lunes, 24 de abril de 2017

Morenito de Colocay... y su bultito






                    Morenito de Colocay ... y su bultito.








Le llamábamos Morenito, aunque sólo sabíamos del cuento Ximo de Fuentesaúco y yo.

         Muy pronto le añadimos lo de Colocay como recuerdo a un torero colombiano que andaba por entonces por las plazas españolas. Y es que nuestro Morenito tenía un aire botarga que parecía fuera a desfilar haciendo el paseíllo inicial en una corrida sin beneficencia.

         En ocasiones, en las parrandas, junto al Xiquet de Dolç, cantaba aquello de “y no nos hemos d´ir” como reminiscencia resaquil de sus tiempos jóvenes. Jugaba al golf las tardes de los sábados mamando gallo con los jovenzanos nuevos ricos instalados en los altos de las yeserías de Paterna. Pero lo que dominaba era el juego del truc. Era el amo en lo que él mismo vino en llamar jornadas culturales entre los alumnos. Montó una parranda cultureta en la que invitó a todos los docentes de la zona del valenciano apical. Siempre presumió del trofeo autoencargado que expuso en las vitrinas de su casa.

         Morento era un tipo que, a no ser por su pelo lacio, pudiera estar sacado de la imagen física, con bucles empavonados, eso sí, que le puso Federico a su Antoñito el Camborio, aunque sin vara de mimbre.

         Vestía con frecuencia unos pantalones ajustados de color tabaco vivo que le marcaban sus finas nalgas y un, tan sólo, paquetito en la entrepierna. Sabíamos siempre cuando llegaba porque arrastraba los zapatos pegándolos al suelo. Tenía los pies planos y semejaba un tanto garroso. Peinaba un tupé negro lamido que apretaba con gomina chulesca a la manera de los pijaitos falangistas de antaño.

         En ocasiones, cuando llegaba por las tardes, saludaba al personal de conserjería tirándoles una tufarada de humo mientras manoseaba un veguero que él siempre llamaba habano, comprado a un amigo en la plaza de El Negrito con quien parrandeaba de cuando en cuando. Entraba silbando una melodía que él decía sánscrita. Llegaba recién afeitado expidiendo un aroma a colonia campera enredada entre su cara aceitunada mientras acariciaba una coleta pilosa incipiente. Se deshacía entonces en saludos repartidos con suaves apretones de mano para no dañarse el dedo anular donde presumía un sello de oro que engarzaba, decía, un diamante.

         En los inviernos tocaba su cabeza con un sombrero de fieltro negro con el que trataba de imitar los gestos de Bogui en la pantalla. Saludaba llevando los dedos de su mano derecha hasta el ala sombreril y lanzaba el capelo hasta la percha de brazos ovalados enclaustrada en un rincón. Cuando quedaba colgado a la primera intentona daba dos peinetas en redondo sobre sus propios pies y gritaba “sí señor”.

         Era profesor de lengua inglesa. Sólo había puesto los pies en el Reino Unido quince días, los mismos que duró un viaje de estudios cuando celebraron el paso del Ecuador. Jamás aludía a la vida y costumbres británicas y nunca le escuchamos una conversación en inglés.

         Había sido profesor en la escuela de maestros de Ciudad Real después de camelarse a un experimentado cátedro. Tras disfrazarse casi de lord y contar una historia trágica inventada el gerente de aquella Institución le concedió una plaza de profesor contratado. Allí, a lo tonto modorro, trató de escribir una tesis doctoral en la que mezclaba las ideas de Shakespeare con los corrales comedias de la época de Lope, pero como el asunto se complicaba y le exigieron redactarla en inglés se echó para atrás. Acabó como profesor de esa lengua dando tumbos por distintos institutos del territorio español.

         Alguna mañana llegaba a clase vestido con un terno al estilo del príncipe de Gales, un clavel en la solapa y el inefable puro. Llegaba con los ojos desorbitados y enrojecidos por el sueño y la resaca y un olor a ginebra que tumbaba. No se había acostado en toda la noche y había estado de picos pardos alternando con un pederasta que hablaba de los poetas hiperbóreos mientras le miraba de reojo y, si podía, le tocaba el bultito que nuestro Morenito marcaba en la entrepierna.

         El tal sarasa dio un día con sus huesos en la cárcel, seis años después que un efebo encabronado por la ruindad del joto lograse su proceso y condena, acusándolo de monto sadónico en un aventura que mantuvieron en Menorca camuflados al cobijo de una tanca.

         En Ciudad Real, mientras se inventaba la bibliografí inexistente que recomendaba a sus alumnos, conoció a una granadina que ejercía de profesora de Educación física. La andaluza tenía su gracia y su genio. Y, como tiran más dos tetas que dos carretas, nuestro Morenito diz que se enamoró de la prieta de ojos rasgados y, al año siguiente, por los festivales de Cádiz se casó y solicitó traslado a Huelva, la ciudad de los puertos putrefactos, y le perdimos la pista. Se figuró que aquello era el puerto de Santa María y acabaron traicionándole los vientos tarifeños, por los  que no podía salir hasta el mar pues los vapores nauseabundos del astillero le invadían de jamerda sus delicados pulmones.

