martes, 26 de noviembre de 2019

Relatos de la gente humilde. Cuando Alfambra era Larroya.


            Corre, corre, Victorcico que te gana Pedrico. 


 

     Era entonces cuando se metieron en el pajar que se convirtió en vivienda, en la parte alta de una casona desvencijada, incrustada en una falla terriza de roja arcilla pegajosa, salpicada de un yeso laminado hecho cristales, junto a las Chozas, al lado de la era del tio Cleto.
            La parte baja la ocupaba la cuadra donde los mulos del labrador más rico del lugar reposaban de sus labores en el tiro y el trabajo terrero. La de arriba daba derecho, por una puerta falsa, a la era donde se trillaba, y allí, en el pajar, les dejaron instalarse, más apretados aún cuando en los veranos se movían los rastros, trillos y torneadores que molían la parva a ritmo cansino.
            Elías, el padre de Pedro, de Víctor y de Teresa, era el sastre de Larroya, de aquel lugar alcaminiano atrapado en el frente de guerra. Allí, en donde en la casa que fue posada hasta hace poco y antes de quienes tuvieron el título de marqueses de la Cañada, se instaló el cuartel general en que el robledo cuerpo de Pasionaria y el espíritu que hacía honor a su nombre, visitó una vez para tratar de insuflar el ánimo necesario a unos soldados que dejaban sus vidas por mor de una causa que creían noble.
            Sastre en los años que siguieron a una guerra fratricida donde el odio aún queda plasmado en el monolito piramidal frente a la iglesia cuyos santos nombres grabados en la piedra se pregonan mutilados por el odio fusilero.
            Sastre en un pueblo sin más recursos que una aguja y un dedal, cosiendo remiendos en pantalones rotos una y otra vez por el desgaste que la propia mies castigaba en las musleras de los segadores.
            Sastre en la confección de los pocos trajes de pana negra rayada que se hacían los más pobres cuando la boda, y quizás alguno más pudiente de otra pana aterciopelada, la misma que utilizaba para vestir a los muertos de cuerpo presente, cuando les tomaba las medidas antes de amortajarlos con esa misma vestimenta de por y nunca quitar con que se marchaban engullidos bajo la tierra calcinosa al lado de la fuente del Saúco.
            Sastre había sido antes de la guerra, yendo de un pueblo a otro de la orilla del Larroya, siempre sentado sobre las angarillas, sobre las pulseras del carro, tirado por la burra tordilla que le aparejaba Teresa.

            Elías no podía moverse con su andar deforme. Atrofiadas las rodillas, se daba trompicones, imposible andar derecho, haciendo imposible la posición estable, angustiosa, cuando no tenía más remedio que ir a tomar las medidas de brazos, piernas, cinturas y aun papadas de  quienes antes de la masacre cainita podían mercarse una capa diseñada para el evento de su boda.
            Su cojera la heredaron sus hijos varones. Caminaban a trompicones como su padre, agazapados como conejos. Y la zagalada les lanzaba aquel corre, corre Victorcico que te gana Pedrico. Y trompazo va, y trompazo viene.


