Hace años estuve en Mauthausen. Sentí un dolor intenso. Fui allí desde Linz en un tren que cruzó el Danubio cuando ya se divisa la mole sobre la que se alza el campo de exterminio abandonado.
Llegué desde el pequeño pueblo que rodea el peñasco hasta la fortaleza que fue prisión y lugar de muerte donde perecieron más de ciento diez mil personas. Caminé casi seis kilómetros entre campos feraces de trigo verde que entonces se estaba encañando con potente espiga. Me econtré con la puerta antaño presidida por las águilas de la muerte, las mismas que cubrieron los condenados españoles con una sábana en donde escribieron la bienvenida a las fuerzas liberadoras. Entré en la explanada de recpeción de los prisioneros, en la que morían por el disparo caprichoso del jefe del campo mientras apoyaba su fusil de mira telescópica en el alfeizar de la propia ventana de su comedor. Desde allí, sentado a la mesa presidida por frutos llenos de gula, practicaba el tiro al blanco humano.
Descendí hasta los límites profundos de la escondida escalera de ciento ochenta y seis peldaños, la que los prisioneros llamaban de la muerte, picada y moldeada con las propias manos de los condenados, caídos, reventados por el esfuerzo de arrancar, de subir las piedras irregulares, cortantes de sus propias carnes. Los que no caían descalabrados eran empujados por las botas altivas de los guardianes y si aún les quedaban fuerzas a los escuálidos esqueletos en que habían devenido sus vidas los llevaban hasta las duchas de gas, en los edificios que bordean la terrorífica explanada limitada por los barracones abarrotados por los condenados. Luego, el olor a carne humana de los crematorios, después del asesinato por el gas de las duchas, hacia el resto.
Aún queda allí el museo de los horrores, con fotografías y utensilios, jeringuillas de exterminio, montones de zapatos arrumbados y botas de suelas retorcidas, junto a las placas grabadas mucho más tarde con nombres de prisioneros de todas las nacionalidades, de seres humanos de todas las latitudes.
Llegué desde el pequeño pueblo que rodea el peñasco hasta la fortaleza que fue prisión y lugar de muerte donde perecieron más de ciento diez mil personas. Caminé casi seis kilómetros entre campos feraces de trigo verde que entonces se estaba encañando con potente espiga. Me econtré con la puerta antaño presidida por las águilas de la muerte, las mismas que cubrieron los condenados españoles con una sábana en donde escribieron la bienvenida a las fuerzas liberadoras. Entré en la explanada de recpeción de los prisioneros, en la que morían por el disparo caprichoso del jefe del campo mientras apoyaba su fusil de mira telescópica en el alfeizar de la propia ventana de su comedor. Desde allí, sentado a la mesa presidida por frutos llenos de gula, practicaba el tiro al blanco humano.
Descendí hasta los límites profundos de la escondida escalera de ciento ochenta y seis peldaños, la que los prisioneros llamaban de la muerte, picada y moldeada con las propias manos de los condenados, caídos, reventados por el esfuerzo de arrancar, de subir las piedras irregulares, cortantes de sus propias carnes. Los que no caían descalabrados eran empujados por las botas altivas de los guardianes y si aún les quedaban fuerzas a los escuálidos esqueletos en que habían devenido sus vidas los llevaban hasta las duchas de gas, en los edificios que bordean la terrorífica explanada limitada por los barracones abarrotados por los condenados. Luego, el olor a carne humana de los crematorios, después del asesinato por el gas de las duchas, hacia el resto.
Aún queda allí el museo de los horrores, con fotografías y utensilios, jeringuillas de exterminio, montones de zapatos arrumbados y botas de suelas retorcidas, junto a las placas grabadas mucho más tarde con nombres de prisioneros de todas las nacionalidades, de seres humanos de todas las latitudes.
Aún me duele el silencio del horror. Nunca jamás.
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