Notas a vuelapluma
después de visitar la exposición “Cuarenta años con Franco”
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Esta escuela aún tenía armario. La mía tampoco. @cac. |
La
escuela franquista
A mi generación la atravesó desde el primer
día.
En ella juntamos las
primeras letras. En aulas como la de la fotografía y, sin dudas, mucho peores,
aprendimos a sumar, a restar, a multiplicar, a dividir, y cuando ya nos pasaba
el maestro a problemas nos echaban el zurrón al hombro y, con el hatajo de las
ovejas vacías de preñez, subíamos al monte en primavera y recogíamos las
patatas en los otoños. Y ya se acabaron las cuentas en la pizarra mal pintada
sobre el aljez de las paredes, y los fríos del invierno junto a la estufa
dándole y dándole al ábaco y los cantos helado cara al sol con el brazo
levantado a la romana. Y luego, mientras nos salían los sabañones con los
hielos, nos acordábamos de la primera cartilla donde aprendimos a leer, y del
Catón que sabíamos de memoria, y algunos hasta leyeron “El libro de España” y
recordaban las últimas lecciones de la Historia Sagrada y de las gestas del Cid
y del Generalísimo de todos los ejércitos y salvador de la patria que se
llamaba Francisco Franco Bahamonde.
El mismo que nos miraba todos los días junto
al mártir de la Cruzada de Liberación Nacional del que sabíamos vida y
milagros, aquel José Antonio Primo de Ribera y Sáenz de Heredia. Y entre los
dos el Cristo crucificado que tapaba sus vergüenzas con una sábana.
Eran tiempos del final del racionamiento y
del comienzo de la emigración a las ciudades desde el medio rural que nuestros
padres avistaban sin futuro. Llegamos entonces a las ciudades a vivir en
chabolas o en pisos alquilados y realquilados con derecho a cocina y sin baño.
Y con suerte asistimos a la sección de pobres de algún colegio religioso donde
con misa diaria, doble sesión los domingos y bendición por la tarde, tuvimos
acceso al cine gratuito.
Así aprendimos y nos hicimos bachilleres. Y
con aún diecisiete años tuvimos un
título de Maestro del llamado plan de 1950. Y no sabíamos nada. Nada de nada.
La misma validez tuvieron materias llamadas Matemáticas, Psicología Lógica y
Ética, Geografía, Historia Universal y de España, Formación del Espíritu Nacional,
Educación Física o Religión. Y al final de curso, en Literatura, cuando
alcanzábamos la Generación del 98 nos decían que Baroja no había que estudiarlo
porque era ateo.
¡Qué manuales aquellos! ¡Qué bien dijo Don
Julio Caro Baroja que más que manuales eran pedales!
Y con aquellos pedales movimos la bicicleta
de nuestras vidas. Y reprodujimos sin darnos cuenta lo que habíamos aprendido
sin saber. Hasta que comenzamos a pensar por nosotros mismos mientras nos
querían hacer celebrar fragarosos los veinticinco años que llamaron de Paz. ¿De
qué paz? Y nos tuvimos que espabilar para poder acceder a unos estudios
universitarios hasta entonces vedados a clases sociales menos pudientes. Y
después de aquel mayo francés, ya en 1968, cuando al poco llegó la Revolución
de los claveles portuguesa, ya éramos algunos profesores en la misma Escuela
del Magisterio donde recibimos un título sin más. Y la Dirección nos prohibía
reuniones de tres colegas porque más de dos era reunión ilegal. Y luego, cuando
dejamos de ser Profesores No Numerarios (Penenes nos llamaban) y pasamos a ser
Numerarios, en los Institutos éramos denunciados por padres que habían marchado
a defender no sé qué en la División azul, porque leíamos textos en clase de
gente que se llamaba Sender, Lorca, Alberti o Miguel Hernández y aquello sólo
lo podía hacer “ese rojo de mierda profesor de Literatura”
Y cuando fuimos a otra ciudad, y ya el que
siempre estuvo al frente de los intereses patrios bien grabados en las monedas
llamadas pesetas, aquel Caudillo de España por la gracia de Dios, quedó
cubierto por una piedra de granito en su valle, seguían las aulas presididas
por el agonizante Cristo y los retratos del de la camisa azul, con su escudo
rojo de tentacular araña y del de bigote astifino que nos seguía vigilando.
En Institutos de esta augusta Zaragoza nos
las teníamos tiesas con Inspectores de Educación que impedían dirigir los
centros a aquellos catalogados de rojos todavía en los años ochenta del siglo
pasado. Y hasta cuando se quiso poner nombre a los Institutos de nueva
creación, llamados mixtos, instalados en viejos edificios destartalados
adueñados por las ratas, los Fernández Aguilar y Rocatallada de turno pedían un
informe y una semblanza de aquel, quién era, que se llamaba Luis Buñuel. Y en
el Servet seguían las chicas con las chicas y en el Goya los chicos con los
chicos, pasados ya los ochenta. Y el Instituto de Teruel seguía llamándose José
Ibáñez Martín, el Ministro casi eterno del franquismo, el gran Inquisidor de la
Depuración de todos los docentes desde 1939. Y así se llamó hasta el año 2007. Cuando
se fueron los cristos y los retratos quedó su estela blanquecina estelada sobre
la sucia pared, cuando la capilla del último Orona o Enguídanos se convirtió en
sala de exposiciones y la placa de la inauguración con el nombre del generalísimo,
a la vuelta de unas Pascuas, quedó para siempre cara a la pared umbría del
jardín.
El santo
laico Sanz del Río y la Institución Libre de Enseñanza seguían siendo el
apocalipsis vivo de la encarnación diabólica. Y en todos estos años la rémora,
el miedo, el gran calado sociológico franquista, el no pensar, el
reaccionarismo sin más, los colegas que miraban a otro sitio, la comodidad del
puesto de trabajo fijo, el dame pan y dime tonto, las mamás y los papás que se
escandalizaban con algunas páginas que leían sus hijos tomadas de La Regenta,
el Quijote, La Celestina o el Pichula Cuéllar vargallosino, junto al examen de
acceso universitario llamado de Selectividad, dejaban un poso triste, dolorido
a algunos maestros y profesores que tuvieron que hacer su camino del desierto
con el obligado brazo en alto saludando al frío del sol hasta la libertad que
ofrecieron a sus alumnos a través de lecturas.
Algunos alumnos, ahora adultos, recuerdan a
sus ya viejos profesores y hasta les agradecen sus timideces, sus temores, sus
silencios, sus valentías en las aulas, la búsqueda de alguna verdad por sí
mismos, y su deseo de libertad.
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El gran depurador del profesorado José Ibáñez Martín nació, casualmente, en Valbona (Teruel) |