 Su hija Teresa había amanecido desde el primer día tan tiesa como su madre. Y era ella quien llevaba a sus hermanos Víctor y Pedro metidos en el cuévano mimbrero sobre el carretillo, la burbuja discurrida hoy sobre el cable de acero que ahora trasporta a Victorio y Pietro hasta la exposición cartujana sobre el lecho del Guadalquivir hispalense.
            A Víctor le atraía con pasión trazar rayas sobre el Catón en el que aprendió a leer. Llenó de monigotes todas las márgenes del libro y así quedaron sangradas de figurines todas sus páginas, con sus mismas manos de otra sangre castigadas por el puntero manejado con destreza por un maestro de tripa hinchada y habla ceceante, aficionado a las buenas morcillas de las matanzas gorrineras, quien le sacudía un día y dos también por causa de aquellos primeros diseños que el docente llamaba mamarrachos.
            Pedro se las ingeniaba con las piernas calcadas de las de su hermano mayor, idénticas a las heredadas del padre, para ganarles todas las canicas arcillosas a los demás zagales de la escuela. Arrastrado por el suelo tenía facilidad para introducir la bola en el hoyo que le sirvió para superar los pares de los campos de golf que hoy holla calzado con blancos zapatos claveteados.
            Teresa era un ser anónimo a quien nadie hacía caso, ni siquiera considerada por la pulcritud con que bordaba sobre el bastidor en las tardes escolares, la actividad a que fueron condenadas las primeras hornadas de proyectos adolescentes en la posguerra alcaminiana de Larroya.
            Un verano en que la cosecha vino mejor y el pajar se llenó de sacos de trigo almacenado por el propietario de la era Elías y su familia se fueron reduciendo en su pajizo habitáculo y, sin que se enteraran las gentes del pueblo, vendió carro y burra, únicas propiedades y medio de locomoción necesario en su tomar medida para la confección de los trajes de pana, y, ayudado por su mujer, se subió al autobús rojo y gualda que le llevó con su tribu a rastas hasta una callejuela cercana a las ramblas barcelonesas, donde un taller de confección le ofreció trabajo y un más que magro jornal.
            De la salida del pueblo no supo más que el tio Cachaza, ya viudo tras la muerte repentina de su mujer, quien, de cuando en cuando después de terminada la trilla, intercambiaba con Elías unas hanegas de centeno por algunos pantalones cosidos para su media docena de hijos sin madre. En ocasiones Teresa también echaba una mano en su casa, cuando llegaban los tiempos de la matanza y las azarosas prisas morcilleras.
            En ocasiones se veía al propio Elías segar, arrastrado, las hierbas de los ribazos, las avenas locas de las cunetas, los lechecinos de junto al comunero que distribuía las aguas del riego, cargando luego todo, mal que bien, sobre el carro tirado por la burra, mientras Teresa quitaba las malas hierbas crecidas entre las remolachas y los patatares que en forma de costales echaba a su espalda hasta el carro.



Víctor se acuerda ahora, sumergido en la burbuja con aire acondicionado, mientras vuela sobre el Guadalquivir, de sus primeros diseños sobre maniquíes antes de su aprendizaje barcelonés, mientras duraba la larga y sufrida secuencia de las intervenciones quirúrgicas dolorosas a las que se sometió junto a su hermano en la clínica de la ciudad condal.
            Las mazorcas espigadas que su madre y hermana traían cuando en las mañanas del verano ya empezaba a picar el sol de fuego en alto y las tábanos sembraban su constante zumbar entre la cuadra y el pajar, le servían a él para convertirlas en maniquíes vestidos con las talegas vacías de los granos.
            Su madre y hermana, al volver del espigueo de los secanos, aporreban los granos sobre un trillo despedrado y los recogían luego en las propias haldas para ir guardándolas en el arca.
            Víctor pedía que le guardasen aquel abultado puñado de cañotes sin grano y formaba su bálago. Sudaba la gota gorda para trenzar de una u otra manera dándole cuerpo a la tiesa paja, conseguía moldear un cuerpo humano y luego  lo vestía con los sacos talegos, con el deseo de dar un tijeretazo aquí o allá, imposible de producir por no romper los envases de los granos que luego llenaría el dueño del pajar.
            Aun entonces, cuando se quedaban hinchados, tripudos en su almacén móvil, volvía a ellos y dibujaba en sus panzas figurines con clariones de las obras que luego borraba con el brazo para no llevarse un buen rapapolvo, o iba lijando con afilados tejos desportillados las tizas sustraídas de la escuela, convertidas una vez más en figuras humanas que no eran más que maniquíes vestidos en su relieve tiznado.
            Mientras mira Triana, al otro lado de la torre del Oro, recuerda a su silenciosa hermana Teresa en el autobús rojo y gualda, la preocupación del padre y la madre que había dejado su máquina de coser en prenda pagada a una hija del tio Cachaza, y aterrizaron los más pequeños en la escuela, y Teresa entró como aprendiza en la fábrica de tejidos donde sus padres cosían y cosían prendas de vestir de diseño industrial, sin necesidad de dar impulso con las piernas imposibles de Elías y la pasión que Teresa imprimía a los recios trajes de pana rayada dejados en Larroya, en el pajar que fue su hogar, junto a la Puentecilla por donde se sumergían los barros rojizos con la arcilla que las rambladas arrastraban.
            Los buenos años antes de la caída de las fábricas textiles de la depresión ofrecieron puestos de trabajo a los dos hermanos al poco de cumplir cada quien los catorce. Primero entró a trabajar Victor, el mayor, en las mismas máquinas sobre las que cosía su padre. Al cabo de dos años Pedro, que siempre presentó en la escuela mejores trazas que su hermano para eso de las letras. Ocupó un puesto en la oficina por donde arrastraba su cojera.
            Víctor seguía trazando rayas sobre la misma mesa desde la que iba alimentando las telas para confeccionar los trajes en serie, monigotes punzados, diseños que no pasaron sin interés por quienes querían situar la fábrica en lugares punteros de la industria costurera.
            Ya en el departamento de diseño aprendió de los más veteranos y ofreció con prudente humildad aquellas figuraciones que su imaginación trazaba.
            Fue al cumplir los veinte cuando se decidió a acudir a una clínica para que le corrigieran las malformaciones óseas que aquejaban a los dos hermanos, cada día más dolorosas en su maltrecho cuerpo.           
            Más de alguna lágrima amarga le resbaló con dolor por sus mejillas. Al cabo de seis meses ya se tenía en pie y comenzaba a andar y al poco comenzó a dar paseos por las calles del barrio gótico. 


