se abancalan desde Camañas, en la falda de Palomera, hasta el cauce del río. Son arcillas rojas salpicadas de yesos poco permeables dedicadas en aquellos finales del siglo XII, y aún ahora, al cereal. Son tierras fuertes, costosas de laborar, como lo son también las más abruptas, yesíferas y más pobres de la margen izquierda, las que hoy pertenecen a Escorihuela y Orrios. Es en Villalba, la hoy llamada Alta, donde se estrecha el valle y se recogen las aguas en el angosto de los Alcamines, donde en tiempos de la Segunda República se proyectó un pantano que aún sigue con la mofa de la canta: El pantano los Alcamines, larán, larán.
            Tierra dura esta, necesitada de esfuerzo, poblada, según restos arqueológicos, desde tiempos iberos y habitada antes de la llegada de quienes dieron los apellidos que aún perduran por gentes que la nombraron Alfambra, por ser tierra roja.
            Traigo hoy la anotación manuscrita conservada en el Archivo Histórico Nacional, en la que el Papa Alejandro III levanta la excomunión a los réprobos del norte de la actual provincia de Burgos y también de tierras de la llanada alavesa y guipuzcoanas para que puedan llegar aquí a poblar. Convertidos en frailes soldados levantarán la cruz y someterán con la espada y serán dueños de la tierra y recibirán los diezmos de cosechas y ganados y se reservarán el coto junto al río donde pacerán sus bueyes y podrán disponer de la pesca en el mismo río y hasta el derecho a la leña que produzcan los montes y las riberas.
            Dueños y señores que utilizarán el sistema de riegos que aún hoy perdura con aguas derivadas por los azudes sobre el río Alfambra, y,  por medio de los wad árabes, hoy vadillos, que distribuyen con sabiduría en hijuelas y ojos de riego el agua que brota en los lugares de fuentes y manantiales que aún alimentan el riego y se llaman El Ocino, El Sauco, El Peñiscoso, El Ortigoso, Val de Peral, La Cordillera, El Tormagal o El Toscar.
            La vertiente Este de Palomera más arcillosa y más productiva pero menos sumidora de aguas las almacena en pozos que sacia aún hoy a las ovejas y la sed del caminante en los lugares llamados de Pelusón y Altabás y los barrancos que descienden por la Grajea y el Rebollar.
            Cruz, espada, manos rudas y fuertes, algún buey, el arado brabán y nada que perder en la vida difícil de la Edad Media que trajo, a estos brabazones y vascones,  hasta esta extremadura aragonesa para mestizarse con aquellos descendientes de origen maula o moro,  sabios en el uso del agua, creadores de las almunias o huertas donde las verduras servían de alivio a una dieta de somarro de oveja y, quien podía,  de puerco.
            Más adelante, ya con Jaime I, las gentes de creencias no cristianas serán toleradas y aún evangelizadas con mimo, porque había que primar la laboriosidad que demostraban. De ahí que aún se oiga hoy que era un trabajo de moros el que realizaban aquellas gentes que, por la Pascua de Resurrección, recibían el bautismo cristiano y pasaban a apellidarse Abril, porque ese era el tiempo.
            Qué curioso que este año el Sábado Santo, de importancia señalada en el Fuero de Alfambra, coincida el 23 de abril con San Jorge, patrón de Aragón.
Copia de un fragmento de la recopilación en el siglo XIX de los documentos sobre la Orden de San Juan de Jerusalén en la Castellanía de Amposta. Original en A.H.N. Códices, L. 679. @cac.

lunes, 14 de febrero de 2011

Seguir de pobres, Juan Rulfo.

              
@cac.
                                  Seguir de pobres, Juan Rulfo


       Ven Rulfo. Salgamos. Lleguemos hasta esa corraliza. La puerta está astillada. Entremos. Verás. Hace ya tiempo que creció un saúco. Empieza a echar la flor. Te gustará su olor. ¿Florecen los saúcos en Comala? Los muertos, orientados al sol, en este lugar maldito por quienes acabaron con su vida, florecen en saúcos con los inicios de la primavera. Luego serán pócimas milagreras en el recoger de las rosacruces y ensambladoras. Como en Comala, Rulfo, así El Alcamín.

