lunes, 21 de noviembre de 2016

El tió Cleto.







    El tió Cleto tenía la era justo debajo de Las Chozas, las cuevas donde jugábamos, excavadas en los escarpes de las laderas de arcilla, por donde caminábamos a cuatro patas entre resbalones y sangrado de rodillas, por lo de las piedras y los afilados cuarzos enterrados en ellas.
         El tió Cleto con su dale y venga de todos los días había conseguido abancalar primero y aplanar poco a poco aquella ladera y allí, arrastrando piedras traídas desde El Rebollar, sujetar una barbacana en donde levantó las paredes de un pajar que aún no había conseguido tejear cuando se lo llevaron a la cárcel.
     Ni siquiera abandonó el pueblo cuando los bombardeos de enero y de febrero del treintaiocho. Se metía con mulos y todo en estas mismas cuevas donde nosotros jugábamos en nuestra niñez de aprendices. Cuando las pavas alemanas se perdían con sus bombas por la masada Blanca y más allá, seguía dándole al pico y a la pala por aplanar aquellas arcillas. Y guardaba sus lágrimas secas llenas de rabia cuando los corrales y las casas abandonadas por sus dueños en la evacuación saltaban hechas pedazos, desventradas por los obuses lanzados desde las panzas de aquellas pavas anunciadas con el toque de campanas desde la iglesia.
  Al tió Cleto lo metieron en la cárcel en la Pascua de aquel abril del treintainueve como metieron a unos cuantos más. En el otoño de un par de años antes, cuando llegaron los de la FAI aquí a Larroya y se llevaron por delante a una docena entre hombres y mujeres, el tió Cleto, quieras que no, entró en la Colectividad. Qué más le daba a él trabajar de sol a sol, o de luna a luna, y entregar el centeno o las remolachas a la Colectividad si luego lo repartían y hasta le tocaba algo en el escaseo de todos los días.
      La media docena de las gentes que más tenían, que más tierra podían labrar, se habían ido con sus mulos y con sus ovejas hasta el otro río, detrás de Palomera, por los donde los alzados contra el gobierno se habían hecho fuertes. Aquí en Larroya se quedaron quienes no tenían más que sus manos, a lo sumo un par de machos, que ya era tener, y algún pegujal lejano roturado en el monte. Daba igual trabajar para unos que para otros y hasta compartir del reparto amortiguaba el dolor de los desastres diarios de aquella guerra llena de destrucción y muerte.
         Al tió Cleto no le gustó nada lo que ocurrió aquel otoño del treinta y seis cuando entraron a las bravas los milicianos de la FAI. Ya los pudientes habían cruzado por Santa Eulalia y Aguatón al otro lado, ya aquí no quedaban más que las familias que andaban esperando algún jornal como pastores o como agosteros en el verano, o como criados sin sueldo en las casas de los terratenientes. No le gustó nada que aquel, Juan el loco, enseñase el pistolón colgado en su cinto y amenazase a quienes remilgaban con lo de la Colectividad.
No le gustó nada que humillasen a sus conocidos de siempre con cinco o seis hijos aún mocosos porque no llegaban a las puertas de la casa ocupada de Don Marcial, por la mañana temprano, para recibir las órdenes de un Juan, el loco, que había salido de una imprenta valenciana y no sabía ni de rosadas mañaneras, ni de sembrados, ni de labranza ni de riegos a sus horas.
         No le gustó nada cuando se enteró que Juan, el loco, el jefe de aquella columna de milicianos decidiera quién iba a morir y quién se quedaba vivo. Habían escrito una lista de un par de docenas de gentes. Que si no habían colaborado en la quema de los santos de la iglesia, que si trabajaban para los ricos por cuatro sacos de trigo,  que si no acudían prestos cuando les requería la Comunidad, que si ampararon al Cura tralará.