            Por mor de andar y andar se empapó de los saberes de las piedras de la catedral, cuando hablaba con los picapedreros instalados en los bajos de la Sagrada Familia y con el loco cuerdo que habitaba entre los difíciles equilibrios de los chapiteles que él mismo esculpía. Por aquellos lugares comenzó con las muestras modernistas del paseo de Gracia. Fue cuando comenzó a imaginar las telas con los motivos de los cuadros admirados de los colores picassianos y los desmayados objetos del astifino bigotes figuerense, de las figuraciones de Tapies y del joven Mariscal, y cuando se puso a leer tratados de arte que concretaba en las piezas de la industria del tejido.
            Al poco, aún con bastones, le dio por recorrer Montjuich desde la misma base de las Atarazanas, desde el cementerio que mira al mar y pensó la historia reciente entre los muros de la fortaleza slpicada en sangre.
            Los domingos ascendía andando hasta el Tibidabo y desde allí, mientras miraba la ciudad a sus pies, soñaba los silencios entretejidos de telas soleadas.
            Eligió Menorca, y casi sin proponérselo, comenzó la aventura que llevó a Teresa y Pedro rehabilitado con una ligera cojera que le quedará de por vida.
            Con los ahorros temporeros en lo que fue cueva albergadora de faluchos menorquines, invertidos luego en almacenes ya con venta directa y tiendas abiertas en Ciudadela, Mahón y la cala de Fornells, además de los envíos a las franquicias montadas en Palma y en el enclave de la vila vieja de Ibiza, decidieron dar el salto e instalarse ya etiquetados como Victorio and Pietro en Barcelona.
            Habían pasado los años y los eventos olímpicos y la exposición universal hispalense se acercaba. Consiguieron entrar en los circuitos comerciales, inauguraron colecciones sobre pasarelas con modelos que lucían exclusivos vestidos. Tiendas en Italia acogieron sus modelos y los premios les llegaron desde los comercios parisinos.
            Sevilla fue un atractivo desafío para la imaginación de Víctor dos años antes de este mismo día en que circula cruzando el Guadalquivir protegido por Triana y la Maestranza. Había llegado hasta la tierra de María Santísima atravesando los campos de Jaén, se había detenido antes sobre la alcazaba natural que supone el peñasco de Cazorla, admiró desde aquel minarete el vasto traje de faralaes que visten las faldas de las blanquecinas lomas jienenses cubiertas por las notas verdes de sus olivos. Por Baeza y sus viejas casas y palacios en su canto a la belleza fue atrapado mientras se ponía el sol tras la sierra de Mágina y la salida, sobre Antequera, hacía resaltar aún más la peña de los Enamorados.
 Atrapó, entre sus ojos de mirar suave, los colores que luego fueron traspasados por la punzada que le causó el dolor popular en la exaltación de la saeta expresada por el canto roto de un gitano, mientras cruzaba el Cachorro el puente de Triana en un viernes santo sangrado por el sol poniente.
            Con aquella visión irisada soñó que iba a ganar el concurso para diseñar y producir en su industria la vestimenta de cuantos empleados, en sus diversos trabajos, ocuparían por unos meses la atención mundial.
            El trabajo farbril se convirtió en fiebre de producción sin paro. Cumplieron los plazos del trabajo. La empresa Victorio and Pietro había alcanzado su punto álgido, la universal exposición se inauguraba y esta mañana soñada de un octubre histórico Víctor recuerda el cuévano trenzado con mimbres en donde su hermana Teresa lo llevaba junto a Pedro a la escuela, allá en su Larroya arcillosa, mientras se desliza en la burbuja aséptica volando hacia la Cartuja.

