lunes, 9 de septiembre de 2019

De esta tierra y más allá. Amarga memoria.


Piedra y tapiales. Puertas desvencijadas. Teruel adentro. Tierra vaciada y vacía. foto cac.



            De esta tierra y más allá.





Antes de que acabe este verano y la tierra hollada quede de nuevo vaciada y otra vez vacía, echo a andar por caminos dominados por el polvo, a ratos rojos como estas tierras  ardientes y, de cuando en cuando, blanquecinos yeseros del desecho de los mogotes que salpican los valles de estas lomas de erosión.

            Ando por los viejos caminos de mulos y de carros y tomo trazos en los que los remolinos ventosos me atrapan y ciegan alrededor, cuando ruedo metido en este coche que aguanta sin chistar.

            Polvo, viento y sol. Hoy falta la niebla. También llegó en aquel invierno. Y el frío y los barros helados y los dedos traumatizados y las orejas y narices con sabañones quemados, todos, por las heladas.

            Tomo el camino que arranca frente al corral del Arbolero y sigue hasta Celadas. Los barrancos llegan desde el límite de la sierra Palomera hasta el cauce del Alfambra en el término municipal de este mismo pueblo. Voy atravesando, entre curvas y rambleras las partidas de las Lomas y los Valles y más abajo, mirando al Norte, la de la Umbrías. Hasta allí me llegaba, hace ya muchos años, por tender los vencejos sobre el rastrojo que mis gentes mayores dejaban después de haberle dado a la dalla por rendir los cañotes tiesos y afilados del centeno. Otra ayuda, en aquellos años, aún no podía hacer. Las gavillas se amontonaban con el rastro de púas trenzadas con palitroques carrascos y aún las echaba sobre el vencejo remojado para que mis gentes mayores, con su labor airosa, torciesen aquellos bálagos y el apretado nudo, ahogado por el sofoco de un palo de atar, dejase aquel haz de centeno –que por aquí dicen fajo- dispuesto para el acarreo hacia la era.

            Hoy, cuando trasiego por los senderos llenos de polvo y polvo, que parten desde este viejo camino ya asfaltado donde aparco, no acierto a encontrar aquel pegujal abancalado heredado con el tiempo.
Horizontes ocres, rojos, sangrientos. foto cac.
















    Estos lugares, ya lo he dicho muchas veces, fueron machacados por la bombas y los ametrallamientos de aviones alemanes, italianos y españoles. A veces unos y en ocasiones otros sembraron de heridos y de muertos estos mismo mogotes que ahora camino y desde los que abarco con la mirada las extensas tierras.

            Estoy ahora justo sobre el vértice del alto Capón y algo más al sureste piso las aliagas, los cardos y los erizos crecidos entre los restos de las trincheras, extensas, trazadas sobre el relieve de la zona de Cerralba. Amplias extensiones de cerros eriales y vales con rastrojos que son restos de la mala cosecha de este año ya con la paja recogida.
Restos pétreos de la posición del cerro Capón. foto cac.
Refugio. Alto de Capón. foto cac.


            Rememoro aquel verano de mil novecientos treinta y siete, cuando ya andaban desplegados por estos lugares aquellos españoles, muchos imberbes, con el mosquetón al hombro que todos llamaban chopo y aun su novia, hambrientos siempre y deseosos de poder beber el agua que escaseaba, castigados por el sol que hoy mismo me cuartea la piel con el mismo achaque del viento de siempre sobre estos restos pétreos, en este mogote, en esta cota, que el arquitecto Carlos Llorens, soldado voluntario encuadrado a las órdenes de Francisco Galán, militar culto y estratega, cartografió para que estos soldados de a pie  pudiesen establecer y marcar las posiciones de defensa. Guerra de las cotas la llamó, y así  lo escribió aquel valenciano, nacido en Jalance, que nos dejó su testimonio y nos habló de los vientos, de los soles, de los fríos, de las nieblas, de los barros, de las gentes sencillas, anónimas aunque nombradas, de las masadas del Altico, de la Baja, de la de Escucha, del Pozuelo, de la Batiosa, de la del Cerrillar, de la del Rebollar y de los hospitales de sangre cobijados en Orrios, en Villalba y en Alfambra. Y de estas posiciones desmoronadas donde se achicharraron de calor y se jodieron de frío aquellos imberbes voluntarios, españoles de todas las latidudes y otros de más allá de los Pirineos y mares lejanos, y los falangistas italianos y españoles de la brigadas de los flechas negras con su lema “agredir para vencer”. Unos y otros, y otros y otros, siempre víctimas, siempre deseando obtener algún día de permiso para llegar a la retaguardia y abrazar a sus gentes.

