Piedra y tapiales. Puertas desvencijadas. Teruel adentro. Tierra vaciada y vacía. foto cac. |
De esta tierra y más allá.
Antes
de que acabe este verano y la tierra hollada quede de nuevo vaciada y otra vez
vacía, echo a andar por caminos dominados por el polvo, a ratos rojos como
estas tierras ardientes y, de cuando en
cuando, blanquecinos yeseros del desecho de los mogotes que salpican los valles
de estas lomas de erosión.
Ando por los viejos caminos de mulos
y de carros y tomo trazos en los que los remolinos ventosos me atrapan y ciegan
alrededor, cuando ruedo metido en este coche que aguanta sin chistar.
Polvo, viento y sol. Hoy falta la
niebla. También llegó en aquel invierno. Y el frío y los barros helados y los
dedos traumatizados y las orejas y narices con sabañones quemados, todos, por
las heladas.
Tomo el camino que arranca frente al
corral del Arbolero y sigue hasta Celadas. Los barrancos llegan desde el límite
de la sierra Palomera hasta el cauce del Alfambra en el término municipal de
este mismo pueblo. Voy atravesando, entre curvas y rambleras las partidas de
las Lomas y los Valles y más abajo, mirando al Norte, la de la Umbrías. Hasta
allí me llegaba, hace ya muchos años, por tender los vencejos sobre el rastrojo
que mis gentes mayores dejaban después de haberle dado a la dalla por rendir
los cañotes tiesos y afilados del centeno. Otra ayuda, en aquellos años, aún no
podía hacer. Las gavillas se amontonaban con el rastro de púas trenzadas con
palitroques carrascos y aún las echaba sobre el vencejo remojado para que mis gentes
mayores, con su labor airosa, torciesen aquellos bálagos y el apretado nudo,
ahogado por el sofoco de un palo de atar, dejase aquel haz de centeno –que por
aquí dicen fajo- dispuesto para el
acarreo hacia la era.
Hoy, cuando trasiego por los
senderos llenos de polvo y polvo, que parten desde este viejo camino ya
asfaltado donde aparco, no acierto a encontrar aquel pegujal abancalado heredado
con el tiempo.
Horizontes ocres, rojos, sangrientos. foto cac. |
Estos lugares, ya lo he dicho muchas veces,
fueron machacados por la bombas y los ametrallamientos de aviones alemanes,
italianos y españoles. A veces unos y en ocasiones otros sembraron de heridos y
de muertos estos mismo mogotes que ahora camino y desde los que abarco con la
mirada las extensas tierras.
Estoy ahora justo sobre el vértice
del alto Capón y algo más al sureste piso las aliagas, los cardos y los erizos
crecidos entre los restos de las trincheras, extensas, trazadas sobre el
relieve de la zona de Cerralba. Amplias extensiones de cerros eriales y vales
con rastrojos que son restos de la mala cosecha de este año ya con la paja
recogida.
Restos pétreos de la posición del cerro Capón. foto cac. |
Refugio. Alto de Capón. foto cac. |
Rememoro
aquel verano de mil novecientos treinta y siete, cuando ya andaban desplegados
por estos lugares aquellos españoles, muchos imberbes, con el mosquetón al hombro
que todos llamaban chopo y aun su novia, hambrientos siempre y deseosos de
poder beber el agua que escaseaba, castigados por el sol que hoy mismo me
cuartea la piel con el mismo achaque del viento de siempre sobre estos restos
pétreos, en este mogote, en esta cota, que el arquitecto Carlos Llorens, soldado
voluntario encuadrado a las órdenes de Francisco Galán, militar culto y
estratega, cartografió para que estos soldados de a pie pudiesen establecer y marcar las posiciones de
defensa. Guerra de las cotas la llamó, y así
lo escribió aquel valenciano, nacido en Jalance, que nos dejó su
testimonio y nos habló de los vientos, de los soles, de los fríos, de las
nieblas, de los barros, de las gentes sencillas, anónimas aunque nombradas, de
las masadas del Altico, de la Baja, de la de Escucha, del Pozuelo, de la
Batiosa, de la del Cerrillar, de la del Rebollar y de los hospitales de sangre
cobijados en Orrios, en Villalba y en Alfambra. Y de estas posiciones
desmoronadas donde se achicharraron de calor y se jodieron de frío aquellos
imberbes voluntarios, españoles de todas las latidudes y otros de más allá de
los Pirineos y mares lejanos, y los falangistas italianos y españoles de la
brigadas de los flechas negras con su
lema “agredir para vencer”. Unos y otros,
y otros y otros, siempre víctimas, siempre deseando obtener algún día de
permiso para llegar a la retaguardia y abrazar a sus gentes.
Sardinas. Alimento para los soldados. foto cac. |
Camino por los restos desmoronados de
estas trincheras a la espera de que alguna cuadrilla de obreros y arqueólogos
las remoce para que los hombres y mujeres jóvenes y aún mayores de hoy las
conozcan. Encuentro entre las piedras botes de judías, garbanzos y latas de
sardinas rumientos por el paso de los tiempos, con los signos marcados al ser
abiertos por las bayonetas que estos mozalbetes e imberbes soldados dejaron en
aquellos tiempos.
Me rodean desde estas alturas que
fueron lugares de defensa y observación las mismas extensiones de aquellos
tiempos. Son tierras desprotegidas donde en alguna barranca diminuta fluye una
fuente escondida que fue refugio y salvación de quienes sufrieron las nieblas
heladas, los vientos, los soles, los barros arcillosos y yeseros que atrapaban
sus alpargatas y albarcas y aún las botas que los privilegiados podían calzar.
