Flechas y pelayos.-
Niños de Orrios. De gala al poco de la guerra. Fotógrafo anónimo. |
Ahí están. En la puerta de su casa.
Vestidos de gala. De gala, sí. Con el pelo rapado. Por lo de los piojos. Preparados
para asistir a la misa del domingo. Con la camisa blanca. Con el pantalón
corto. Con alpargatas recién estrenadas. El otro más pincho que un ocho. Con
camisa azul falange. Toda bolsillos. Con pantalón tobillero. Los dos
cingulados. Terciados por el correaje. Prietas las filas. Quietos. Firmes las
piernas. Entre asustados y resignados.
Pocos días antes se corrió la voz de que
la guerra había terminado. No oyó nadie en el pueblo el parte de guerra.
Ninguno tenía entonces una radio. El maestro había leído un papel en alto,
delante de la puerta de la iglesia. Había dicho: “Cautivo y desarmado el
ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado los últimos objetivos.
Españoles, la guerra ha terminado”.
Estos dos zagalejos eran los hijos de quien
pusieron de Alcalde aquellos días. Su casa era rica: un par de mulas y un macho
cansino que andaba de puntero. Por eso, aunque con piojos, tienen la cara
redondeada. No les había faltado de unos meses aquí la comida. Ya saben, un
perol de sopas de ajo para el desayuno, patatas cocidas revueltas con grasa del
cerdo del último matapuerco o alubias pedorreras alguna vez para mediodía y, de
cuando en cuando, una tajada de tocino frita de la conserva en las tinajas. Berzas,
girasoles rastreros, camarrojas recogidas entre los cardos por la noche antes
de irse a la cama.
Eran los pudientes. Los demás coles, nabos,
alguna remolacha, una liebre cazada al lazo, algún topo atrapado entre los
caños de agua que daban al río. Y piojos, ladillas, como todos. Y juntos cantando, antes y después de salir
de la escuela aquel “Cara al sol” aunque hubiera niebla. Y qué era aquello de
impasible y el ademán aquel que debía ser ruso cuando en España empezaba a
amanecer. Todos éramos flechas y todos éramos pelayos en Orrios, y todos
sabíamos de Viriato, de Don Pelayo, de el Cid Campeador, y de Franco. Ay madre
si sabíamos de Franco. Más que Dios.
Al poco, en la entrada del pueblo, pasado
el puente del río, a la derecha, clavaron unas flechas y un yugo que las
amarraba, rojas como la sangre coagulada cuando mataban a los puercos. Y allí
nos hacían ir también de cuando en cuando. Y nos decían que no tocáramos aquellos
maderos recios, altos, bien plantados, que se nos antojaban gigantes. Fuimos
sabiendo que estaban a la entrada de todos los pueblos.
Pasaron los años y aquellos leños, como
una araña gigantesca, me los encontré en Madrid, en plena calle de Alcalá,
cuando teníamos que ir a aquel lugar, sede del Ministerio de Educación Nacional,
a llorar para poder mamar un poco y conseguir algún pupitre, alguna mesa,
alguna pizarra que no nos llegaba hasta entonces porque había que tener “enchufe”
con el secretario del secretario de turno a la hora de distribuir la miseria
escolar. Había reinado allí el gran gerifalte ministro a quien habían nacido en
el pueblo de Valbona, aquel José Ibáñez Martín de infausta memoria, quien
arrambló con todos los docentes en una depuración obscena, lujuriosa y malvada, quien mantuvo hasta
hace cuatro días el nombre del Instituto turolense ahora llamado “Vega del
Turia”.
Vuelvo a Madrid muchos años después. La
Gran Vía aún está sucia. Los últimos años no han sido muy limpios que digamos.
Aún queda gente malhumorada. Las babas invaden las aceras. Como chicles
pegagosos. Por el seco Manzanares baja un submarino cargado de borrachos, todos
aguirreanos, envueltos en un capote grana. Embisten a toro pasado.
“Ay Carmena, ay Carmena”
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