         Ya por entonces le molestaba el bultito que tan coquetamente marcaba bajo su pantalón tabaco cuando estuvo entre nosotros y que allí, en Huelva, seguía almidonando entre sonrisas azarosas de sus alumnas.

         Aunque aprendió a cantar algunos fandangos y se apuntó a una escuela de sevillanas se fue dando cuenta de que sus facultades fallaban y que su atildado bultito se le hacía miásmico. Después le acudieron los vahídos y mareos. Pensó que era el abuso del tabaco. Consultó con varios médicos y se hizo no sé cuántos análisis de sangre y otros tantos de orina. Llevó un régimen de alimentación que se le hizo bien gravoso pues le impedía hacer su ronda de finos en las tardes onubenses y le entró por fin una tristeza que le condujo a encerrarse en casa.

         Su mujer seguía como un capullo de rosa. Lo miraba con todas las zalamerías que una mora del Albaicín sabe labrar para alzar aquel bultito del que tanto alardeó nuestro amigo.

         Por fin le dijeron que había que extirpar aquel dicho bultito.

         El agonías tuvo que esperar un par de meses con una comezón que le puso malhumorado y pusilánime hasta que lo llevaron al Piramidón madrileño. Él siempre quiso ocupar una suite en una clínica privada pero la técnica quirúrgica aplicada sólo se practicaba en aquel hospital.

         Hasta allí se llegaron la prieta del Albaicín y Morenito, ahora quebrado de color.

         Cuando lo embocaron al quirófano, aterrado por la pavura, dio en pensar que el ínclito bultito que había sido barbilindo entre sus piernas le había trasteado en su faena final.

         Aún le dio tiempo de alisarse el pelo lacio abatido por los flancos, destituido ahora de la gomina que antaño lo amarraba.

         Su mujer se quedó en nada tras los cristales del aséptico lugar. De sus lustrosos ojos morenos y albaicinescos discurría una lágrima envuelta en rímel.

        

miércoles, 19 de abril de 2017

Alfambra. Feria agrícola. En 1932 y 2017.


       Casi al unísono me han saltado hoy dos noticias, en medio del barullo diario de la podredumbre de un día sí y otro también, de tantos hijos de la política que roban, roban y roban, mienten, mienten y mienten, hunden, hunden y hunden a las gentes de buena voluntad y comportamiento ético. (A la pepera Aguirre, Gran Marquesa de la Charca, le siguen saliendo ranas en la idem).
       Tras esa vomitera diaria uno encuentra dos noticias que aún le hacen respirar. Aquí las dejo:
         1.- La convocatoria de la feria ganadera que se va a celebrar dentro de unos día en la localidad de Alfambra. Les adjunto el programa y acudan si les interesa.
             2.- En el mismo lugar, en octubre de 1932, se celebró un concurso de ganados del que se daba noticia en el periódico República del jueves 6 de octubre del mismo año.
         Era un año después de haberse proclamado la Segunda República. Eran momentos de esperanza. En Alfambra se hablaba de levantar el pantano de los Alcamines, se intentaba que se terminara la construcción del ferrocarril de Teruel a Alcañiz, se hablaba de repartir tierras baldías entre los habitantes del lugar, casi todos dedicados a la agricultura. Se hablaba de riegos futuros. Se creía en la esperanza a pesar de las dificultades. 
         Todos estos asuntos quedaban referenciados en periódicos como "El Turia", "La voz de Teruel" o "República" que pueden ser consultados en las hemerotecas actuales.
        Pasados 85 años, por fortuna tenemos democracia, en ocasiones regida por personas pestilentes como se encargan de decirnos los medios de comunicación, aunque algunos con sordinas.  Gracias a esa democracia se pueden organizar ferias agrícolas como las que propone ahora Alfambra, como las que propuso el mismo pueblo en 1932, en aquella incipiente democracia que tan poco duró.
           La noticia que nos ofrece el periódico "República" habla de un concurso de ganadería y nos comunica los nombres de los ganaderos que obtuvieron premio. Miren los apellidos: Castellano, Zaera, Abril, Dobón, Villalba, Martín, Loma, Corella, Julve, Alegre, Crespo.
         Seguramente algunos de los descendientes de los citados acudirán a la cita próxima de la feria agrícola. Lo que no conocerán muchos de ellos es que dos de los citados en el artículo, Niceto Alegre Villalba y Martín Crespo Yago, fueron alcaldes de Alfambra entre 1931 y 1936, justo los años que duró la Segunda República española. Y lo que no sabrán muchos igualmente es que ambos, defensores entre otras obras de construir el tantas veces nombrado pantano de los Alcamines, fueron fusilados a los pocos días de la sublevación militar franquista apoyada por las gentes que se llamaban "de orden".
   Algún día tendremos que hablar, en Alfambra y en otros lugares de la cuenca de ese río, de esas gentes, y de otras, desparecidas en la guerra civil y en la posguerra, todas víctimas. Algún día cercano hablaremos.
     Y nos quedaremos una vez más sin palabras para nombrar a quienes siguen en los terrenos cercanos a las cunetas. Allí están, también, esos dos alcaldes nombrados.