Los mismos que salían en descubierta en
las noches, arrastrados entre las alambradas y que luego, en la mañana,
protegidos por los cañotes de bálago que querían simular refugios de hormigón “hacían la descubierta”, como ellos
mismos llamaban, dedicados a la caza y muerte de los piojos que los
achicharraban en los días y en las noches, con su picapica sin descanso.
Haciendo la descubierta. Piojos. foto BNE. |
Cil, clac. Un piojo menos. foto BNE. |
Sigo mi camino de hoy, parando de
cuando en cuando por mirar una y otra vez las mismas tierras, los mismos
rastrojos y similares mogotes. Y no encuentro en tantos y tantos quilómetros de
extensión ni un pastor, ni un ganado ovejero, ni un tractor. Está toda la
tierra vaciada y vacía. Sólo me quedan estos vientos y estos soles y este
cromatismo tan hermoso del oro de los rastrojos y la tierra arcillosa sangrada
que me inunda.
En una paridera abandonada y en destrozo
aún encuentro los últimos restos de la cocina que sirvió de refugio a algún
pastor en sus extensos días y aún más en sus largas noches. Un cubículo con su
pajera para dormir y su chimenea para poder calentarse después de arrastrar
alguna rama de carrasca escasa me muestran aún hoy la soledad compartida de
quien aquí vivió.
Restos de la cocina del pastor. foo cac. |
Es entonces cuando vuelvo al camino echando
de menos a los exploradores que alguna vez me acompañan. Pero ellos, mis nietos,
andan por los lugares letraheridos de Brooklyn,
tan lejanos a estos andurriales cercanos ya al pueblo de Celadas.
Antes de llegar al pueblo de Celadas
tomo un camino señalado hacia el este, a la izquierda de mi ruta. Asciendo
hasta una loma que ha sido excavada hace tan sólo unas pocas fechas. Parte de
las trincheras de esta posición, clave en el observatorio de ataque y de defensa
de la ciudad de Teruel en el invierno de diciembre del 36 y los comienzo del 37
han sido señalizadas para quien quiera pueda acercarse y conocer algo de la
historia trágica de estos lugares y de las gentes que aquí sufrieron. Recorro estos cerros en silencio, yendo y
viniendo entre los yesos y los pedruscos ahora alineados, miro a mi alrededor y
me lleva la vista hasta la otra posición, clave también, al otro lado de
Celadas, en el cerro de Santa Bárbara. Los carteles explicativos que los
arqueólogos han colocado aquí y allí, resumen los episodios de un toma y daca
entre los ejércitos de los sublevados franquistas y los defensores del orden
republicano. (¿Hasta cuándo mantendremos
lo de nacionales y rojos?) Entre una posición y otra, entre esta cota llamada
Loma de Casares y aquella de allá, a unos cuatro o cinco quilómetros, conocida
como Santa Bárbara, queda recogido el pueblo de Celadas, arrumbado en ruina
total por los bombazos de de unos y otros.
Entro en él y me paro por reconocer el
homenaje pétreo dedicado al arquitecto Pierres Vedel que allá, a mediados del
siglo diecisiete, apareció por estas tierras y además de traer el agua de boca
hasta este lugar dejó una obra tan singular como fue y es el acueducto de
Teruel que condujo el agua desde la peña de Macho hasta la ciudad.
Los edificios de Celadas fueron levantados
otra vez tras la guerra civil bajo subvención de regiones devastadas. Junto a
la balsa endorreica donde se acerca a beber un águila perdicera, tomo el camino
hasta la ermita de Santa Bárbara.
Posición Santa Bárbara. Celadas. foto cac. |
Fue esta una posición esencial para
la toma de Teruel en aquellos días del año 36 y 37. Una cota desde la que se
divisa un territorio amplio sobre los valles del Jiloca al oeste y del Alfambra
al este. Un observatorio disputado por unos y otros como se indica también en
los paneles colocados por los responsables de la excavación. Aquí, por
entonces, no quedó nada. La ermita desapareció a bombazo limpio. Las mismas
tierras, piedras, arcillas, yesos, rastrojos ocres entonces abandonadas y nada
más.
Hoy la ermita está reconstruida,
alzada, sencilla y fiera a la vez, y algunas trincheras de defensa y
observatorio excavadas y expuestas a la reflexión de las gentes que quieran
entender algo. Camino por ella, me llega la vista, ya en esta tarde sólo de sol,
hasta los límites terrizos de Guadalajara siguiendo el campo de aviación de
Caudé, donde reposan hoy gigantescos aviones en espera del desguace, y hasta la
sierra de Javalambre sobrevolando Teruel y el límite de Castelfrío y la punta
pétrea de la sierra Palomera.
Camino por estos lugares mientras
medito en la tarde, cercana ya la puesta de sol, en los jóvenes estudiantes de
un incipiente bachillerato y aun universitarios que podrían ser acompañados aquí
por sus profesores para que, aprendiendo sobre el lugar, viviesen actos pasados
donde sus abuelos quizás dejaron su vida sin saber por qué.
En recuerdo de un español de los que aquí murieron. foto cac. |
Ermita de Santa Bárbara. Agosto 2019. foto cac. |
Desde Santa Bárbara. La soledad de estas tierras. foto cac. |
Camino hacia Celadas. foto cac. |
No quiero llegarme allí hoy desde
aquí. No quiero entrar en Teruel. Dejo para otro día acercarme hasta el Óvalo y,
apoyado sobre el pretil de la Escalinata, rememorar, frente a la Muela, con la
puesta de sol que cae sobre el azul pálido de la mole del Seminario y los
reflejos mudéjares de las torres, rememorar digo, tantos y tantos recuerdos de
la Historia de esta vieja ciudad turbetana.
La memoria, en ocasiones, es
amarga. Vivida y vívida.
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