      La calle arrendada. Pagar por recoger los boñigos. La única del lugar. No hay otra. Tú sabes, Rulfo. Los mulos cuando salen de la cuadra. Las ovejas después de dejar el corral. Todos los ganados pasaban por aquí. Al ir y al venir. Todos dejaban su marca. Y qué buenos boñigos. Y qué buena sierle. Y la calle limpia. Y pagar por ello. Al mejor postor. Cada año, después de la misa de la sanjuanada. Primero plantar el árbol, luego, a su vera, la subasta. Siempre ganada por los sin tierra. O por quienes tenían un huerto en Las Calzadas. Un par de palmos de tierra. Todos los días, después de salir los ganados, cuando los pares de mulos ya andaban en la labranza, no faltaban los tres cestos mimbreros repletos de boñigos. Y con ellos a la femera, en la esquina del brazal por donde comienza el camino de Las Suertes. Buen montón al cabo del año. Y buen fiemo. Nunca saldrían de pobres, pero tendrían sus calabazas por alimentar a la cabra y algunas judías para después escaldar y enhebrar en rosarios guardados en los solanares, luego asaeteados por los cierzos. Frescas y sazonadas en los pucheros de los inviernos. Pagar por recoger la mierda. Hecho el trato junto al chopo recién plantado, debajo de la acacia con las hojas a punto de romper, frente a la puerta de la iglesia.
            Alguna mala cara en la mañana. Que le habían jodido el mejor chopo a fulano. Todos los años la misma historia. El derecho de los quintos. La noche de san Juan. Ya le tenían echado el ojo de tiempo atrás, que da mucho de sí el dale y venga de todos los días arriba y abajo. Que si en los Sotos hay uno bien majo, que en los Cuadrones está el mejor templao, que si en el Prao hay uno que ni se puede abrazar. Al final caía el del Molino o el del Zaicacho. Por joder al más rico o al más presumido de aquel año. Pa que aprenda. Tontolaba.
            Había que sacarlo a braza. Aquella noche no valían los mulos. Y tenía que ser de noche. En la raya del alba. Al hacer de día había que estar ya comiendo las gachas, festejando el sol. Cortar con la segur y sin hacer ruidos. Sin que nadie se entere de dónde era la tala, para evitar la denuncia, que nadie viera nada. Y a segur. Nada de tronzador, como en los tiempos de siempre, que así lo hicieron sus padres y los abuelos. Sabiendolo tirar, sin que se rompa la capota. Que si se rompe está capao, y el hombre, hombre. Y luego podarlo. Dejar sólo las últimas hojas. Y, hala, a cargarlo al hombro. Güevos, eso es lo que hay que tener, que somos la mejor quinta que ha salido de El Alcamín. Y arriba, y venga, y cuidao que se nos va. Y al hombro. Y ya está sacado del Soto, o del Molino, o de los Praos. Y siempre por la calle mayor, la del arriendo, hasta la puerta de la iglesia. Y entonces, al suelo. Despacio, no se nos vaya a joder ahora que ya está aquí. T hacer el pozo, para hincarlo. Y la gracia para alzarlo, poco a poco, con las tijeras en cruz de otros chopos más pequeños. Poco a poco. Y tira despacio de las sogas. Ayudados ya entonces por los más veteranos. Y que no les llamaran esqüevaos cuando ya las primeras mujeres bajaran con los cántaros a la fuente. Que ya entonces tenía que estar bien firme, para empezar a comer las gachas del día de san Juan.