Sardinas. Alimento para los soldados. foto cac.
     
  Camino por los restos desmoronados de estas trincheras a la espera de que alguna cuadrilla de obreros y arqueólogos las remoce para que los hombres y mujeres jóvenes y aún mayores de hoy las conozcan. Encuentro entre las piedras botes de judías, garbanzos y latas de sardinas rumientos por el paso de los tiempos, con los signos marcados al ser abiertos por las bayonetas que estos mozalbetes e imberbes soldados dejaron en aquellos tiempos.

 
Posición Alto de Casares. Recientemente excavada. fotocac.



            Me rodean desde estas alturas que fueron lugares de defensa y observación las mismas extensiones de aquellos tiempos. Son tierras desprotegidas donde en alguna barranca diminuta fluye una fuente escondida que fue refugio y salvación de quienes sufrieron las nieblas heladas, los vientos, los soles, los barros arcillosos y yeseros que atrapaban sus alpargatas y albarcas y aún las botas que los privilegiados podían calzar.

       Los mismos que salían en descubierta en las noches, arrastrados entre las alambradas y que luego, en la mañana, protegidos por los cañotes de bálago que querían simular refugios de hormigón “hacían la descubierta”, como ellos mismos llamaban, dedicados a la caza y muerte de los piojos que los achicharraban en los días y en las noches, con su picapica sin descanso.
Haciendo la descubierta. Piojos. foto BNE.
Cil, clac. Un piojo menos. foto BNE.










            Sigo mi camino de hoy, parando de cuando en cuando por mirar una y otra vez las mismas tierras, los mismos rastrojos y similares mogotes. Y no encuentro en tantos y tantos quilómetros de extensión ni un pastor, ni un ganado ovejero, ni un tractor. Está toda la tierra vaciada y vacía. Sólo me quedan estos vientos y estos soles y este cromatismo tan hermoso del oro de los rastrojos y la tierra arcillosa sangrada que me inunda.

    En una paridera abandonada y en destrozo aún encuentro los últimos restos de la cocina que sirvió de refugio a algún pastor en sus extensos días y aún más en sus largas noches. Un cubículo con su pajera para dormir y su chimenea para poder calentarse después de arrastrar alguna rama de carrasca escasa me muestran aún hoy la soledad compartida de quien aquí vivió.



Restos de la cocina del pastor. foo cac.


    Es entonces cuando vuelvo al camino echando de menos a los exploradores que alguna vez me acompañan. Pero ellos, mis nietos, andan por los lugares letraheridos  de Brooklyn, tan lejanos a estos andurriales cercanos ya al pueblo de Celadas.

            Antes de llegar al pueblo de Celadas tomo un camino señalado hacia el este, a la izquierda de mi ruta. Asciendo hasta una loma que ha sido excavada hace tan sólo unas pocas fechas. Parte de las trincheras de esta posición, clave en el observatorio de ataque y de defensa de la ciudad de Teruel en el invierno de diciembre del 36 y los comienzo del 37 han sido señalizadas para quien quiera pueda acercarse y conocer algo de la historia trágica de estos lugares y de las gentes que aquí sufrieron.  Recorro estos cerros en silencio, yendo y viniendo entre los yesos y los pedruscos ahora alineados, miro a mi alrededor y me lleva la vista hasta la otra posición, clave también, al otro lado de Celadas, en el cerro de Santa Bárbara. Los carteles explicativos que los arqueólogos han colocado aquí y allí, resumen los episodios de un toma y daca entre los ejércitos de los sublevados franquistas y los defensores del orden republicano. (¿Hasta cuándo mantendremos lo de nacionales y rojos?) Entre una posición y otra, entre esta cota llamada Loma de Casares y aquella de allá, a unos cuatro o cinco quilómetros, conocida como Santa Bárbara, queda recogido el pueblo de Celadas, arrumbado en ruina total por los bombazos de de unos y otros.
Posición Alto de Casares. Recientemente excavada. fotocac.