         Una lista de dos docenas, que corría de boca en boca que conocía el tió Cleto y que dejaba llegar hasta los interesados. Para que se escaparan con sus familias, para que no fueran por aquí o por allá,  para que salvaran su vida sin más.
    Y cayeron doce, entre hombres y mujeres, y los dejaron abandonados en los barrancos de la Serna, en el Rubial y en la Vuelta de los Olmos. Y él mismo tuvo que recoger el cuerpo de algún pariente y compartir después el trabajo, las patatas, el trigo y las remolachas con los hijos, aún mocosos, de quienes sin tener dónde caerse muertos caían bien muertos y fusilados para siempre.
         Luego, después de aquel otoño de tanto dolor y tanta muerte se sometieron a la Colectividad y casi al pronto comenzaron los conflictos, con el reparto de tierras nunca propias para el trabajo y los trigos depositados en la fábrica de harinas, o los sacos almacenados en los comercios o los ganados de ovejas y corderos del Sindicato de la carne.
       Y el tió Cleto y muchos más se sumieron en un silencio turbio en el que nadie tenía casi nada y todos cargaban con la mezquindad de una guerra.
Y entraron unos y otros en Larroya, y bombardearon los de un lado y los de otro, y los evacuaron de aquí para allá en una desbandada sin sentido llena de llantos y de miserias por los caminos helados y el hambre y la muerte y la muerte. Y ya en febrero del treintaiocho, cuando los soldados que aún quedaban de aquellas divisiones mixtas, emprendieron la desbandada y dejaron a las gentes asustadas y a su abandono apareció entre la niebla la anunciada caballería y los moros de Yagüe con su derecho al saqueo de lo poco que quedaba en las casas abandonadas y el perseguido terror de las mozas aún adolescentes.
Y el tió Cleto, y otros como él, con su boina agujereada, su camisa rayada, su faja, sus pantalones remendados y sus albarcas arrastradas volvieron a lo de siempre, esperando lo que vendría sin saber cómo viniera.
Y llegó, claro que llegó, el día en que se lo llevaron a la cárcel. A otros de su misma quinta se  los habían llevado unos meses antes a la de san Miguel, allá en Valencia, y a él a la de aquí cerca, a la de Teruel. Sin más ni más. Y a su hermano Laureano con él. Medio año entre las paredes enrejadas, junto a la iglesia de los franciscanos.
Cada quince días una visita de lejos y entre voces de su mujer. Un pedazo de pan y una miaja de tortilla. Y sin saber de qué le acusan a uno. Y las ropas más deshechas, y trabajar haciendo cestos de mimbre sin saber para quién ni por un céntimo, y el hambre de todos los días, y más gente y más gente en la cárcel. Y un día traslado al campo de concentración de san Juan de Mozarrifar, y un juicio con otros cincuenta y tres en el mismo saco, y acusaciones de pertenecer a no sé qué sindicato, y apoyo al Comité revolucionario de Larroya, y montar guardias los primeros días de la guerra, y denuncia del cura que luego se encargó de desaparecer para siempre al alcalde republicano, y tener la lista de los doce que se llevaron por delante aquellos desatados de la Fai. Y doce años y un día por apoyo a la rebelión.
Y el tió Cleto sabía que nada de aquello era verdad. Y se tragó casi tres años en Torrero, allá en Zaragoza, apretujado con tanto preso y tanto preso que entraba y salía, muchos para no volver.