   Corre, corre Victorcico que te gana Pedrico.

           
           
           
           
           
           

lunes, 18 de noviembre de 2019

Relatos de la gente humilde. "Mena, Miguel, mena".





               Desde que está con nosotros duerme a cubierto. Muchas veces hay que traerlo al medio día para que deje la azada, entre y coma algo que le mantenga en pie. Se olvida mientras mira las torres y repite una y otra vez ese mena, Miguel, mena que usted ha escuchado cuando seguía el camino entre los olmos antes de llegar aquí.
            Continuó diciendo que se queda absorto, arrebolado por el sol de la tarde, mirando los reflejos que ofrecen los mosaicos vidriados de la torre de san Martín.
            Me alegro, proseguía la monja de la Caridad, de que alguien nos pueda facilitar noticias sobre su persona. Ni siquiera conocemos su nombre. Hemos venido a llamarle Miguel porque no para de repetir una y mil veces, todos los días y en sus insomnios ese mena, Miguel, mena con que enerva a algún acogido de los que aquí tenemos.
            Siguió contando que llevaba ya dos años desde que una tarde en que nevaba de mala raza lo trajeron los municipales famélico y con algún tarantán congelado en los dedos sarmentosos de sus manos.
                                                           

            Pasaba las noches cobijado en el arco apuntado que sostiene la torre de san Martín, allí donde desciende la Andaquilla camino del Guadalbo, junto al rincón en que mean los abuelos cuando vuelven de sus paseos por el Óvalo y la estación en busca del cobijo de los porches de la plaza Bostauro.
            Allí fue donde lo vi por primera. Era ya cuando la tarde devenía en noche de la Navidad pasada. El centro de Turba era un desierto donde resonaban mis propios pasos solitarios en el andar bajo los porches de la plaza de Bostauro. Había dejado por unos momentos la soledad en compañía de mi padre, ingresado, como ahora, por un acceso de asma que lo atrapaba. Buscaba en silencio apaciguar mis tensiones acumuladas en los días de finales de diciembre entre las paredes de la habitación de aislamiento donde estaba internado en el hospital, junto al centro de acogida para ancianos desamparados, enfermos y desechos de cerebros naufragados entre los que se encontraba el padre de Miguel.
            Me tendió entonces su mano temblorosa y en ella deposité una de las tabletas de turrón con que quería obsequiar a las monjas que atendían a mi padre.
            Ese día, comentaba la monja, se había escapado. En los momentos más inesperados desaparece. No sabemos por qué. Luego, por la noche, acude. Desde entonces, desde que llegó, se encarga, sin que nadie se lo haya dicho, de cavar en los inviernos el huerto, de preparar el terreno con fiemo que consigue en la granja de al lado, de sembrarlo y de traernos luego las hortalizas sazonadas que utilizamos en nuestros pucheros.
            Pero tenemos que dejarlo siempre a su aire. Nunca nos ha fallado en estos dos, casi tres años. Tampoco conseguimos hablar con él. Se comunica con monosílabos, con silencios o con alguna sonrisa con que cambia por completo la expresión de su cara cetrina.
            El médico ha arrojado la toalla en sus sesiones de terapia. Ni uno ni otros hemos conseguido sacar nada de él. Sólo su trabajo solitario en el huerto, sus ausencias de cuando en cuando hasta esa torre y su mirada ensimismada en la tarde, sujeto el mango de la azada entre sus manos, mientras contempla embelesado el iris del sol poniente sobre la cerámica vidriada de la torre de san Martín.
           
