domingo, 27 de septiembre de 2015

Alfambra. El cerro del castillo. Ayer y hoy





Vusta de Alfambra en 1948. Fotografía: López Segura. Instituto de  Estudios Turolenses (I.E.T.)


Vista de Alfambra. Septiembre 2015. Fotografía: Clemente Alonso Crespo.

Alfambra desde el río. Septiembre 2015. Fotografía: Clemente Alonso Crespo

Alfambra. Edificios y el cerro del castillo. Septiembre 2015. Fotografía: Clemente Alonso Crespo




  En 1948 López Segura fotografió la villa sanjuanista desde la orilla del río.
         La torre de la iglesia aún no se había desmochado y el cerro, emblema del lugar, con su castillo arruinado y sus arcillas sangradas, testigos ambos del acoso de los tiempos, se mantenían en pie, como también conservaba la cubierta tejera la estación  que nunca acogió a los nunca viajeros que tenían que llegar desde Teruel a Alcañiz, porque nunca circuló tren alguno por esa vía nonata.
         Este verano pasado he situado mi cámara fotográfica, aunque con menor pericia, en el mismo lugar en que lo hizo López Segura y me encontré con que la estación se ha quedado sin protección y con que su tejado es un esqueleto de fierro oxidado, la torre está mocha porque la arcilla de su base se cuarteó con el tiempo como ya ocurrió al poco de su cons trucción a finales del siglo XVII, y el cerro testigo que todos los alfambrinos nombran castillo aparece con el Cristo entronizado en 1956, cuando un mosén iluminado de nombre César Navarrete Cortés, encomendándose al alimón a dios y al diablo decidió, ad maioren dei gloria, que, a golpe de pico y pala, de mulos y carretones, obligaciones sin voluntad de las gentes alfambrinas arreadas por su genio incendiario, emplazó para siempre al émulo del corcovado de Río de Janeiro para que dominara con sus manos abiertas la vega, entonces remolachera, de este lugar de Alfambra.
         La sangría que supuso aquel trazado del camino que se aprecia en el color de la fotografía ha hecho que la erosión actúe cada día con más fuerza, que los barrancos se descarnen aún más con las lluvias, que la barbacana pétrea que sujeta al Cristo con los brazos extendidos se agriete y se desplome con el tiempo sobre las antiguas eras. Todo el camino, todo el destrozo en la alta explanada, todo el monumento, se hizo sin un solo permiso de obras, sin un técnico que trazase los planos, sin un Ayuntamiento que dijese mi mú. Todo sólo por el celo iluminado de aquel mosén apocalíptico.
         Hace ya muchos años que su figura me sirvió para escribir unas páginas dentro de “Melodía de los mansuetos” (1996) en donde imaginé la lujuria posesa santificada de quien, cual nuevo Comendador sanjuanista, quiso volar bien alto, como un gavilán al acecho, sobre la villa arcillosa larroyana.

    Ahí se las dejo 




lunes, 21 de septiembre de 2015

Haciendo "el gaire" en Pancrudo.







Pancrudo. VIII festival Gaire. 2015


  Nos decían que no hiciéramos “el gaire”, que fuéramos formales, que nos comportáramos como Dios manda, que no enredáramos, que no fuéramos faranduleros ni estrambóticos.
   Pero nos bastaba con una sola palabra. Con “gaire” teníamos de sobra. Hundíamos la cabeza cuando éramos pequeños y dejábamos de hacer el tonto ante nuestros padres, nuestros abuelos o nuestros tíos. Nos dolía más cuando nos lo decían otros no familiares. Y les remugábamos por lo bajo.
  Muchos años después de aquellos años de “la cartilla” y “el Catón”, aquellas mismas gentes y sus descendientes han recogido la palabra y la han ennoblecido.
         En Pancrudo, ese pueblo apretujado entre el secano de sus tierras y el inicio nacedor del río de su mismo nombre lleva ya ocho años, ocho, levantando un festival que llaman de “artes escénicas” y, sin duda, lo son.
        Me he dejado caer por este lugar solitario cuando casi todo el año y desbordado de gentes solidarias, de vehículos, de tiendas de campaña, de abalorios callejeros, de saltimbanquis, chiflaineros, titiriteros, músicos, cuentacuentos y cómicos de la legua de antaño y hogaño.
         Estos dos días de septiembre Pancrudo se desborda, los pancrudinos se multiplican en su amabilidad, en su trabajo, en ofrecer a cuantos quieren acudir aquí (y cada día son más) su callejeteatro, sus juegos experimentales y libres, sus manipulaciones de objetos y palabras, sus títeres, sus hadas, duendes y marionetas gigantes, sus danzas circenses, sus acrobacias, sus saltos que llegan a la luna, sus conciertos y hasta sus exposiciones fotográficas.
     Esto es Pancrudo y este es su festival.
  Esto es un milagro, pero los milagros no existen. Existe sólo el trabajo, el querer hacer, el esfuerzo, el amor a una tierra, el dale y venga de horas y horas empleadas en conseguir dinero para pagar a tantas gentes que ofrecen su trabajo y llegan de distintos lugares, el escribir a unos y otros, el pagar la cuota de esa asociación que se llama “El Calablozo” (casi nada), el diseñar camisetas, el venderlas, el confeccionar sombreros, el pasarse horas y horas detrás de una barra sirviendo cervezas y preparando bocadillos y patatas fritas, el preparar los accesos, el colocar los carteles indicadores, el levantar escenarios… y, cuando todo termina y las calles se quedan solas, el retirar todo lo contado y sentirse cansado y satisfecho pensando ya en el próximo año.
  Ha sido en Pancrudo, junto al nacimiento del río de su nombre, en las tierras parameras de un dulce septiembre, donde se comparte el pan bien cocido de amistad fraterna haciendo “el gaire”.
Una cerámica recuerda el 800 aniversario de Pancrudo. @cac.