            Ya llegó la sanjuanada. Ojalá que no llegara pensaban algunas mozas. Se iban los amores a segar a tierra extraña. Y ya a esperar la vuelta de los agosteros. Había que celebrar el día. Aún quedaban por restaurar los últimos surcos labrados en la calle sembrada de boñigos. Los últimos restos de la locura del carnaval de los quintos de hogaño.
            Y a subastar el arriendo. A ver quién puja. Y los más pudientes a callar, que ellos tenían fiemo de sobra, que para eso disponían de buenos ganados. Era la fiesta de los pobres. Subastar la miseria. Boñigos recogidos día a día. Después de pasar las caballerías camino de los bancales, antes de que se deshicieran pisados por otros mulos o por algún hatajo rezagado. A mano. A tiro hecho. Boñigo y puñao. Y al cesto mimbrero. Aún calientes. Y qué bien huelen, recién cagaos. Y un día y otro que por algo habían ganado la subasta o el arriendo. Y bien contentos. Luego buenas judías y las berzas de los otoños y los girasoles rastreros de sabor amargo antes de que espigasen.
@cac.
            En los veranos el polvo del camino, la sierle de las ovejas, los boñigos deshechos, todo mezclado barrido con las escobas de sargas, directos a los jubones de los serones, con la mula o el burro esperando con las samugas puestas. Y sin parar hasta el bancal, a la espera de que las lluvias fermentaran los fiemos, que si no el estiércol es baldío. Como el pan sin levadura. Que daba gusto ver salir los panes del horno. Paleados por Guzmán, quien más ganaba la vez del arriendo de las calles y los fiemos. Que así vivía. Sin sueldo. Por el pan o los bollos que le daban las mujeres por la masada. De cada treinta panes uno para el hornero, el ofrecido por poya. Y por las fiestas, las tortas con cañamones y los chichorros de la papada frita de los puercos, o los sobaos hechos con grasa. Todo alimentaba. Y media docena de zagales pasando hambre.
            Ahí arriba están los dos, Juan Rulfo. El Guzmán y la Guzmana. Media docena de hijos. Cada uno dio por un sitio. Los hombres no volvieron del servicio militar, Cada uno quedó por un lado. Sólo uno tornó y de pastor toda la vida. Aún zanquilea por ahí. Es un sin ley. Un barrastras. No respeta ni a Dios ni a su amo. Una hija de putón dicen que va. O que fue, que vieja ya debe ser. En la miseria murieron el Guzmán y la Guzmana. Les tuvimos que llevar la poca comida que conseguían tragar. De hambre murieron. Entre otro y yo les cavamos el hoyo. Costó que el Concejo pagase los cajones. Los hijos ni se sabe. Les dimos tierra aquí mismo. La que no tuvieron cuando todos fueron a los Pelarchos. Guzmán no tenía ningún mulo. Entonces hacía esteras de esparto y serones y capazos. Luego hasta el esparto se hernió y todo se lo llevó por delante la tierra cuarteada por la falta de agua. Ya al final ni arriendo de la calle. Un día cubrieron la acequia que bajaba por ella, la que recogía el agua del Cubo, después de mover el molino. Ya los mulos se acabaron. El año pasado el viejo, cojitranco y lleno de mataduras que tiraba del carretón de Máximo lo llevaron al matadero. No fue a parar al barranco Carnuzo. Esos que dicen que saben se lo debieron comer. Carne picada de los niñacos tontos.

