martes, 26 de junio de 2018

Conversaciones en Orrios. 2




              Las “Conversaciones en Orrios” nos desbordaron el año pasado con el número de asistentes.

            Volvemos de nuevo para conversar y aportar documentación fidedigna referida ahora, en primer lugar el día 4 de agosto próximo, al origen del movimiento obrero en algunos pueblos y en la capital de Teruel.

            Todas las personas que fueron protagonistas de este movimiento obrero acabaron asesinadas en los primeros días de la sublevación franquista, condenadas en juicios sumarísimos terminaron fusilados y, en el mejor de los casos, padecieron condenas de cárcel y marginación social.

            Uno de ellos fue Ángel Sánchez Batea, socialista, fundador de la U.G.T. y de la Casa del Pueblo de Teruel.

            Conoceremos su vida y nos acompañará su hijo Jaurés, joven de noventa años.

            Y el día 5, domingo, lo dedicaremos a conversar, también con rigurosos aportes documentales, acerca de la actuación de la Iglesia católica que, sin duda, ha marcado la vida de muchas generaciones turolenses.

            Un ejemplo concreto a estudiar será el caso de Alfambra y la influencia que tuvo en su población el cura-arcipreste que en este lugar ejerció entre 1945-50.

………….

            Es importante confirmar la asistencia dado el problema de aforo que tuvimos el año pasado.

………….

            Aquí queda la convocatoria.

lunes, 18 de junio de 2018

Teruel. Guerra civil. Rosario Calvé Navarrete, la cacagüera. Humillaciones. Torturas. Fusilamientos

Conchita Pueyo, Preso en la cárcel me tienen

https://www.youtube.com/watch?v=US0j_yIiTKo
19 abr. 2014 - Subido por elmesmi
"Conchita Pueyo (1922-2002). Personalísima cantadora de jota aragonesa que alcanzó justa ...



Original en AJTMZ. (Archivo juzgado togado militar de Zaragoza)


              Las humillaciones, las torturas, los vergarazos, las palizas, las purgas continuadas de aceite de ricino hicieron que el cuerpo destrozado de aquella Rosario Calvé Navarrete, conocida como “la cacagüera” fuese arrastrado hasta la misma puerta de la cárcel de Santa Clara, en la ciudad de Valencia.

            A rastras llegó hasta el maloliente cauce del río Turia que pasaba por el puente de madera, donde se refugió entre los tratantes gitanos enfrascados en la venta de las caballerías y los burros llenos de mataduras adornados con cabezadas repujadas.

            Le llamaban la cacagüera porque vendía cacahuetes en los soportales de la plaza de El Torico.

            Cargaba al hombro un saco y se sentaba sobre el pelote de madera mientras cobijaba el saco de los cacahuetes que vendía en unas medidas de corcho talladas a navaja.

            Por aquella esquina, justo donde arrancaba la calle de El Tozal, pasaban una vez y otras los habitantes de Teruel mientras caminaban de un lado a otro. Por las mañanas se llegaban las gentes de los pueblos con sus fajas y toquillas, arrastrando alpargatas y albarcas a la busca de alguna tela en casa de Ferrán o herramientas de trabajo o sal para las ovejas en los colmados de Asensio. Todos conocían a la cacagüera y raro era quien no le comprara algún puñado de cacahuetes tostados para llevarles a los zagales que quedaron en el pueblo.

            También la conocían, y mucho, aquellos parroquianos que iban y venían del Ayuntamiento a la Catedral, del Casino a la iglesia del Salvador, se llegaban hasta el Óvalo y el mirador de la Escalinata hacía poco construida. Eran las gentes del sombrero y de los dijes que sujetaban el reloj sobre el bolsillo del chaleco.

            Todo el mundo la conocía en Teruel y ella sabía de todos, de sus dimes y diretes, de sus negocios y chanchullos, de sus intereses, de sus aficiones, de sus ideas y acciones, de sus asentaderas de siempre y de la clerigalia más rancia.

            Era más pobre que las ratas. Su marido se enganchaba a trabajar acarreando leña en los inviernos y dándole a la siega en los veranos, o a lo le que salía o dejaban caer los que más tenían. Sus cuatro hijos tan pequeños que cabían debajo de una teja tenían siempre las tripas rayadas por la riña del hambre.

            Ya en los primeros días siguientes a aquel sanguinario 18 de julio de 1936 Arcadio Muñoz, su marido, fue llevado a la cárcel. Allí estuvo hasta enero de 1938 donde al tiempo fue a parar la propia Rosario. Hasta que unos milicianos abrieron las puertas y comenzó aquella evacuación de gentes desperdigadas entre los hielos de los días atizados de bombardeos.

            Hasta  marzo de 1939 estuvo mal viviendo en los refugios de Valencia. Su boca, en ocasiones lenguaraz, le llevó a la denuncia ante tribunales populares de las mismas gentes  que bien conocía en aquellos días de venta ambulante y del maltrato que le dieron a ella, a su marido y a sus hijos.