Él volvió hasta Larroya. Y se encontró con que su mujer, la Campanera y su hijo, nacido justo el 15 de abril del treintaiuno, cuando proclamaron la República en Larroya, habían echado ya el tejado y habían cultivado los pegujales del secano y, a carga en los mulos  con samugas, llevado el centeno hasta la era. Y se dio cuenta de que su mujer y su hijo, a quien había puesto por nombre Humanitario aquellos días de la República, eran tan caínes como él en el trabajo.
“Es un Caín trabajando” decía su vecino Nicolás ya viejo cuando pasaba delante de su casa. Y se lo decía a los nietos que le hacían rabiar quitándole el garrote que mantenía en sus manos, protegido por la sombra del porche del corral.
Claro que era un Caín trabajando. Lo sabíamos muy bien quienes le mirábamos desde la boca de las Chozas, encima de su era, cuando daba vueltas y vueltas a la parva, cuando supimos que desde que volvió de la cárcel no hizo más que trabajar y trabajar. De sol a sol y de luna a luna. Ya no habló más que con su familia y poco. Sólo un “alante” con quien se cruzaba cuando por la calle, de madrugada, se iba al tajo. Ya no hubo ni un día de fiesta ni para él ni para Humanitario. Labraban uno y otro roturando el monte hasta que reventaban a los mulos y hasta se vio alguna vez a Humanitario tirar delante del aladro. Y fue trayendo los mejores trigos rubiones. Y entrecavó las mejores remolachas de la vega. Y se encerró en el trabajo y en el trabajo. Y en los veranos lo reclamaban para que fuera el puntero de los peones segadores después de que él ya había hecho su campaña con la hoz en la mano por tierras de Murcia y Albacete, hasta que por la serranía de Cuenca llegaba hasta Molina y cruzaba luego el Jiloca para llegar de nuevo a Larroya. Allí le esperaban quienes habían vuelto de nuevo, quienes evacuaron su casa cuando la guerra. Y se dejaba los riñones de tanto doblarse amorrao entre los trigos. Y luego siega tus salobrales y lleva el trigo a la era y trilla y aventa, y como eres un Caín trabajando échame una mano en el aventeo.
Y por allí pasaba, por delante de la casa del tió Cachaza, su vecino Nicolás, el que fue a San Miguel de los Reyes y volvió luego como él. Y era entonces cuando nos enterábamos de las mentiras y más mentiras, de las denuncias de los Guillomos, de los correveidiles de siempre quienes, también sin tener donde caerse muertos, firmaban lo que les decían que tenían que firmar.
El tio Cleto se inundó de silencio para siempre y ni siquiera le contestaba al cura presumido requeté que llegó por aquellos años, el mismo que soflamaba en la iglesia y contaba cuántos iban a misa los domingos y quiénes pecaban porque labraban y labraban y dedicaban sus días al diablo. El cura requeté recogía casa por casa la primicia que decía que le correspondía a la iglesia y arrastraba a las gentes a comulgar por Pascua florida como decía y predicaba.
Y fue el tio Cleto quien a las rasas le dijo, cuando le echó en cara tantas veces que no cumplía con la Iglesia,  que hasta aquí, que su misa y su olla para él, que el pan lo compartía con sus gentes y su trabajo, que las hostias a su tiempo, que las procesiones por las sendas de las ovejas, que los lujos en las albarcas, que los requetés ya le habían dado suficientes cristazos, que no denunció a nadie, que salvó a más de uno, que el infierno ya lo había pasado, que se dejara de terrores y castigos divinos, y de guerras de romanos y cartagineses,  de rosarios y de vísperas, que se fuera con él al tajo todos los días, que compartiera sus alforjas, que luego hablara y que en su hambre mandaba él.
 Que no condujo a nadie al paredón y usté sí. 
El único de Larroya que se las tuvo bien tiesas. Y el requeté se la envainó.

