Juan Rulfo, nos hemos de llegar un
día de estos.
@. Juan Rulfo |
También le llegó el momento a Repoyo.
Año y medio después. Supo que se moría. “El domingo por la tarde estaré
muerto”. Se ahogaba. Se metió en la cama. Que vinieran los hijos, que dejaran
el tajo, que ya no se levantaría más. A mí también me llamó, allí, junto a la
cama. Me habló de las tierras altas, de los Pelarchos, de la Batiosa, del
camino de las Calzadas, de los bardales de los Huertos, de los caños de aguas
de las Suertes, de los arraboles en las ventiscas de la muerte. Ya sin fuerzas.
Con medias palabras. Con el fuelle cansino de su pecho hundido. Yo ni pensaba
ni pensaba. Se me cerraban los ojos. Luego, muchos años después, muchas veces
de nuevo me vi allí, de nuevo y otra vez. Y entonces ya no paramos de hablar,
que todos los días me acuerdo de él. Por eso puse en pie otra vez la cruz de
piedra.
Se me metió el miedo en el cuerpo al
poco que se fue. Y tardé mucho tiempo en sacármelo. Fue cuando acudí con madre
por echar el agua en el panizar del Cerrado, dos bancales más allá del de
Molinero, por donde llegaba la senda del via crucis, cuando Felipe el tabernero
atronaba con “la tarde se oscurecía entre las dos y las tres”. Me lo decía
madre cuando subimos por abrir una hilera de agua, junto al terrero del
aljezar, algo más arriba del cementerio. “Tan cerca y no lo podemos ver”. Así
decía ella, toda enlutada, el pañuelo en la cabeza, sujeto a veces con los
dientes cuando se le iba hacia atrás, resbalado por el sudor, cuando cavaba los
céspedes por tapar el agua, entrada ya con un murmullo de borbotones entre la
empalizada del panizo. Hundía mis pies entre la tierra ablandada por las aguas.
Surco a surco, así regábamos. Cuando ya estaba emparejada dijo que aprendiera
sólo, que ya era hora.
@ Juan Rulfo. |
El terror llegaba de madre. “Tan cerca
y tan lejos”. Repoyo enterrado detrás de la tapia me tranquilizaba. Me hablaba
cuando el camino hacia Larroya, cuando de nuevo los trabajos del concejo,
cuando les dieron la tierra. Hasta el cementerio fue de la tierra dada, entre
la acequia que llega hasta las Cañadas y el cerro de Molinero. Primero
levantaron la tapia de abajo, la que mira a poniente, por sujetar la tierra
blanquecina que fueron echando abajo a golpe de pico, con las mismas palas del
concejo. Todo a mano. La misma tierra que les iba a enrunar para siempre. Que
ni esa tenían antes. Aquí no había más que matojos pinchosos de aliagas. Tierra
baldía enhuequecida por el paleo de un lado a otro. Luego facilitó cavar las
sepulturas.
Entre el panizar me hablaba Repoyo del
camino sobre Val de Peral, por alcanzar los Planos y el monte, hasta llegar a
Pozuelo y la Balsilla. Sólo senda de ovejas. Que los centenos sólo llegaban a
las eras en cargas sobre los mulos. Seis fajos cada vez. Y de nuevo a concejo y
a picar en los escarpes, desde la fuente hasta el barranco escorado. En la ladera sólo guillomos y uvas de pastor,
zarzales pinchosos para las cabras enriscadas siempre, encima de las piedras
horadadas de la fuente de la Gota.
Nos hemos de llegar un día de estos, Rulfo.
Por que veas cómo mana el agua en la fuente. Sentirás cómo hierve en la misma
tierra burbujeando en la badina. Iremos luego más allá, por encontrar las
fuentes ya secas del Sabucar y del Peñiscoso, ahora ya en abandono, donde
también Repoyo me habló del embalse, por dar de beber a las ovejas y ganar el
riego entre las tierras cascajares de los barrancos, las que llegaban hasta el tejar
en que se abrasó Tajero, hundidas luego entre humedales para surgir otra vez en
la balsa del prao, por san Miguel, junto al río ya, pegadas al plantío en
andalanes con los chopos nombrados por zagales de la escuela, cuando al señor
Maestro le dio por los cotos escolares.
@ Juan Rulfo. |
Por allí me escapaba de mis propios
miedos, mientras me comía las moras arrancadas entre los pinchos de las zarzas,
perdido entre el panizar. Ahora, desde la era que fue de Terrer, aquí, donde
levanté mi casa por tener toda la vega a la vista y oír el murmullo de las
aguas del Regajo en las noches iluminadas de luna. Observo el bancal ya
abandonado, el barbecho de yerbajos sobre el que han comenzado a brotar los
retoños de los álamos, nacidos con las semillas que el viento transporta en los
comienzos de los otoños, cuando llegan los vilanos. Recorro los caminos bien
andando apoyado sobre mi garrote o sentado en el banco de piedra que puse sobre
la misma barbacana. Me llego hasta las parcelas del monte de la arrancada de
las cepas, el mismo que dijo Repoyo que no se tocara, porque las carrascas
llevaban allí toda la vida. Dijo que no era bueno forzar lo que es natural, que
por ganar unos terrenos para el cultivo los primeros años luego se agotaría la
tierra para siempre. Y así fue. No le hicieron caso. Ahora veo desde aquí,
mírala tú, Rulfo, la tierra cuarteada en que se decidió lo que fue carrascal.
Pasaron tres años en que las gentes tuvieron buenos cepurros para sus fuegos y
tres cosechas seguidas y de trigo candial. Y ahora sólo queda un hachazo de
tierra blanquecina, sin matojos siquiera, metida en punta hacia el monte, más
arriba del Pozuelo, en los límites de Ababuj.
Ya sé, Repoyo, que lo dijiste más de
una vez, cuando ya tan viejo te refugiabas en el café de Felipe, por echar el
vaso de vino con la sardina asada sobre la misma estufa, cuando me estirabas
las orejas con tus dedos de sarmiento y aparecían tus manos llenas de higos
pajareros que yo devoraba goloso.
@ Juan Rulfo. |
No te hicieron caso. Muchos años
después recogieron el agua en la balsa horadada junto a la paridera de los
Corrales y así salvaron los regadíos desde el Tormagal hasta la Vega Lambra.
Sólo muchos años después, Rulfo, y
muchas lunas apagadas y hasta muchas arrancadas de riñas por los cuartos de
agua, cuando las muertes en las mismas paradas de las hileras.
Muchos años después, Juan Rulfo.
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