En otros lugares aún había más gente. @cac.

Tomás, Fidel, Flor, José María e Irene, cinco de los hermanos Lahoz, pancrudinos de pro, que también son "Tolosa" @cac.

Ya saben. No sólo de pan, crudo o cocido, se vive. @cac.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Mi familia paterna



Familia Alonso Minguijón. Orrios, 1945.






El tiempo se detuvo cuando el fotógrafo ambulante y anónimo apretó la perilla de su cámara negra transportada y grabó para siempre la imagen de la familia.
Aquel verano de 1945 apareció por Orrios y fue dejando la imagen impresa de los grupos familiares que quisieron guardar las caras de sus gentes en un momento de aquella España, en blanco y negro, que vivía en la dureza de los años de plomo inmediatos a la posguerra fratricida.
Era el verano y acudió el alquimista de la magia instantánea por los días de las fiestas, aquellas de Santa Beatriz, recordada desde el púlpito por el mosén de turno, como siempre virgen y siempre mártir. Por eso las familias posaban con sus mejores galas. Iba el fotógrafo de casa en casa y les hacía posar con el fondo de una pared o de una puerta. La familia Alonso Minguijón lo hizo con la puerta del corral por la que entraba el carro y los animales de labranza. Aún hoy esa puerta resiste frente al paso de los tiempos y aún cierra el corral por el que todavía campan gallinas y una docena de ovejas.
Estas son mis gentes, mis abuelos, mis tíos paternos y mi padre.
El abuelo Mariano se había quitado la gorra que usaba todos los días mostrando la blancura de su frente desprotegida, junto a su rostro castigado por los soles del trabajo labriego y pastoril de todos los días. El abuelo, del que tan sólo tengo media docena de recuerdos, no había podido acudir a la escuela nunca. Decía que no sabía leer, pero mi padre me contaba que lo corregía a él y a sus hermanos cuando deletreaban la cartilla de las primeras letras y el “Catón” donde se soltaban ya de carrerilla. Había ido y venido durante muchos años en los inviernos hasta “el reino”, como llamaba a las tierras secanas de Valencia y Castellón, en busca de los pastos que aquí no existían, castigados por las nieves y los hielos. Siempre traía algún recuerdo para sus hijos y recordaba con precisión las marcas precisas sobre las orejas de las ovejas de unos y otros pastores, y calculaba sin hacer ni siquiera un número las libras que pesaban una y otra suspendidas en la vieja romana, y los reales que podían valer en su venta o trueque por la sanmiguelada de septiembre en la feria de Cedrillas. Y casi no hablaba, silencioso como era.
La abuela Novata, siempre con sus manos dispuestas al trabajo, mira hacia la cámara sin olvidar quizá en ese momento a las dos hijas que había perdido siendo aún muy niñas y de las que se acordaba un día sin otro.
El hijo más pequeño, Gregorio, sonríe pícaro con su gorra encasquetada mientras se apoya en el hombro de su madre como le ha indicado el fotógrafo. Él fue quien heredó con el tiempo el apodo de “repoyo” con que se conoció a esta familia. Le vino dado porque su padre nació cuando ya casi nadie le esperaba, como un tardano pequeñajo que no alcanzaba ni a ser un poyo en el que apoyarse, tan chiquitín nació que se quedó en “repoyo”. Hoy está grabado ya para siempre, impreso en su lápida del cementerio el nombre que se llevó a la tumba, “El Repoyo”.
Mariano, el mocetón alto y rubio, dallero como ninguno, trabajador de tajos y destajos, fuerte y duro como las carrascas de estos lugares, volvió de su mili obligada tronzado para siempre. Ocultó a sus gentes, mientras pudo, que un experimento de armas químicas le quemó los pulmones para siempre y se fue quedando sin fuerzas. Cuando quiso poner remedio lo ingresaron en el hospital de Portaceli, junto a la cartuja de su nombre, en los pinares de Bétera y arrastró a su madre muerta de pena a la tumba. Al poco él también se fue con ella.
Juan, mi padre, con su camisa blanca arremangada y la corbata del día de su reciente boda, sonríe resignado el vaciado de su ojo derecho por causa de una infección cuando estalló la tralla en el aire por arrear a los mulos en labranza de un otoño estéril.  En los primeros años sesenta se marchó en busca de una vida mejor para sus hijos hasta Valencia. Después de dos años sólo consiguió llevar a su mujer y a sus hijos. Trabajó días y noches en una fábrica de sacos esparteros y con el tiempo acabó siendo escribiente, como él decía, en el Ayubtamiento de Valencia. Siempre tuvo el apoyo de su mujer, mi madre, quien fregaba arrodillada suelos de una casa y otra y, cuando volvía a la suya, cosía y cosía prendas de vestir en la economía sumergida que permitió a sus hijos acceder a los estudios a ella negados.
José, el único que queda en pie sobre la tierra hoy, con sus ochenta y seis años a cuestas, sigue un día y otro sacando esa docena de ovejas que aún conserva en ese mismo corral. Abre un día y otro esa puerta que  sirve de fondo fotográfico y es feliz en su bondad de siempre yendo y viniendo por los caminos de toda su vida, llevando a las rasas que se quedó cuando vendió el rebaño hace unos meses, diciéndonos a todos que no puede quedarse quieto y que no sabe caminar sin una oveja detrás.
Gracias al fotógrafo ambulante y anónimo los recuerdo para siempre.
        