Lo fuimos sabiendo poco a poco años después cuando el tió Nicolás, ya sordo, nos decía algunas palabras después de que pasara el tió Cleto con su carro cargado con el mejor trigo rubión traído de las roturas del monte.
          Cuando nos hablaba de quien era el más trabajador del mundo, quien le salvó del tiro cuando aquella madrugada del terror de la FAI lo condujo escondido en un serón tapado con fiemo hasta la masada Baja, al otro lado de Palomera.
“Tió Cleto” le gritábamos desde la boca de las Chozas. Y él se quitaba el sombrero y lo levantaba como saludo y seguía y seguía dando vueltas a la parva sentado sobre el trillo.

   

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Suscribo las palabras de Antonio Muñoz Molina



Antonio Muñoz Molina.-


           "Copio" y "comparto" este artículo  del escritor Antonio Muñoz Molina.


Repaso los periódicos españoles al cabo de unos días y me sorprende, aunque no debiera, la afición entre perezosa y malévola por las comparaciones, y por las traducciones apresuradas de hechos y personajes de Estados Unidos a supuestos paralelos españoles. Por alguna razón de derivas digitales que no me explico llego a un artículo de Federico Jiménez Losantos en el que se compara a los falangistas que se manifestaban en Madrid, en 1941, al grito de “Rusia es culpable” -estaban caldeando el ambiente para la División Azul- con los izquierdistas españoles que protestan contra Trump como si gritaran “USA es culpable”. Otro columnista dice que quienes se manifiestan estos días para mostrar su desagrado por la elección de Trump son como los que salían en Madrid gritando “no nos representan”, y dice que también hay entre ellos muchos “perroflauta”, y hasta se pregunta, con ese ingenio incomparable del columnista español, cómo se dice “perroflauta” en inglés.
Otros aseguran que Mariano Rajoy es como Trump, y el PP como el Partido Republicano, o que Trump es como Pablo Iglesias, o al revés. Hasta Fernando Savater juega tristemente a ese juego del ingenio chistoso contra el adversario.
Yo propondría el siguiente ejercicio: esforzarse en comprender algo o en saber cómo es de verdad alguien sin acudir de inmediato a las comparaciones, incluso venciendo la tentación, casi siempre barata, de ejercerlas. El cerebro humano busca patrones y parecidos para comprender la confusión del mundo, pero fuera de la ciencia -la ciencia ciencia, no la “ciencia política”, ni las “ciencias de la información” o las “ciencias” humanas- esos patrones y esos parecidos pueden ser espejismos, o simulacros de confirmaciones de prejuicios. Decía Montaigne que no hay nunca dos cosas que sean exactamente iguales. Yo propongo ese ejercicio, que requiere humildad, escepticismo y constancia. Ni siquiera hay dos hojas iguales en la misma especie, en el mismo árbol. Sobre Donald Trump hay mucha información comprobada, de muy diversas fuentes, entre ellas él mismo, que al carecer de contención revela aterradoramente lo que es, quién es. Habrá rasgos comunes con otros personajes, desde luego, circunstancias parecidas. Pero me temo que no entenderemos nada -ni sobre aquí no sobre allí, ni sobre unos ni sobre otros -si nos apresuramos a certificar semejanzas, sobre todo cuando nos sirven para denigrar a los que tenemos muy cerca. Que Savater se haya sumado a esa mezquina alegría hispánica por la desolación de los que nos sentimos injuriados y amenazados por Donald Trump me produce una gran tristeza.
Alo mejor ahora resulta que somos perroflautas.
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domingo, 13 de noviembre de 2016

El Cura y la Falange. Se armó la de Dios.



                                         ¿Qué Historia se estudia en las escuelas españolas?


             
 ¿Recuerdan ustedes bien entrados los años sesenta del siglo pasado aquellas llamadas semanas santas llenas de terror, con las imágenes de las iglesias veladas con telas moradas y negras, con los catafalcos inquisitoriales levantados en los altares, con los silencios impuestos en las casas familiares, con la prohibición de radiar y televisar programas musicales, con las procesiones ensalzadoras de cristos desencajados por el dolor de una crucifixión, con los barrocos revestimientos de los llamados ministros del altar?

        Aún tengo grabados en mi interior aquellos recuerdos tétricos de mi lejana niñez. Lo recuerdo todo ello en mi pueblo, sí, en Orrios, con el sonido roto de las carraclas fabricadas con ramas de carrasca por las manos del abuelo. Todo nos llevaba al sentimiento de culpa, aquella culpa con que nacimos, ya marcados con el pecado original y, sobretodo, en aquella semana santa en que, todos, matamos al Cristo desencajado en la cruz asfixiado en su agonía.

         Le dimos la lanzada en el pecho y le calmamos la sed con vinagre.

         Por eso, justo un año después de que aquel general de voz aflautada, chiquito aunque matón, pregonara aquello de “cautivo y desarmado el ejército rojo”, justo un año después, en aquella semana santa de 1940, el cura de Orrios sale en procesión, con cruz alzada y capa pluvial, y, los falangistas de este pueblo diminuto, prietas las filas como impone el orden que debe reinar, organizan el desfile de las gentes emparejadas por las calles llenas de guijarros del lugar. Zagales y zagalas, mozos y mozas, casados y casadas, viudos y viudas, viejos y viejas, todos caminan en silencio tétrico en la tarde fría y aborrascada. Les han dicho y lo rememoran rumiando en silencio y silencio que hay “tres días en el año que relucen más que el sol: Jueves santo, Corpus cristi y el día de la Ascensión."