            Huela el saúco, Juan Rulfo. La abuela curaba con sus pócimas. 

@cac.
           

lunes, 7 de febrero de 2011

Pilones. En el camino no escrito de la vida.

La burra hatera. @cac.
            Cuando los veía sabía que ya estaba en casa. Casi medio año sin volver con la familia. 
            Había subido por la feria de San Miguel para comprar una burra hatera que ahora volvía con él. Luego estuvo casi un mes aún en casa. Recogieron las patatas y las dejó tapadas en la bodega porque barruntaba un invierno de hielos. Troceó las carrascas y dejó un buen montón de leña para que aguantara hasta su vuelta, recosió con la aguja esparteñera la albarda y las cinchas, remachó la cabezada vieja y le puso un ramo de soga nuevo trenzado con cáñamo, preparó las mantas, repasó el zurrón recortado con la piel del mardano viejo, colocó los esquilos a las ovejas mansas y, para el Pilar, reunieron los hatajos y echaron otra vez barrancos arriba hasta llegar al collado en el Alto de la Sierra y Castelfrío.
              Ahora, de nuevo, estaba allí, junto a los otros tres pastores. Volvían del viejo Reino. Y por allá, en las tierras secanas donde terminaba la llanada valenciana, por Náquera y Bétera, los almendros habían echado ya la flor y los frutos comenzaban a marcar en sazón. Era el tiempo de la vuelta.
               Quince días les había costado llegar desde que levantaron el hato hasta la última parada antes de la despedida. Era aquí, todos los años, cuando procedían a destajar. Cada uno de los cuatro se llevaría su hatajo. Luego, en el pueblo, volverían a separar las ovejas de los demás propietarios. Sería entonces cuando contaran a unos y otros las desventuras de siempre y las bajas habidas en los animales. Que si tantas malparidas, que algunas patirrotas, que media docena de andoscas se volvieron modorras, que unas cuantas se quedaron para los buitres. Lo de siempre. De ellos ni palabra, que estaban bien y que estaban bien. 
              Pero ahora era el momento de compartir la última caldera de migas y de echar la mano al hombro del paisano con quien había recorrido los mismos caminos, los mismos días claros o nublos, las noches de vigilias silenciosas por sujetar el ganado.
La vuelta a casa.@cac.
                Siempre se despedían allí, al lado del primer pilón que marcaba la hilera en línea recta que llegaba hasta El Pobo y seguía luego hasta Aguilar, desde donde miraban, recortado, el castillo de Cedrillas y, más lejos, el paso del otro cerro, ya por Sollavientos. Arreglaban algo las piedras dispuestas en círculo del trojo que les servía de protección de los vientos, encendían el fuego, cortaban el pan mientras lo deshacían en migas e iban recordando, en ratos de silencios, aquellos días y aquellas noches tormentosas o estrelladas, cobijados en chozas levantadas con sus propias manos, mientras, sin decirlo, les sacudían las ganas de volver con sus hijos.
              Habían llegado al paso de las ovejas por los puertos de Ragudo y las veredas de las antiguas posesiones que fueron de la Baronía de Escriche, sujetando el hatajo para que no se metiera entre los trigos que ya lucían un palmo su verdor en la espera de las lluvias, haciando trabajar a los perros que marcaban los linderos. 
                 Es aquí, en este mismo pilón, protegido por el mismo cerco de piedras de los vientos que un día y otro vuelven, cuando hago un alto en mi camino y recuerdo y reconozco la historia no escrita en ningún lugar, la de la gente con nombre y sin embargo anónima, la que me ha marcado toda la vida, la que me ha enseñado a vivir, a querer a esta tierra torturada  que arroja a otros lugares a gentes silenciosas en busca de otros panes menos duros.
El pilón marca el camino. Por Castelfrío.@cac.
               Como ahora mi pan agradecido cuando recorro el camino, perdido, guiado por estos mismos erguidos pilones que marcaron, un día y otro, la senda borrada por las nieves de mis gentes de años antes, a quienes debo el recuerdo y el silencio del libro no escrito de la vida. Pilones: soledad y solaz del caminate.
   

             




           

martes, 1 de febrero de 2011

Orrios, iglesia vieja. Soguegación de 1754

La iglesia vieja de Orrios según la soguegación de 1754.

            Diez varas de elevación.
         Veinticinco varas y media de larga.
         Paredes gruesas de diez varas de ancha.
         Sesenta y nueve varas de circunferencia.
         Planta de torre de seis varas de grueso de las paredes.
         Cementerio: cuatro varas de ancho por dos varas y un palmo de         elevación, de largo treinta y una varas y media, de ancho veinticuatro varas, de circunferencia ciento once varas.

(Una vara tenía 33 pulgadas. La pulgada no era de  la misma longitud en todos los territorios, venía a medir entre 75 y 92 centímetros)