martes, 1 de septiembre de 2015

Alfambra. Los "Cachaza" en Santa Ana. 2015







Ocho "cachazas" en la ermita de Santa Ana. @cac.


     Ahí están ocho de los que son, porque no están todos los que son. En éste sábado veintinueve último de agosto, convocados a la cita de estos últimos ocho años, en la ermita de Santa Ana, se reunieron diez de los diecinueve adultos vivos, nietos que fueron del abuelo Nicolás Crespo y Leonor Jarque.
    Con todas las diferencias individuales que pueda haber entre éllos, tienen algo en común y es que son “cachazas”, porque “Cachaza” es el apodo, el mote, con que siempre nombraron a su abuelo y eso, en esencia, es lo que les une y lo que vale.
         Se reúnen, los que pueden, con sus parejas, una vez al año, y lo hacen aquí, en esta ermita de Santa Ana ahora remozada.
La ermita de santa Ana. @cac.

   Aquí vinieron en romería, y aún vienen el segundo sábado de junio los alfambrinos, como lo hicieron sus antepasados, por honrar a la santa nombrada, compartir alimentos y empinar el codo alzando el barral o la bota si la hubiere.

 
La ermita vista  desde el pilón de Santa Ana. @cac.


   Desde el pilón que marcó en tiempo los caminos mirando al sur con el sol de la tarde, donde los antepasados de estos “cachazas” hincaron sus estandartes como símbolo foral otorgado a aquel cruzado iluminado llamado Rodrigo, llegado desde las lejanas tierras lucenses de Sarria, se enmarca la ermita, entre las soledades de la tierra rojiza que en la añada triguera ya rindió la espiga, poca y cuasi vacía en esta cosecha.

El pilón marca el  territorio. @cac.

  Desde este pilón se domina todo el territorio donado por el rey aragonés Alfonso II a este conde cruzado guerrero como premio a su valor destructor en la batalla que asoló el castillo de Milagro, en tierras situadas al sur de la Navarra actual.  Le donó las propiedades signadas en la “carta puebla” de rigor y en el “Fuero” correspondiente que escribió sobre pergamino a finales del siglo XII nominado como “éste es el padrón de Alfambra”.

 
La ermita con el sol poniente desde el inicio de la rambla de Juan Pérez. @cac

   Cuando cae la tarde “los cachazas” abandonan la ermita, se despiden con un abrazo y se citan para el próximo año. Vendrán otra vez desde Valencia, desde Teruel, desde Zaragoza, desde las costas de Lugo, desde el propio lugar de Alfambra, los lugares donde la vida les llevó en busca del sustento. Volverán, y un año y otro, recordarán lo que les unió y les une para siempre: el abuelo, la casa, los juegos cuando niños, las risas entreveradas de trastadas, las caras lejanas de unos tiempos pasados transidos de una nostalgia alegre.