    Pero el Cura del lugar, con cruz alzada y protegido por su capa pluvial, presidiendo “la procesión tradicional de la pasión acompañado del Sr. Alcalde, Falange y fieles” de cuyo orden se encargaban los falangistas del pueblo, observó que un par de mozos “se reían y mofaban del acto”. Por eso, de inmediato, el 22 de marzo de 1940, el Cura y el Alcalde, cada uno por su cuenta y en los mismos términos, informan al Gobernador Civil para que ejerza su benévola autoridad.

     Tan benévola fue que los dos denunciados, que como casi todos los habitantes de este lugar no tenían donde caerse muertos, porque no había jornales que ganar, y las tierras de labranza escaseaban, y la subsistencia, en aquellos momentos, era bien difícil y, ya ven, un año tan sólo después de acabada la guerra, el dolor y el hambre presidía aquel lugar tan castigado, tan benévolo fue el Gobernador que les impuso DOSCIENTAS CINCUENTA y CINCUENTA pesetas de multa, en virtud de que el padre de uno tuviera un par de casas y el otro nada como toda fortuna.  Eso sí, podían recurrir la multa, después de haberla pagado, impuesta “por la falta absoluta de espíritu religioso … desobediencia y carencia del respeto que a todos deben merecer las Autoridades que en modo alguno estoy dispuesto a consentir”.

    Lean con calma los documentos depositados en el Archivo histórico de Teruel y observen la cultura lingüística del denunciante Cura Servando Civera, quien además de su curiosa sintaxis escribe “hayer” (con hache), “ovedecerle” (con uve) y “Governador” (con uve). 

        Pero eso.. qué importa.  Prieten... prieten las filas. Y estudien Historia, por favor.

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 Aquí les dejo el escrito del Cura y su transcripción literal






 Tengo el honor de poner en su conocimiento de V.E. que hayer al salir la procesion tradicional de la pasion, al salir de la Iglesia revestido con capa pluvial acompañado del Señor Alcalde falange y fieles, el falangista Lorenzo Martin Millan (encargado como sus compañeros de velar por el orden a ruego del que suscribe) vieron que Miguel Navarro Fortea y Elías Blasco Perez se reian y mofaban del acto, se vio precisado a llamarles la atencion, y en lugar de obedecerle le insultarón y llego á ponerle violentamente la mano en el pecho, entonces requirio el falangista Lorenzo al jefe de Falange el cual fue insultado y desafiado por los citados vecinos de esta Villa Miguel Navarro Fortea y Elias Blasco Perez.

         Lo que pongo en su conocimiento rogando a V.E. se digne imponer el correctivo conveniente para que sirva de ejemplo en prestigio de las autoridades ultrajadas y en bien de la religion ofendida.

         Gracia que el exponente no duda conseguir del bondadoso corazon de V. E. cuya vida guarde Dios muchos años.

         Orrios 22 de Marzo de 1940.

                   Servando Civera.  Cura



Exmo. Sr. Governador de la provincia de Teruel.

      Y aquí está la resolución del Gobernador Civil de Teruel

 





   Respuesta del Gobernador:



                        Vista una información llegada por diferentes conceptos a este Gobierno acerca de que con motivo de la celebración de una procesión el día de Jueves Santo Miguel Fortea Navarro y Elías Blasco Pérez, ambos vecinos de esta localidad, se encontraban en lugar por donde había de pasar la citada procesión, adoptando a su paso una posición de mofa y falta del debido respeto que tales actos deben merecer, siendo requeridos por un militante de Falange para que depusieran su actitud, sin que los denunciados le hicieran caso alguno, con el agravante, además, de que le contestaron en forma violenta, llegando incluso a amenazarle de obra, lo mismo que al Jefe Local de F.E.T. y de los J.O.N.S. que les amonestó a requerimiento del afiliado.