     Por eso los señoritos pijaitos falangistas de Teruel, recién salidos del penal de San Miguel de los Reyes, la detuvieron y entregaron a la brigada social para que pasara por sus "diligencias" donde unos días antes de que fuese a parar al cauce del Turia tuvo que firmar una declaración en la entre muchas cosas más “impulsada por un sentimiento de venganza innoble y ruin, juró hacer todo cuanto daño fuera posible a la causa de la Patria no descansando ni un solo instante en servir a lo que representaba la Antigua España, y en efecto, en cuanto los marxistas entraron en Teruel se puso en contacto con los dirigentes de la horda ofreciéndoles su persona y servicios que por su perfecto conocimiento de las personas de orden, que no pudieron eludir la tiranía roja, habían de ser inmejorables ya que nadie como ella por ser vendedora ambulante, conocía la posición ideológica de los que no habían podido ser evacuados…”

       Así se dice en aquella causa abierta como Consejo de guerra sumarísimo instruída por el tribunal número dos de Teruel, radicado en Valencia, que se abre en abril de 1939.  Así se dice y así se escribe, pese a que también se dice, y también se repite, que Rosario era analfabeta y bien que se la desprecia como se precian de repetir una y otra vez.

            Un falangista melillense, devenido durante la guerra en teniente de infantería de nombre Antonio Rodríguez Pineda, es erigido en juez instructor de una causa abierta contra catorce personas cuya finalidad esencial es convertir al socialista Ángel Sánchez Batea -a quien los mismos sublevados mataron a su mujer y a su hija de diecisiete años- en diabólico ser perverso, culpable de todos los crímenes cometidos en Teruel y sus alrededores.

            Para ello el nominado juez instructor solicita y consigue, de inmediato y ya, a los agentes torturadores antecesores y maestros de Bili el Niño, llamados Ginés, Ferrer y Herrero para que consigan con sus humillaciones, palizas, vergarazos y brebaje de ricino la declaración inculpatoria de unos de los catorce contra los otros también catorce.

        Dos de ellos no llegaron a la farsa del juicio de octubre de 1942. Se quedaron en el camino sin sentido de las “diligencias”. Aún así firmaron la enrevesada prosa redactada por el teniente melillense convertida en un puro dislate falangista.

            Ángel Sánchez Batea, a quien llamaban el Obispo, fue el único a quien no consiguieron doblegar con su firma acusatoria. Lo dejaron en el camino hacia su matanza cojo, sordo, tuberculoso y medio muerto, pero no firmó.

         
Informe de la encargada de los servicios. AJTMZ.
   A Rosario, cuando la tiraron la calle, la dejaron en “prisión atenuada”, tullida, destrozadas sus piernas y con una diarrea crónica. Por eso la monja “sor Pilar Colomer, Encargada de los Servicios del Interior de la Prisión Provincial de Mujeres de Santa Clara, en Valencia, indica al Sr. Director de la misma que Rosario Calvé Navarrete, padece de colitis aguda, según el Médico de este Establecimiento, resultando del todo imposible estar en esta Prisión por no reunir condiciones, teniendo que sacarla continuamente para todas sus necesidades de la celda, y como el Sr. Juez ya nos dijo que si no teníamos lugar lo expusiéremos, ruego a V.I. gestione lo antes posible el caso”.

            Así que a la calle con sus cagaleras a rastras la cacagüera turolense, sin saber nada de su marido. Con cuatro hijos pequeños llenos de piojos y hambre malvivió entre los refugios del barrio del Carmen y los suburbios de la carrera de san Luis, donde comenzaban los arrozales valencianos. Mientrastanto no le faltaron nuevas entradas y salidas de la cárcel porque nuevas causas la traían y la llevaban por aquello de la “adhesión a la rebelión”. Lo que el mismo Serrano Súñer bendijo como “la justicia al revés”.

            Así hasta que en aquellas traídas y llevadas fue condenada a muerte el 23 de octubre de 1942, en Zaragoza. Porque, insisto, entre otras muchas cosas “durante toda la tiranía roja prosiguió su labor de confidente y sus vesánicos deseos de masacrar la carne de los que sustentaban el principio de amor a la Patria, no reparando en procedimientos para satisfacer el logro de sus deseos…” según el dislate de la redacción falangista.

El acta del juicio dice que el tribunal se reunió a las nueve de la mañana con la presencia de todos los encausados -ya sólo quedaban doce- se levantó la sesión a las una media para comer, se reanudó a las cuatro, y a las ocho de la tarde quedó redactada la sentencia.

Documentos en que aparecen las horas de entrada y salida de la cárcel de la calle Predicadores. AJTMZ.

 Hasta en eso miente el llamado tribunal porque Rosario salió de la cárcel situada en la calle de los Predicadores de Zaragoza a las dos y media de la tarde y regresó a las siete y media, según acreditan los documentos que adjunto.