                                                                      

            Fue entonces cuando memorié el poco tiempo que Miguel estuvo entre nosotros.
            Debíamos andar por los ocho o nueve años, aunque es posible que él tuviera alguno más, pues con los tumbos que había llevado antes de llegar a El Alcamín perdió algunos años sin acudir a la escuela.
            No sabíamos de su existencia porque ninguno de nosotros había salido nunca del pueblo ni viajado por la carretera que llevaba desde Larroya hasta Manzanal. Era por allí, hacia la mitad de un lugar y otro donde, se encontraba solitaria la casilla del peón caminero que era su padre.
            El hombre bajaba cada quince días buscando el paso sobre las lascas del barranco Carnuzo, junto al viejo burro enjalbegado. En un jubón llevaba la masa de harina y en el otro la leña para el horno. Venía a cocer el pan y nosotros en ocasiones lo mirábamos detrás de los cristales mientras esperábamos para leer el Catón. Subía la cuesta hasta el horno tirando del ronzal al tordillo que lo seguía cansino.
            No sabíamos nada más. Ni siquiera si había algunas gentes más allí, en la casilla caminera.
            Pero casi al finalizar el curso, cuando ya comenzaban los calores, Miguel apareció con su padre con el burro cargado con una mesa y un par de sillas, además de unas mantas atadas con sojas sujetando otros trastos. Se instalaron en el abandonado pajar del tio Pilaro, a la salida del pueblo. Fue donde se quedaron a vivir, en la era que había servido para extender la parva en los días de la trilla. Fue allí donde el padre de Miguel comenzó a trenzar las sogas del cáñamo con las que quiso vivir dejando el trabajo de arreglar los caminos. Y fue entonces cuando ya le pusimos el mote para siempre de Soguero.
            El tio Soguero, el padre de Miguel, ese mismo hombre que ahora observo desde la ventana de la habitación en donde el mío respira con la dificultad pedregosa impuesta por el asma, en muy pocos días limpió la era, instaló una rueda de madera convertida en rueca en la que devanaba el cáñamo y comenzó su trabajo de soguero.
            Había estado un tiempo, cuando aún andaba de caminero, preparando el cáñamo, adobándolo en las pequeñas lagunas del tio Constantino, secándolo luego con los vientos de la primavera y llevándolo hasta el horno donde una vez tostado sobre las piedras lajas lo agramó hasta que se deshizo en fibras almacenadas en el mismo pajar que ocupaba como vivienda con su hijo.
            Una vez allí se ataba unos puñados del áspero cáñamo a la cintura y tomaba una brizna que enganchaba en la rueca movida por Miguel. Un día y otro, desde la mañana hasta que se ponía el sol, andaban uno a la rueca y otro trenzando lento, soltando entre sus dedos el cáñamo retorcido en hilos formados con aquellas fibras, mientras caminaba de espaldas hasta el final de la era donde sobre una horquilla clavada en el suelo ataba los cabos. Cada paso atrás miraba la rueca y de cuando en cuando decía a si hijo mena, Miguel, mena.
            En las tardes lo repetía con más frecuencia a medida que Miguel iba entrando en el cansancio. Poco a poco los brazos de Miguel flaqueban sobre la rueca mientras su padre alimentaba con sus manos sangradas por la quemazón cañamera los hilos que aumentaban de grosor, convertidos luego en cuerdas y sogas que servirían para sujetar los bálagos a la hora del acarreo o los haces de los alfalfes cuando vinieran los siegos.
            Aquel verano pasamos muchos ratos con Miguel y aún nos dejaba que le diéramos vueltas al manubrio de la rueca. Ya era uno más entre nosotros y se incorporó a la lectura del Catón y a la rueda en torno a la estufa donde nos calentábamos las manos escolares.
                                                                



