Restos de una en la masada Baja. @cac. |
La galera abandonada en la antigua era de la trilla es un esqueleto roto resequido por el sol de los días sin tiempo.
Una y otra vez me pierdo por estos viejos caminos llevado solo por donde me quieren traer los pasos sin rumbo.
Me han guiado hoy hasta la masada Baja, donde confluyen los caminos que conducen a Santa Eulalia, Camañas y Alfambra.
Esta masada tiene resabios históricos. En ella se firmaron, ante notario, escrituras de compra y venta de unas y otras tierras y aquí se signaron también pactos de alianzas entre familias concertadas. Hace trecientos años los Dolz de Espejo, Pérez Arnal, Sánchez Muñoz, Ibáñez Cuevas, y otras gentes de alcurnia terrateniente sellaron sus compromisos y dejaron bien marcadas las propiedades que unos y otros entregaron a sus vástagos con motivo de su emparejamiento. Había que dejar la propiedad de la tierra, los ganados, los animales y los aperos de labranza a buen recaudo de los herederos, y hasta quedaba bien señalado por escrito quién iba a ser el recipendiario en caso de que no hubiera descendencia. Más adelante sirvió de refugio temporal a las gentes evacuadas durante nuestra última guerra civil en el camino de la huida ante el espanto del frente de guerra ,que por aquí mismo marcaba las trincheras de la primera línea de defensa entre unos y otros españoles enfrentados.
La primera cosechadora invadida por las zarzas y los cardos. |
Hoy la masada tiene las puertas cerradas y algunos de sus campos mantienen el barbecho de varios años. No sé si ha sido vendida y parcelada. Hace unos treinta años que se marchó el último mediero que la habitó. Luego sus dueños se llegaban de cuando en cuando por aquello del coto de caza disfrutado. Ahora sólo un ganado de ovejas no muy abultado se cobija en los antiguos corrales.
Me ladra un lanudo perro ovejero y un chaparro caballo de piel mostaza me mira mientras levanta las orejas por encima de una barda. Lo demás es silencio y recuerdo en estos momentos cercanos a la puesta de sol.
La antigua puerta de entrada, desventrada hace algunos años por el primer tractor, aparece claveteada de plásticos y cosida con cuerdas esparteras debajo de la hornacina que cobija una imagen santera invocadora de una protección dirigida a no sé quién. Es la puerta que daba acceso al patio, corral y entrada a la casa solariega erigida aquí, altiva todavía, bien asentada sobre sillares con airosos ventanales mantenidos hoy como desmesurados ojos cerrados por el sol poniente. El tejado, firme, demuestra con su canalón mantenido de recogida de aguas, que no hace mucho tiempo estuvo habitada. Hasta el amplio edificio de enfrente construido después de la guerra demuestra las ganas de vivir que tuvo esta masada con sus graneros preparados para recoger el fruto dispuestos en rampas donde abocaban las primeras cosechadoras que llegaron a esta tierra. Aún queda algún montón de grano donde se alimentan las torcaces y los gorriones y hasta al que se llegan las petirrojas perdices huidizas.
Quedan junto a la masada, en las esquinas norte y sur, dos pozos para extraer el agua que daba vida a las gentes y el abrevar de los mulos y las ovejas, y el amplio corral abierto y la paridera cubierta y el raso y los abandonados conejares y gallineros. Por el corral deambula ese caballo chaparro que me mira con asombro mientras levanta su cabeza por encima de la pared bardera que limita el espacio.
Decido ya volver sobre mis pasos y es entonces cuando acaricio los restos de la vieja galera, convertidos en esqueleto los ejes de las ruedas y los palos, y el hierro de la caja que llevó tantos y tantos días los fiemos a las tierras y luego acarreó el centeno, el rubión y la cebada hasta la era de la trilla. La galera me habla en silencio junto a las alpacas recogidas sin hacinar en desequilibrio frente al viento. Esta galera, que en los años cincuenta del siglo pasado sustituyó al carro, demuestra el empuje que tuvo la masada como también el viejo remolque aún con ruedas de hierro y la primera trilladora ocultada ya por el óxido rumiento que la cubre, camuflada por la acacia invasora,y el pálido saúco que nació, dicen, allá donde vino a cagar la zorra.
Las zarzas han invadido poco a poco las paredes del pajar que tanto sabe de días exhaustos de trilla, de aventar en las tardes de suave viento y hasta de serranos amores furtivos.
Tal como están y vienen los tiempos es posible que algún día se vuelvan a bandear las tierras y los arados abran de nuevo surcos para la siembra.
Bravo, padre, bravo.
ResponderEliminarHe encontrado en Toulouse una edición en francés del Llano en llamas. Para qué, sin leer a Rulfo en francés es como beber agua sin burbujas.