         Considerando, que todos ellos, además de la falta absoluta de espíritu religioso que representa, implica un caso concreto de desobediencia y carencia del respeto que a todos deben merecer las Autoridades que en modo alguno estoy dispuesto a consentir: en uso de las atribuciones que me están conferidas he acordado imponer a Miguel Fortea Navarro, la multa de DOSCIENTAS CINCUENTA PESETAS y a Elías Blasco Pérez la de CINCUENTA.

         Dichas sanciones las deberán hacer efectivas en el plazo de ocho días en este Gobierno civil, a partir desde el siguiente al de la notificación de las mismas, pudiendo recurrir contra esta mi providencia en el expresado plazo de ocho días ante e Excmo. Sr. Ministro de la Gobernación pero consignando previamente y a mi disposición el importe de las sanciones en la Caja de Depósitos de la Delegación de Hacienda.

         Lo que digo a Vd. para su conocimiento, el de los sancionados, a quienes notificará en forma reglamentaria dándose cuenta y demás efectos.

         Éste es el informe de la Guardia Civil, a petición del Gobernador.



     

Dos zagales de Orrios vestidos para la ocasión. 1940.
Orrios. La vida cotidiana- El silencio en la cara. 1940.
Esta foto está hecha en Castuera (Badajoz) 1940.
Todos los días, mientras fui a la escuela en Orrios, a la entrada y la salida cantábamos el Cara al Sol. El Maestro el primero.


lunes, 7 de noviembre de 2016

Haití, Haití, Haití


Haitianos dispuestos para el tajo.



    Fue en nuestra tercera estancia en la isla llamada antaño La Española, hoy República Dominicana, cuando crucé el puente sobre el río llamado de “La Masacre”.

   La masacre la había dirigido  el dictador dominicano Leónidas Trujillo sobre sus vecinos haitianos. El río es quien marca la frontera, allá por Dajabón. Ocurrió el 28 de octubre de 1937. Las crónicas hablan de 25.000 haitianos muertos a machetazos, empalados, quemados.

         Trujillo estaba obsesionado por blanquear el color de la piel de sus compatriotas y para él súbditos. Siempre dijo, y consiguió que calase entre los dominicanos, que los haitianos eran más negros que quienes habitaban al otro lado del río, donde él instigó y desencadenó la masacre a golpe de machetazo limpio y húndete en el fango.

         Era nuestra tercera estancia bregando en escuelas de La Romana con niñas y niños y con las gentes de los bateyes de alrededor en donde habitaban, es un decir, los trabajadores de los campos de la caña de azúcar.

 Trabajo duro llevado a cabo por los esforzados emigrados, casi siempre indocumentados haitianos, marginados en muchos casos por estos del otro lado del puente, ahora lleno de gente que viene de allá, de la otra orilla del río. Sí, el de “La Masacre”.

Llegaban cargados con fardos saqueros a la espalda, con descomunales vasijas repletas de objetos colocadas sobre la cabeza erguida de las mujeres. Todos, ellas y ellos, reflejando sobre sus rostros sudorosos los rayos de un sol del interior Caribe que aplastaba su negritud de siempre.

Habíamos llegado allí en un viaje apretujado dentro de una yipeta alquilada durante el mediodía del sábado y hasta el domingo, después de nuestra jornada laboral. Nos habíamos detenido en un batey donde atendimos  a las gentes que hacían cola para tratar su conjuntivitis. Nuestra medicina era bien simple: agua tomada en La Romana y sal diluida en ella. Sencillo suero sin más, enseñado a preparar a las gentes que ocupaban las desvencijadas casas de madera atacada por las humedades y los ácaros, propiedad, por supuesto, de los accionistas de los extensos campos del monocultivo de la caña, transportada luego al ingenio azucarero del Central Romana, allí, cercana a la lujosa Casa de Campo, el lugar de las villas lujuriosas, con sus hípicas privadas, sus campos de golf, sus helipuertos, sus yates ofensivos, sus fiestas y sus devaneos de negocios, enclavada en su exclusiva y excluyente propiedad privada de los Altos de Chavón.