    Entro en él y me paro por reconocer el homenaje pétreo dedicado al arquitecto Pierres Vedel que allá, a mediados del siglo diecisiete, apareció por estas tierras y además de traer el agua de boca hasta este lugar dejó una obra tan singular como fue y es el acueducto de Teruel que condujo el agua desde la peña de Macho hasta la ciudad.





    Los edificios de Celadas fueron levantados otra vez tras la guerra civil bajo subvención de regiones devastadas. Junto a la balsa endorreica donde se acerca a beber un águila perdicera, tomo el camino hasta la ermita de Santa Bárbara.





Posición Santa Bárbara. Celadas. foto cac.


            Fue esta una posición esencial para la toma de Teruel en aquellos días del año 36 y 37. Una cota desde la que se divisa un territorio amplio sobre los valles del Jiloca al oeste y del Alfambra al este. Un observatorio disputado por unos y otros como se indica también en los paneles colocados por los responsables de la excavación. Aquí, por entonces, no quedó nada. La ermita desapareció a bombazo limpio. Las mismas tierras, piedras, arcillas, yesos, rastrojos ocres entonces abandonadas y nada más.

            Hoy la ermita está reconstruida, alzada, sencilla y fiera a la vez, y algunas trincheras de defensa y observatorio excavadas y expuestas a la reflexión de las gentes que quieran entender algo. Camino por ella, me llega la vista, ya en esta tarde sólo de sol, hasta los límites terrizos de Guadalajara siguiendo el campo de aviación de Caudé, donde reposan hoy gigantescos aviones en espera del desguace, y hasta la sierra de Javalambre sobrevolando Teruel y el límite de Castelfrío y la punta pétrea de la sierra Palomera.

            Camino por estos lugares mientras medito en la tarde, cercana ya la puesta de sol, en los jóvenes estudiantes de un incipiente bachillerato y aun universitarios que podrían ser acompañados aquí por sus profesores para que, aprendiendo sobre el lugar, viviesen actos pasados donde sus abuelos quizás dejaron su vida sin saber por qué.
En recuerdo de un español de los que aquí murieron. foto cac.


           

Así lo pienso mientras observo el sencillo recuerdo pétreo que una familia ha dejado aquí, junto a la parte trasera de la ermita de Santa Bárbara, al lado de las trincheras que quizá le sirvieron de cobijo y en donde quedaron sus huesos para siempre heridos y congelados, en esta loma desierta, mogote observador de todos los desiertos campos de alrededor, desde donde vislumbro, hacia el sur, los altos llamados de Celadas y el Muletón y las lomas carrascales sobre Concud, allí donde se establecieron las baterías artilleras con sus mortales morteros que destruyeron la ciudad de Teruel, tomada y rendida, y otra vez tomada y siempre martirizada por tanta metralla enloquecida.
Ermita de Santa Bárbara. Agosto 2019. foto cac.
Desde Santa Bárbara. La soledad de estas tierras. foto cac.
Camino hacia Celadas. foto cac.


              No quiero llegarme allí hoy desde aquí. No quiero entrar en Teruel. Dejo para otro día acercarme hasta el Óvalo y, apoyado sobre el pretil de la Escalinata, rememorar, frente a la Muela, con la puesta de sol que cae sobre el azul pálido de la mole del Seminario y los reflejos mudéjares de las torres, rememorar digo, tantos y tantos recuerdos de la Historia de esta vieja ciudad turbetana.

                 La memoria, en ocasiones, es amarga. Vivida y vívida.










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