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Piedra y camino, tantas veces. foto cac.
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Tú te equivocaste, hijo. No era un dos de febrero. Era un veintiocho de
septiembre. El día de antes había ido a Fortanete a vender unas patatas
tempranas. Las había sembrado en los Olmos Gordos, en un bancal que tenía a
medias con la Pina. Me fui por la mañana temprano. Enganché el macho Noble en
las varas del carro y en los tiros a la mula Roma. Y, hala, pa Fortanete. A
medio día ya las había vendido todas. Cuando se hacía de noche ya estaba de
vuelta en casa. Mientras iba llegando a El Alcamín miraba y miraba cómo los
rayos de sol inflamaban las carrascas del monte. No me podía quitar de la
cabeza a tu madre y a vosotros, a tu mañico y a tú. Pero tenía que marcharme.
Ya había estado medio año en Larroya. Desde que comenzó la primavera hasta que
acabó el verano, pero casi no saqué nada. Sólo sirvió para que dejáramos la
casa de la abuela y alquiláramos por dos duros al mes la de la Pina, allí donde
encontrabas las balas y las tirabas al fuego. Así es que con los cincuenta
duros me dije que ya me podía ir hacia abajo.
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Con Rulfo, en el camino. @ Juan Rulfo. |
El mes
de agosto había estado en El Alcamín un pariente nuestro que trabajaba en una
fábrica de sacos. Estaba cojo. Bueno, le faltaba una pierna entera. Se la había
puesto de goma. Ya no llevaba una muleta con la que se apoyaba en los sobacos.
Así me lo recuerdo unos años antes. Tú ya sabes cómo era tu abuela. Que en
aquella casa cabían todos. Así es que un día –yo creo que era el de la santa
patrona- estuvo comiendo en casa. Me acuerdo bien. Como no cabíamos todos en la
cocina y como además se hacía allí mucho humo, con los troncos de carrasca y la
chimenea siempre en marcha, me acuerdo que comimos todos en el zaguán. Allí por
donde llegaban los mulos cuando entraban en la cuadra. Venía bien aquel lugar.
Porque cuando volvíamos de labrar o arrastraos en los días de la siega, les
quitábamos allí mismo a las caballerías los aparejos y así no les pegaba el
cierzo que sacudía en el corral. Pues bueno, ya te digo, allí en la entrada de
suelo terrero comimos. Digo de tierra porque en la cocina lo teníamos de
piedra. Aún me acuerdo cuando pusimos las losas, bien grandes, de la piedra
negra que trajimos desde los linderos del monte, por allá por la paridera de la
Batiosa. Había venido Celedonio aquel año con su mujer. Y tu madre no paraba de
decirme que le preguntara si tenía un trabajo. Yo que me resistía y que me
resistía. A ver, por qué me tenía que ir de El Alcamín. Pero no paraba de darle
vueltas. Qué iba a ser de vosotros. Aquí no había ningún futuro. Ya la guerra
había quedado atrás. Ya antes estábamos todos los hermanos en casa de la abuela
y mal que bien comíamos todos. Pero ya yo me había casado con tu madre. Y
ya habíais nacido tu mañico y tú. Y yo veía que en casa nunca había un duro. Y
que si queríamos comer pues aún tirábamos porque en casa de la abuela, gracias
al dale y venga de todos los días, hambre, lo que se dice hambre, no pasamos
nunca, pero dinero en mano, ya te digo, nunca tuvimos un duro. Tu madre remugaba
todos los días. Que si necesitabais unas alpargatas, que si ibais creciendo y
la ropa se os quedaba pequeña. Y tenía razón. Luego, ya ves, menudas nos la
hizo pasar por allá abajo. Que si aquí teníamos necesidad allá no fue menos. Y
ya sabes las veces que tuvimos que oírnos aquello de que si allí ataban los
perros con longaniza. Pero fue valiente tu madre. Siempre fue valiente. Mira
que trabajó. Si se fue consumiendo poco a poco por vosotros. Siempre de un lado
para otro. Arrastrada de aquí para allá. Pero valiente, muy valiente. Y ya te
digo, nos habíamos echado unas chaparradas de vino. Habíamos llenado el barral
de un boto que había traído tu abuelo un año antes de morirse. Había ido yo con
él hasta la posada de Muniesa. Llevábamos trigo y nos traíamos unos cahíces de
vino. Una cosa por la otra, que así era la vida. Pues ya te digo. El día de la
santa patrona llevábamos todos unas chaparradas de vino. Total un barral de
tres cuartos. Y fue al final cuando se lo dije. Antes Mariano, no sé por qué,
había sacudido por su boca unos cuantos pecatostes. Que cuando le daba el
barrunto echaba unos redioses que temblaba el santiamén. Pero bueno, todo fue
bien. Celedonio me dijo que sí, que creía que tendría trabajo, que él era el
encargado del almacén y que pensaba que haría falta algún mozo para cargar los
camiones. Y cumplió, que siempre fue buen zagal. A los quince días de su marcha
ya llegó la carta y, en ella, que sería bien recibido y que no me preocupara de
nada, que podía dormir al principio en su casa. Fue entonces cuando ya tu madre
empezó a remugar. Y que qué haría ella, que cómo os sacaría adelante. Bueno, lo
mejor era liarse la manta a la cabeza y tirar palante. Ya te digo que en
Fortanete, por las patatas, saqué cincuenta duros. No había ni una perra más en
casa. Y la abuela tampoco me dio un céntimo. Le dije que tenía bastante. Le
dejé a tu madre quince duros. Me llevé los otros treinta y cinco. Ya te digo
que era un veintiocho de septiembre, cómo no me voy a acordar bien de aquel
día. Llegué y al punto me compré un mono que me costó doce duros. Doce, doce.
Que bien me acuerdo. Y eso que lo compré en la Plaza Redonda, por buscar el
sitio más barato. El uno de octubre ya empecé a trabajar. Luego ya tú sabes
todo lo que fue viniendo, que bien te dio por ponerlo en los papeles. Ya sé que
cambias algunos dichos y recoges los hechos como te viene en gana. Pero las
fechas que yo te doy son las que son y esas no me las puedes quitar.
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Tierra en que descansar al final del camino. foto cac. |
Habla con Rulfo, con Nepomuceno o con quien
quieras, sube y baja por las Suertes, llégate hasta Sollavientos, entra aquí
entre tumbas de nuestros despojos y te diremos de esto o de aquello en este silencio de los muertos. Pero ya sabes que hay
momentos que no se olvidan. Conozco bien lo que tú sabes, que a mí no me has
podido engañar, ni a tu madre tampoco, que tienes unas cuantas cuentas que
ajustar con nosotros. Ya sé que ahora te pasas muchas tardes mirando hacia
aquí, donde yo estoy ahora. Recibo el sol cuando se va poniendo. Tú estás
sentado en el poyo de piedra de la puerta de tu casa, la que has levantado
sobre la era de Terrer y miras hacia aquí y hacia lo alto de la sierra, y sé
que echas el vuelo hacia abajo, como esos alcotanes tan gallardos a los que
sigues y sigues. Y le das vueltas a las gentes y a las tierras. Y sigues y
sigues, tú y tus alcotanes, hasta que llega la noche y entonces te encierras
ahí dentro, entre las maderas con que revestiste tu casa, con tus silencios
rulfianos.
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Los palomares, sobre la piedra caliza, gritan su silencio, pater. foto cac. |
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Ventana hacia la nada. foto cac. |
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