Había
sólo un ejemplar en la escuela. Lo guardaba el maestro dentro de un armario de
puertas mugrientas. Nos lo dejaba leer cuando ya lo hacíamos de carrerilla
luego de haber estado tanto tiempo con aquello de la eme con la a ma y la pe
con la a pa.
En nuestras casas nadie ni ninguno
teníamos un libro. Y todos lo queríamos leer a la vez. Por eso nos peleábamos
entre nosotros y hasta perdonábamos las
partidas de pelota dispuestas debajo de la escuela, en el trinquete, las que
nos dejaban las manos llenas de sangre entre las quebrazas que se nos abrían en
los dedos curados con nuestros propios meos.
Nos sabíamos los viajes de memoria y
hasta los más mayores nos los recitaban e nuestras espaldas cuando los
pequeñajos seguíamos la lectura.
No habíamos salido nunca del pueblo, ni
nos imaginábamos cómo era aquel acueducto o viaducto, ni aquellas torres que se
nos quedaban sin imágenes aunque llenas del sonido de aquella palabra tan rara
llamada mudéjar que con el tiempo se antojó tan bella.
Y se nos quedaba bien adentro metida la
imagen de aquel todopoderoso que nos miraba vigilante colgado en la pared
central de la escuela, junto a la cruz donde boqueaba agonizante aquella figura
desgarrada de dolor con el paño blanco cubriéndole las vergüenzas. Miradas de reojo
por el pijaito de pelo engominado retratado a su lado, arremangada su camisa bordada
en rojo con flechas yugoladas. Detrás justo del sillón ennegrecido de madera
sobada que ocupó siempre y en todo lugar el maestro, quien nos hacía cantar
todos los días , antes y después, aquellos himnos gritones de los luceros que
nunca supimos qué eran, de la primavera dicente siempre que reía y del paso
alegre de una paz manchada por aquel marxismo del que nos apuntaba la lectura,
que vete tú a saber qué significaba la dichosa palabreja de la que los más
mayores sólo nos decían que se escribía con equis, oye tú, con equis.
Y por supuesto nos daban miedo las
momias en que nos íbamos a convertir si aquel soldado de la estampa paginada
apretaba el gatillo y nos cascaba el balazo.
Aunque, claro, Franco todopoderoso, con
la ayuda de Dios, que para eso se habían puesto de acuerdo en nuestra
imaginación escolar, nos salvaría de la muerte.
Y desde nuestro Teruel, nunca visto
con nuestros propios ojos, seguíamos leyendo y viajando por la España que
tantos años después llegamos a conocer y aun adquirir el libro de aquellos
tiempos, en los mismos días en que el mismísimo general de todos los ejércitos,
condecorado con la mismísima medalla laureada de san Fernando que él mismísimo
también se concedió a sí mismísimo, se cagaba, hecho un guiñapo, en forma de
melena según nos radiaban y aun televisaban los parlantes de turno delante de
aquellos que se firmaban, según decían, el equipo médico habitual. Justo
entonces, en los días ya lejanos de interminables exámenes de aquellas
oposiciones que sólo se celebraban en la villa y corte madrileña, mientras el rastrapaja
que suscribe habitaba hospiciano en una pensión de habitáculos barojianos en la
mismísima calle Mayor, encontré, mientras caminaba de igual modo en paseo
barojiano, en la mismísima cuesta de Moyano, cercana al lugar de suplicio
opositor, encontré digo, entre los escombros de libros, éste igual que aquel que
guardaba en el armario seboso nuestro maestro sentado todos los días en el no
menos pringoso sillón, protegido por los retratos de nuestros dioses ya
perdidos.
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