¿No oyes ladrar a los perros, ¿verdad Rulfo? La Mostaza no ladraba. Aquella mañana lloraba. Febrerico el loco, un día peor que otro, así decía mi madre. Esta hilera de aquí encima, la que se abría en los domingos después de misa para que se regaran los huertos, tenía unos chupones de hielo de a metro. No vimos en todo el día el sol. Se había agarrado bien la niebla y las rosadas de los días anteriores habían quemado hasta las hierbas de los ribazos. Unos hielos que ni te cuento. Las escorrentías de la hilera se habían quedado en unos chupones como garrotes. Cuando respirabas parecía que entraba un helor hasta el fondo de los pulmones. Los barros del badén debajo de la era Baguena, encima del cerrado de Casimiro, junto a la casa del señor Maestro, llevaban más de un mes sin deshacerse. Había que tener cuidado cuando pasabas por allí. Hasta las ruedas de los carros cargados con el estiércol de las femeras rebotaban sobre los barros helados. Ya podías pisar bien fuerte cuando íbamos a la escuela que no se deshacían.
Sé que era una mañana de domingo porque ya habían dado el primer toque para la misa. Desde la era de Terrer ya ves Rulfo que se domina toda la vega hasta Larroya. Pero las mañanas de febrero hacen que se agarre la niebla por todos los campos y que ni siquiera se vean los chopos deeshojados del río. Quedan como fantasmas blanqucinos de abundosas ramas retorcidas. Los algodones enhebrados de la niebla se agarran a las pellizas y la moquita se hiela cuando desliza por la nariz. A la Mosdtaza se le había quedado helada la sangre agarrada a su hocico. ¿Por qué tuviste que matarla, Mariano? Tantas veces había subido contigo al monte, tantos días apretando el rabo, metido entre las patas, había achuchado a las ovejas para que salieran de la paridera, entumecidas por los hielos que las hacían resbalarse cuando enfilaban por la cuesta del cementerio. Tantas veces nos había sacado de los apuros cuando el hatajo se metía en los sembrados de los linderos. Tantas veces te había hecho compañía en un día y otro, en las chicharrinas de los veranos y en las heladas de los inviernos.
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La mañana en que arrinconada en una esquina del corral, justo al lado de las varas del carro, lloraba acurrucada cuando empezaste a chillarle y a jurar trayendo a cuento a todo el santoral. Estaba asustada, con la sangre helada, ennegrecida ya, pegada al hocico. Media docena de gallinas despanzurradas, con los cuellos rotos y las cabezas separadas, tendidas aquí y allá en lo alto de la femera. Lloraba la perra y se escondía cuando tú Mariano agarrabas un palo y le sacudías bien fuerte. La abuela que “déjala y que ya no hay remedio”. Y tú Mariano, que si dios y que si el copón bendito. Me fui de allí, asustado por tus gritos y los alaridos de la Mostaza. Ya cuando crucé el Regajo no oía más que los gritos, y al poco nada.
Cuando volví, después de la misa, aún llevaba la abuela el mimbre en la mano. Te había sacudido un par de mimbrazos. Saliste por la puerta del carro porque por la falsa, la que estaba junto a las cortes de los puercos, se había atascado con los barros helados, arrastrados por las patas de las ovejas, cuando se metían con prisas en el cubierto en busca de la paja mezclada con centeno que les poníamos en las comederas. Llevabas en la mano el cuchillo de los perniles, aquel que tantos miedos me daba cuando lo veía junto a la capoladera de las morcillas. “Descuélgala” te dijo tu madre. Yo subí hasta la sala que daba al cementerio y al cerrado del panizar. En aquella misma habitación, una mañana heladora, justo el mismo día en que los Reyes Magos repartían los juguetes a los zagales del pueblo te fuiste tú al otro barrio y te quedaste ahí debajo para siempre. Mirabas hasta este mismo lugar en que ibas a entrar muy pronto para ya no salir jamás de él, y veías también el mismo peral de Molinero.
Allí la vi yo igual. La Mostaza se movía de un lado a otro, como un péndulo lento que buscaba el centro de gravedad del campo yerto. Me asusté, pero no pude dejar de mirar. Me quedé con las manos agarrotadas, enrojecidas por los sabañones, agarrado a los hierros de la ventana que tú pediste te abrieran aquella madrugada del día de los Reyes Magos. En tu última mañana te ahogabas en tus propios vómitos, te asfixiabas en el calor de tu propia sangre, la poca que te quedaba. Mientras tú te abrasbas la vida se te iba por momentos. Mirabas y mirabas las tapias del cementerio, con los ojos desorbitados. Te querías agarrar a la vida mientras deseabas dar el último paso para meterte tú mismo cubierto por la tierra para siempre.
Pero te vi cuando llegabas con el cuchillo en la mano, justo debajo del peral de Molinero. Entonces lo entendí todo y durante mucho tiempo me diste miedo. Apareciste en mis sueños con el cuchillo en la mano y me despertaba asustado, metido en la misma cama de la abuela, allí donde dormía cuando el abuelo ya no estaba, porque me protegiera del frío y de mis miedos. Nunca le dije de mis sueños, pero quien pendía de la soga no era la Mostaza, era yo el que estaba a punto de ser colgado o quien pendía del colgajo, a punto de morir asfixiado. Luego me despertaba, con los ojos abiertos como platos, me cobijaba entre las enaguas de la abuela y volvía al sueño mientras pensaba que no era yo, sino la perra Mostaza quien caía al suelo patitiesa, entumecida, helada, aquella mañana de domingo, matadora de frío, cuando tú cortaste la soga con el cuchillos de los perniles. La misma que había atado sobre una rama justo en el rato que duró la misa, cuando yo me fui, cruzando el Regajo, y dejé de oir los lloros de la Mostaza
@cac. |
La zorra siempre fue la que atizó a los animales, la que vino a devorar los cuellos y las crestas, azuzada por el hambre con los fríos de los inviernos, cuando no tenía nada que comer entre las carrascas del monte. Entonces se llegaba hasta los corrales y se alimentaba con la sangre que luego lamía la Mostaza. Fuiste aquel día el más cruel de todos y me costó mi tiempo acercarme a ti. Tuvieron que pasar muchos inviernos y muchos veranos, cuando de nuevo me tirabas sobre el pazujero, cuando me enseñabas a encontrar los nidos de las perdices, cuando bajabas al río por pescar los cangrejos a mano, cuando preparabas las cañas para las truchas. Pero entonces ya la vida te había tronzado, ya habías hecho el camino de ida y vuelta, ya al poco no viste ni la ventana, ni el peral de Molinero, ni esta piedra barbacana de la era de Terrer, donde he puesto mi casa, donde platico con Rulfo, desde donde en las noches heladoras de luna llena, cuando llega la zorra, oigo ladrar a los perros.
@cac. |
Qué hermosura de prosa, y qué cuento tan tremendo. Me gusta cómo escribes porque la mayoría de los que tratan estos temas se limitan a poner palabras como en una vitrina, pero no tienen el ritmo intenso, el brío narrativo que tú tienes. Estoy disfrutando de lo lindo con tu blog. Enhorabuena.
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