            La condena ya estaba redactada. A los condenados el día veintitrés se les asignó un alférez defensor el día de antes, veintidós, para que “preparara” la defensa de la ya redactada sentencia escrita por Félix Solano Costa, hermano de Luis y de Fernando, la saga central de falangistas que querían y trataron de implantar, como jueces ya empotrados después y catedrático de la cavernícola Univerdidad de Zaragoza, un Estado español nazi. He dicho nazi.

            El ya entonces capitán general de Zaragoza, Monasterio, confirmó la sentencia que elevó a las alturas de Su Excelencia por la gracia de Dios, quien se dio por “enterado”.

         En la madrugada del día 29 de mayo  de 1943 un piquete de cinco soldados desayunados con coñac, obligados por un alférez, apretaron el gatillo del mosquetón y tumbaron sobre las tapias de Torrero a Rosario y siete más.
El 29 de mayo de 1943, de madrugada, fueron fusilados Rosario, Ángel, Miguel, Ramón, Saturnino, Vicente, Pedro y Eulalia.


Conchita Pueyo, Preso en la cárcel me tienen

https://www.youtube.com/watch?v=US0j_yIiTKo
19 abr. 2014 - Subido por elmesmi
"Conchita Pueyo (1922-2002). Personalísima cantadora de jota aragonesa que alcanzó justa ...

           


martes, 12 de junio de 2018

Orrios. El legado de los abuelos: el trabajo de sus manos.


 Orrios. El legado de los abuelos: el trabajo de sus  manos.
                    

Los abuelos. Novata Minguijón Villalba. Mariano Aonso Navarro.

Las manos.

                        
El fotógrafo había cubierto la puerta del corral que daba a la curva de La Callejuela.
 Eran las fiestas de finales de Julio.
 Algunos aún no habían terminado la siega, otros andaban ya con el acarreo de la mies.
Al lado, en la Plaza-Lonja, un acordeón marcaba el ritmo del pasodoble con el que bailaban los mozos y las mozas.
La abuela llevó de la mano a sus nietos.
La madre los vistió en un santiamén con las mejores ropas que tenían.
 El fotógrafo les dijo que mirasen a la cámara negra así y así.
 Se puso dentro de la caja tapada con el paño negro. Apretó la pera y, al rato, ya se veía el retrato tomando forma en el pozal con agua nitratada.

         El tiempo ha ido rasgando la fotografía, como ha ido dando rasgos personales a la vida.
      El nieto vestido de blanco debe tener ahí unos tres años. Mira a la cámara con ojos de sorpresa, abiertos hacia un mundo desconocido, con las manos dispuestas a tomar el tiempo de sus juegos.
         El otro nieto debe rondar los siete años. Le han hecho poner una camisa blanca y encima una chaqueta de no se sabe quién. El fotógrafo le ha dicho que apoye una mano sobre la rodilla de su abuela y que la otra la ponga en su bolsillo. Mira a la cámara porque así se lo han indicado. Parece como si estuviera pensando en otras cuitas. "Esto del posar no es para mí."

           La abuela es quien ha querido retratarse con sus nietos. ¿Para que quede su recuerdo? ¿Porque es una manera de tenerlos mirándolos luego en el silencio de los días retratados? Porque los quiere, sin más. Porque ser abuela es manifestar algo especial que se transmite en ocasiones con afectos íntimos llenos de silencios.
           La abuela, con su toquilla negra tejida por ella misma dando puntadas a las agujas, con su cara reflejo de la vida que le ha ido surcando el día a día, labrada por los tiempos y el esfuerzo deja caer sus manos, como sarmientos leñosos encallecidos por el venga y dale del trabajo diario de la vida. 



 Estas son mis manos, es lo único que tengo y es lo que os dejo.

La abuela Novata y los nietos Felipe (de blanco) y Clemente Alonso Crespo. 1952.
   
  El abuelo Mariano


              Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de Repoyo. 
          Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. A base de golpes y de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo, construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de hombre cuerdo en toda la redolada. 
        Nunca había ido a la escuela y, sin embargo, engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de engañar a aquel abuelo sabio.
      
El abuelo Mariano.
      Tenía una expresión seria en su rostro surcado por cruzadas arrugas en su frente partida en dos mitades. La inferior de un color casi quemado por los soles y los cierzos de esta tierra. La superior blanca, como corresponde a las gentes que andan por estos lugares, cubierto el cuerpo con la ropa de las rudas panas y la cabeza con un sombrero en los veranos y una gorra en las mañanas, las noches y la larga invernada. Hasta donde llegan las prendas de abrigo el color de la carne adquiere un blanco lechoso. En la cara, los pómulos, los ojos, la nariz, las orejas y las manos, señalaban el moreno cobrizo.
            Sus manos y sus dedos.
           Los de la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios.      
        Los de la derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y el anular se habían reducido hacia el centro y no los podía extender hasta la altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro hablaba su dolor.
            Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo. Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, volvió la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme por este otro lado”.
            El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos montes del diablo. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Nadie derramó una lágrima.
         El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del cementerio cercano.
           
           
Orrios. 1947. Eran las fiestas pero había que ir al huerto todos los días.