 

Periódico "República". jueves 6 octubre 1932.


martes, 4 de abril de 2017

Relatos de "El Alcamín·. Ardieron, ardieron.



A la entrada de los pueblos. Esta vez en Torrebaja (Teruel). Foto: autor desconocido.





   Y un tiempo después, con la otoñada, fue cuando le pusimos pez de marcar a las ovejas a los maderos colorados y ardió todo el copetín.

   Aún me relamo de gusto.

En cuanto lo nombraron alcalde se ponía la camisa azul y luego, a la salida de misa, se paraba delante de la cruz de los caídos y levantaba el brazo y cantaba al sol igual que nos hacía cantar a nosotros el maestro al entrar y salir todos los días a la escuela.

        Y una mañana le vimos cavando un hoyo cerca del viejo lavadero, en la orilla del amino, casi en la cuneta de la carretera de entrada al pueblo. Habían traído aquel armatoste en un camión y lo habían dejado tirado allí mismo. Buenos maderos tenía, bien ensamblados y remachados el yugo y las flechas con sus buenos tornillos. Los zagales de entonces se llegaban por el lugar y miraban aquello sin parar. Querían subirse hasta arriba escalando los maderos. Y en seguida aparecía Crescencio. Y que se fueran de allí y que se fueran de allí. Y que tuvieran respeto y que se había derramado mucha sangre en España por aquel yugo y aquellas flechas. Que tenían que hacerle caso, que miraran cómo hacían en Puertomingalvo, y en Iglesuela y qué bien se veían resaltando sobre los cinglos de Cantavieja y Villarluengo.

        Y todos los días chino chano iba Crescencio hasta allí.

        En El Alcamín nos fuimos acostumbrando a ver aquella araña despatarrada a la entrada del pueblo. Ya ni le hacíamos caso. Al poco formaba parte del lugar y hasta algunos pensaban que podía servir para sujetar el ventisquero cuando arreciaba el cierzo y sacudía la nieve que entraba en los inviernos por el barranco Carnuzo.

        Y Crescencio un día y otro, y otro y otro, por allí. Con su segur en el sobaco.

        La gente empezó a cansarse de Crescencio. El yugo y las flechas ni les importaban. Ya digo que era como algo más de El Alcamín. Como una piedra o un chopo que de tanto verlos ya uno ni se daban cuenta. Ya los maderos enrojecidos fueron perdiendo color. Ya aquel otoño estaban muy desvencijados y cuando se secaron las malvas alrededor pensé que podían arder bien. Así es que ya entrado noviembre, cuando en El Alcamín menguan las tardes y comienzan los fríos de las noches, preparamos el caldero con pez de marcar a las ovejas. La calentamos en el barranco Carnuzo, debajo de la paridera de Gaspar, hicimos una hoguera hasta que la pez se regaló y nos fuimos para el yugo y las flechas. La noche ya se había echado encima. Y embreamos bien el tronco y luego el yugo y las flechas. Tardamos un buen rato en conseguir que ardiera aquello y hasta tuvimos que echar unas ramas secas arrastradas desde la riera del río. Pero al poco, cuando nos retiramos al otro lado del azud para que no nos viera nadie, las llamas comenzaron a subir y a subir, y como la madera estaba bien seca y ya cuarteada de aquellos años, parecía casi la hoguera de Navidad que ardía en la puerta de la iglesia. En seguida apareció Crescencio y aún intentó echar unos pozales de agua para apagar las llamas, pero a la que se descuidó no quedaba más que un esqueleto negro abrasado.

        Y nosotros con los ojos como platos, agazapados detrás del ribazo de la acequia madre, junto al caseto de el azud.

        Al poco llegó la guardia civil desde Larroya. Y la gente que era cosa de los mozos. Y estos que qué mozos ni qué mozos. Nadie dijo ni mú. Muerto el perro se acabó la rabia.

        Así se quedó durante algunos años. Ya nadie se atrevió a quitar aquel chamusco y ninguno levantó aquel yugo y aquellas flechas. Crescencio siguió con su segur debajo del sobaco. Miraba huidizo y como temeroso. La gente dejó de hacerle el poco caso que le manifestó en sus tiempos de alcalde. Luego, acabó marchando hasta una portería que le habían concedido en no sé qué de Valencia. No duró mucho.

        Cuando lo trajeron aquí no acudieron más que unos pocos a su entierro, con su viuda al frente, machorra ella, echada la mantilla sobre la cabeza, fuina, sin mirar a nadie, con el misal de siempre mugriento y aquel día con un rosario entre las manos.

        No sé ni siquiera dónde está metido. Le puso una cruz su mujer. Ni se enteró cuando a su hermano Robledal le arrearon una multa de cincuenta pesetas porque en el café de Rufino se cagó en el copón bendito y en la hostia en verso, ni cuando las tenazas de la herrería le rompieron la pierna a su madre.

        Ahí está perdido, bien hondo en la tierra. Con la segur debajo del sobaco. Crescencio.

        
                                                
La araña varada.