Tan sólo aplicábamos unas gotas de suero en los ojos y las gentes se iban contentas sin señalar una mueca en su rostro. Volvían a sentarse en el suelo y seguían mirando a quienes pasaban y pasaban por el suero que creían sanador.

Ninguno de aquellos rostros, ninguna cara de aquellas gentes, mostró una mueca de sonrisa. Nunca vi a ningún hombre, a ninguna mujer haitianos, sonreír. Como si una tragedia hermética presidiera su semblante. Sólo aprecié un rictus de relajo en los labios abundosos del viejo que tenían encerrado en una jaula construida con ramas de ceiba en medio del poblado, desbordada su cara por unos ojos desorbitados, encerrado allí por loco según decisión de sus propios vecinos. Como un Quijote en medio de los campos sin límites del cultivo de la caña.

Y fue al poco cuando recabamos en Dajabón, en la misma frontera con Haití, en aquel día de mercado en que acudían las gentes de un lado y otro, en este norte de la misma isla que fue La Española y ahora son dos países separados y marginados por este río que se llama, sí, de La Masacre.



Las fotografías muestras bien a las claras este ir y venir de las gentes de un lado y otro de la frontera. Ropas y zapatillas de la ayuda internacional, plátanos, yuca, papayas, piñas, aguacate, mangos, frijoles, arroz y cuantos productos necesarios para poder sobrevivir son comerciados un día a la semana en este lado de la frontera. Acuden los haitianos, cruzando el puente, cargados hasta los topes como mucho ayudados por un carretillo de mano, y a este lado les esperan los dominicanos con sus camionetas llenas de arroz, de azúcar de plátanos, de los frijoles cultivados en el valle de Constanza o en la Vega.

Cuando se abrió la frontera entraron en tropel miles de haitianos, en ocasiones latigados por los palos de los guardias tratando de calmar el sofoco y las ansias que causan los estragos del hambre.

Nos vimos atrapados por aquel mercado sudoroso, como perdidos autonautas de una cosmopista saturada de gente donde se me presentó tanto y tanto dolor de este pueblo haitiano, tan castigado por la vida a lo largo de la historia.

Fue en la noche, justo cuando ocupamos una habitación en el mismo hotel “La Masacre”, cuando rememoré la historia y pensé en aquellos años de 1791 a 1804, cuando se produjo la primera sublevación de los esclavos negros y se abolió la esclavitud en la tierra que vino a llamarse Haití.  Sublevación que nunca le perdonaron las naciones que dominaban las colonias y parece que marcaron para siempre a las tierras de estos lugares, a las gentes antes vendidas como esclavos y luego vendidas por ellos mismos y masacradas una y otra vez a lo largo del tiempo más cercano por los Duvalier, papa Doc y su boy, con sus ejecutores “tonton macoute” que se llevaron por delante a machetazos y a tiros en medio del hambre de siempre a más de ciento cincuenta mil haitianos.

          Luego, para no perder la costumbre a su fidelidad de siempre, vinieron los huracanes, llegaron los terremotos, y de nuevo los huracanes y otra vez los huracanes y los terremotos y el hambre otra vez, y la miseria.

   La miseria interior que me embarga de cuando en cuando en el momento en que cierro los ojos y veo una vez y otra, y otra y otra, a estas gentes haitianas.

       (Sí, ya sé que no valen las palabras, valen los hechos. Esos me los callo).

Cruzando el río para llegar antes.

Se abre la verja de la frontera. Quien más pueda para él.

Después del huracán nos queda esto.

Dos bestias. Papá Doc y su hijo. Los Duvalier.

Dicen que estoy loco. Mírame a la cara. ¿Lo entiendes?

Los helicópteros sólo toman fotografías. Nada más.

Sí, aquí seguimos.

Mi noche de insomnio en tu segundo hogar.

Cada uno cruza el río enfangado como puede.

Acaba el día. Volvemos con lo que podemos.

El hambre nuestra de todos los días.

Aquí no se salva ni la bandera del palacio presidencial.

Decías que eras pobre y tenías unas piedras.