A la entrada de los pueblos. Esta vez en Torrebaja (Teruel). Foto: autor desconocido. |
Y un tiempo después, con la otoñada, fue
cuando le pusimos pez de marcar a las ovejas a los maderos colorados y ardió
todo el copetín.
Aún me relamo de gusto.
En
cuanto lo nombraron alcalde se ponía la camisa azul y luego, a la salida de
misa, se paraba delante de la cruz de los caídos y levantaba el brazo y cantaba
al sol igual que nos hacía cantar a nosotros el maestro al entrar y salir todos
los días a la escuela.
Y una mañana le vimos cavando un hoyo
cerca del viejo lavadero, en la orilla del amino, casi en la cuneta de la
carretera de entrada al pueblo. Habían traído aquel armatoste en un camión y lo
habían dejado tirado allí mismo. Buenos maderos tenía, bien ensamblados y
remachados el yugo y las flechas con sus buenos tornillos. Los zagales de
entonces se llegaban por el lugar y miraban aquello sin parar. Querían subirse
hasta arriba escalando los maderos. Y en seguida aparecía Crescencio. Y que se
fueran de allí y que se fueran de allí. Y que tuvieran respeto y que se había
derramado mucha sangre en España por aquel yugo y aquellas flechas. Que tenían
que hacerle caso, que miraran cómo hacían en Puertomingalvo, y en Iglesuela y
qué bien se veían resaltando sobre los cinglos de Cantavieja y Villarluengo.
Y todos los días chino chano iba
Crescencio hasta allí.
En El Alcamín nos fuimos acostumbrando a
ver aquella araña despatarrada a la entrada del pueblo. Ya ni le hacíamos caso.
Al poco formaba parte del lugar y hasta algunos pensaban que podía servir para
sujetar el ventisquero cuando arreciaba el cierzo y sacudía la nieve que
entraba en los inviernos por el barranco Carnuzo.
Y Crescencio un día y otro, y otro y
otro, por allí. Con su segur en el sobaco.
La gente empezó a cansarse de Crescencio.
El yugo y las flechas ni les importaban. Ya digo que era como algo más de El
Alcamín. Como una piedra o un chopo que de tanto verlos ya uno ni se daban
cuenta. Ya los maderos enrojecidos fueron perdiendo color. Ya aquel otoño
estaban muy desvencijados y cuando se secaron las malvas alrededor pensé que podían
arder bien. Así es que ya entrado noviembre, cuando en El Alcamín menguan las
tardes y comienzan los fríos de las noches, preparamos el caldero con pez de
marcar a las ovejas. La calentamos en el barranco Carnuzo, debajo de la
paridera de Gaspar, hicimos una hoguera hasta que la pez se regaló y nos fuimos
para el yugo y las flechas. La noche ya se había echado encima. Y embreamos
bien el tronco y luego el yugo y las flechas. Tardamos un buen rato en
conseguir que ardiera aquello y hasta tuvimos que echar unas ramas secas
arrastradas desde la riera del río. Pero al poco, cuando nos retiramos al otro
lado del azud para que no nos viera nadie, las llamas comenzaron a subir y a
subir, y como la madera estaba bien seca y ya cuarteada de aquellos años,
parecía casi la hoguera de Navidad que ardía en la puerta de la iglesia. En
seguida apareció Crescencio y aún intentó echar unos pozales de agua para
apagar las llamas, pero a la que se descuidó no quedaba más que un esqueleto
negro abrasado.
Y nosotros con los ojos como platos,
agazapados detrás del ribazo de la acequia madre, junto al caseto de el azud.
Al poco llegó la guardia civil desde
Larroya. Y la gente que era cosa de los mozos. Y estos que qué mozos ni qué
mozos. Nadie dijo ni mú. Muerto el perro se acabó la rabia.
Así se quedó durante algunos años. Ya
nadie se atrevió a quitar aquel chamusco y ninguno levantó aquel yugo y aquellas
flechas. Crescencio siguió con su segur debajo del sobaco. Miraba huidizo y
como temeroso. La gente dejó de hacerle el poco caso que le manifestó en sus
tiempos de alcalde. Luego, acabó marchando hasta una portería que le habían
concedido en no sé qué de Valencia. No duró mucho.
Cuando lo trajeron aquí no acudieron más
que unos pocos a su entierro, con su viuda al frente, machorra ella, echada la mantilla sobre
la cabeza, fuina, sin mirar a nadie, con el misal de siempre mugriento y aquel
día con un rosario entre las manos.
No sé ni siquiera dónde está metido. Le
puso una cruz su mujer. Ni se enteró cuando a su hermano Robledal le arrearon una
multa de cincuenta pesetas porque en el café de Rufino se cagó en el copón
bendito y en la hostia en verso, ni cuando las tenazas de la herrería le
rompieron la pierna a su madre.
Ahí está perdido, bien hondo en la
tierra. Con la segur debajo del sobaco. Crescencio.
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