            Cuando llegaron las vacaciones de la Navidad de aquel año todo se acabó y se terminaron Miguel y su padre y el taller soguero se quedó varado para siempre. Con los hielos de aquel enero quedó paralizada la rueca, el pajar y los trenzados de cáñamo y hasta que al constructor que le dio por levantar unas casas adosadas aún había quien afirmaba que en El Alcamín, de cuando en cuando, giraba la rueca y que en las noches sanjuaneras devanaba sóla y gemía solitaria y llena de telarañas, habitada por murciélagos, sin atreverse nadie a tocarla desde la tarde de las vacaciones navideñas en que Miguel, entumecido por el frío, agarró la soga que iba trenzando su padre. Se frotaba las manos y las piernas con el trenzado cañamero y aún acercaba su cara enrojecida y combatía los sabañones de sus orejas. En un cansino descuido quedó atrapada su mano y su brazo y hasta su cuello entre las torceduras de la rueca y las cuerdas trenzadas con las manos lejanas de su madre que proseguía con aquel mena, Miguel, mena.
            Ya entonces las tinieblas de la noche cerraban la tarde. Miguel fue engullido entre las cuatro cuerdas de la última soga y quedó atrapado entre los dogales sujetados por las manos encallecidas y quemadas por el mismo cáñamo agramado por su padre que seguía y seguía con aquel mena, Miguel, mena, cuando ya la rueda se había detenido y ya se llegaba corriendo hasta donde Miguel quedó ronzado para siempre, ahogado por las mismas sogas del cáñamo que iba a salvar a la familia.
                                                          


            Desde aquel día hasta hoy se había hecho el vacío de la nada alrededor del padre de Miguel. Alguna vez supe que se echó hacia el sur al poco de la muerte de su hijo, que pasó temporadas recogiendo naranjas en la zona de la Plana, que se enroló en un barco a la pesca del bacalao, que anduvo fabricando juguetes en las fábricas de Ibi, que extrajo petróleo en los pozos iraníes, que se sumergió en las galerías de las minas bercianas.
            Pero todo eran noticias sueltas que de cuando en cuando llegaban a El Alcamín hasta que debajo del arco de ojiva que sostiene la torre de san Martín, allí donde se llega la Andaquilla, junto al lugar en que los viejos sueltan la meada, le entregué una tableta de turrón, confundido con el indigente que aterrizó en este hospicio de los barrenados, quienes miran los barrotes mientras él, loco y cuerdo, hinca la laja una y otra vez y repite ensimismado mena, Miguel, mena.
           

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Otoñada en Orrios. Ribera del Alfambra.


Tiempo de espera. Silencio en el camino entre los chopos y algún labrantío. 



La lluvia amarilla desliza los hojas por el río.      

Poco a poco los chopos de la ribera serán esqueletos leñeros.
El camino alfombrado me conduce hasta el lugar, allá al fondo, frente a la tarde.
Agua para el erial. El Alfambra.
La noguera, señora recia, desafía a los chopos.
El bastón, la cesta con las setas, un puñao de nueces, las manzanas reinetas. Los frutos del otoño.
La casa, las últimas rosas y al fondo la biblioteca.
Un rincón de la biblioteca. Refugio sereno.