  
Silla de piedra en el barrio alto de Orrios. @cac.
              Sentado en este sillón de piedra rescatado de la que fue casa de los Castelló, antes Castellot y todos ellos originarios de quienes repoblaron este lugar llegados desde Castellote, miro, en las mañanas soleadas y frías de Orrios, la reliquia presente de la torre de la antigua iglesia. La nueva fue levantada, según marca la primera piedra, en 1709. Ha quedado ahí en el limbo de las propiedades eclesiales objeto de las desamortizaciones. Aquellos limbos y los de ahora, que ni siquiera Benedicto XVI nos confirma bajo dogma, siguen un día y otro con su lento deterioro.
            Este último verano el propietario de una de las casas construidas adosadas a la torre en fechas más recientes cubrió la techumbre de lo que queda de la torre con unas placas de aluminio. Las antiguas tejas, castigadas por el viento y los hielos ya no eran capaces de proteger de las lluvias y las nieves,  y desaguaban en los bajos convertidos en bodegas cobijadoras de patatas y, en tiempos, de remolachas y, hasta hace poco, eran corte donde se engordaban los cerdos y hasta un par de corderos que esperaban el degüello. El antiguo cementerio utilizado luego como huerto desde el último año se ha quedado0 en barbecho.
            Según documentos firmados entre los representantes eclesiásticos y los civiles en los años desamortizadores del primer tercio del siglo XIX seguirían en propiedad del curato las iglesias y ermitas en las que se mantuviera culto. Es por por tanto este resto de la vieja iglesia y aledaños propiedad civil, puesto que el culto se trasladó, y aún se mantiene, a la actual terminada en 1712.
            Pero este lugar de Orrios, como muchos de Aragón, es rico en monumentos históricos que constituyen un rico patrimonio devenido en ruinas. Es cierto que desde hace unos veinte años nos estamos preocupando bastante más de todo aquello que formó y forma parte de nuestra manera de ser. Porque las calles en donde jugamos de niños, las acequias en las que nos caímos, la vieja escuela donde aprendimos a leer y a escribir, las parvas castigadas por el sol en los días de la trilla, los amigos de la infancia, el ir y venir de la casa a los campos, los saciadores riegos de la vega y los huertos y el aprendizaje de los labriegos trabajos pegados a la tierra, transmitidos por los padres y los abuelos, son arrumbos que nos han llevado y traído en los días de nuestra vida.
            Por eso a veces me quedo en esta piedra convertida en silla que sus propietarios abandonaron junto al arco también pétreo de entrada a la casa, cuando el ladrillo sustituyó al tapial. Fue entonces cuando el mozo hoy setentón de pelo cano que atiende Florián la rescató e instaló en esta esquina de la plaza del barrio alto, en donde se volcaba la vida de los lugareños desde la herrería, el molino y el horno.
            La iglesia quedó marcada y medida a la manera de entonces, con una soga anudada donde se marcaban las varas. El sistema métrico decimal aún no había llegado. Queden aquí las medidas y la visión del sólido tapial que aún podemos contemplar en las mañanas frías de los inviernos de Orrios desde el solanar pétreo del barrio alto.

Orrios, torre de la vieja iglesia. @cac.

Fragmento del original de la soguegación de los bienes de la Encomienda de Orrios en 1754. El original en el Archivo histórico nacional, legajo 8294.1








Orrios
1754
A.H.N.
Legajo 8294.1
Transcripción de Clemente Alonso Crespo.-
... ... ... 

Y aviendo medido la Yglesia vieja, torre vieja, y cimenterio todo contiguo situado en dicho Barrio Alto confrontante lo uno con lo otro y todo junto con casa de Bicente Boira y vía pública hallaron que dicha Yglesia vieja consta de Diez varas de elevación de veinte y quatro varas y media de larga con gruesas paredes de Diez varas de ancha; y de sesenta y nuebe de Circunferencia. Que dicha planta de torre consta de seis varas con grueso de paredes estando conexa con la dicha Yglesia. Y que el Cimenterio consta por lo que mira hacia casa de Vicente Boira de quatro varas de elevación, y por lo que mira a las vías públicas de dos varas y un palmo el qual tiene de largo treinta y una varas y un palmo el qual tiene de largo treinta y una varas y media, de ancho veinte y quatro varas; y de Circunferencia Ciento y once varas. Y aviendo sogueado la Cañada de Fuentes situada en los términos de dicha villa confrentante con la Partida llamada el Campillo, con el Abrebador del Badillo, con la Dessa de la Villa llamada los Barrancos todas las Aguas vertientes, avían hallado que constaba de Ciento y cuarenta y una juntas o jubadas de tierra culta; y de tierra inculta de treinta y quatro juntas, todo lo qual declararon vajo el juramento que tienen prestado en lo que se ratificaron y afirmaron y dixeron ser de edad el dicho Gregorio Colás de sesenta y dos años poco más o menos, el dicho Joaquín Colás de cuarenta, el dicho Antonio Gil de sesenta y seis poco más o menos y el mencionado Joseph Asensio de sesenta y dos y firmó el que supo, y no su merced dicho Señor Alcalde de que doi fee=

                                               Antonio Gil, Agrimensor
                                               Joaquín Colás, alarife


                        Ante mí
                                               Lorenzo de Oria, Escribano