De cuando el Estado Mayor de Enrique Líster se instaló aquí.
Aquel invierno hizo un frío que se jodía la perra.
Habíamos pasado el año bastante tranquilos. En el verano de aquel 1936 unos milicianos se aposentaron en el pueblo. Quemaron las imágenes de la iglesia, dispararon unos cuantos tiros a los arcos de piedra de la entrada, les quitaron algún cordero a las gentes que más tenían y dijeron aquello de que nadie es más que nadie. Pero cuando vieron los del lugar que aquello de la colectividad agraria no iba a dar resultado y que acabarían mal y aún peor unos contra otros, quienes se habían hecho cargo del llamado comité revolucionario dijeron que a parar, que todos tenían hijos en un frente u otro de la guerra, que quien más quien menos arrastraban necesidades y aún hambre y que allí no se iba a fusilar a ninguno fuera quien fuese y de una familia u otra.
Así es que durante todo 1937 tuvimos por las casas, por las calles y por los barrancos y bancales a soldados imberbes y aun cetrinos que no sabían muy bien qué hacían por allí además de aprender sobre la marcha a picar en las laderas de los cerros, a sacar piedras para levantar parapetos, a cocinar un rancho para todos, a despellejar alguna oveja y hasta a echarle el ojo a alguna moza de la que se enamoraron y con quien se casaron. E incluso después de la guerra tuvieron que volverse a casar pues la santa madre iglesia católica, apostólica y romana, vencedora en la guerra, no dio por bueno su matrimonio y sus hijos resultaron vástagos de un concubinato.
Todo se complicó a finales de 1939, en aquellos días ventosos de hielo y nieve. Empezaron a llegar por allí camiones y armatostes, motoristas que iban trotando por los baches de los caminos como enlaces de los mandos, mulos que transportaban los ranchos a quienes ocupaban las posiciones en las trincheras, otros que tiraban de las plataformas de los cañones y más allá, ya por los Pelarchos y la loma de Santa Ana llegaban hasta los altos de Celadas los tanques que zambombeaban. Y entonces aparecieron las pavas y los demás aparatos de los alemanes y otros mosquitos de la aviación republicana. Ya nosotros no sabíamos cuando eran de uno o de los otros. Caían bombas por todos lados. Muchos soldados se quedaron para siempre entre barrancos y carrascas. Los heridos se recogían en la casa del Marqués y luego, si se podía, los llevaban hasta el hospital de Cuevas Labradas.
Y los mandos militares dijeron a las gentes del lugar que se marcharan. Y allí comenzó la desbandada que llamaron evacuación. Los caminos más fáciles eran los que llevaban, después de cruzar el río, hacia la Rambla de la Hoz, por el Cobacho y Las Mangas, hasta las tierras de Alfambra, y, por Aguatón, bordeando la peña Palomera, desembocar entre ramblas hasta Torremocha.
Allí los ejércitos franquistas se habían aposentado desde el primer día y habían arramblado con vidas de gentes a quienes los italianos allí presentes llamaban rojos y más rojos.
Mis abuelos y mis tíos y muchos más fueron hasta el Jiloca en desbandada por los caminos y las sendas bien conocidas por ellos, caminando en noches y madrugadas y refugiándose durante el día en corralizas, parideras y como gazapos entre los covachos de las piedras de las ramblas, con sus carros, sus mulos, sus gallinas colgadas cabeza debajo de las samugas y con algún puerco metido en los serones. Quien tenía, un saco de patatas y algún espaldar de tocino rancio para matar el hambre. Mi padre ya andaba reclutado a la fuerza por los lugares del Pirineo, allá por Llavorsí. En Torremocha estuvieron cobijados en un pajar hasta que llegó la primavera, cuando ya los ejércitos fueron hasta el Ebro y se armó la marimorena de muerte y destrucción, cercano ya el final de la guerra.
Al poco, ya en Orrios, el frío y la poca comida llevaron a Isabel, la más pequeña de la casa, a una pulmonía de la que no salió. Se quedó muerta entre los brazos de su madre, mi abuela.
Un poco antes había aparecido por Orrios Enrique Líster y el estado mayor de su División, siguiendo las órdenes recibidas por el general Rojo y por Ibarrola, su mando más inmediato. Se instalaron en la casa que decíamos de Adela, la casa grande que fue de los administradores de los comendadores sanjuanistas, los Báguena, que se quedaron aquí durante los siglos dieciséis y diecisiete y levantaron las eras con barbacanas de firmes piedras, cultivaron y arrendaron sus tierras y hasta cedieron la Cañada de Fuentes con pagos en especie en forma de gallinas. Algunas de sus huertas se convirtieron en lugar donde se levantó la nueva iglesia en la que se asentaron los curas de su misma familia con derecho a diezmos y primicias. La misma iglesia tiroteada por los milicianos que llegaron en aquel verano del treinta y seis.
Líster y su plana mayor se instalaron en casa de Adela. Allí prepararon el ataque sobre Teruel y allí se volvieron a refugiar cuando los primeros días del treinta y ocho consiguieron tomar la ciudad. Exhaustos todos los soldados, muertos muchos de ellos, con congelaciones y amputaciones consecuencia de aquella batalla que les exigía de nuevo volver al frente, a la primera línea de combate porque Franco, sus generales y la legión Condor consiguieron de nuevo la ciudad. Antes Líster se plantó ante Ibarrola en defensa de su gente y fue el general Rojo quien reconoció sus servicios dándole el grado de General.
No nos ha quedado ninguna fotografía de aquellos días con estos militares en Orrios. También anduvo por aquí El Campesino y su Brigada y los jefes de las Brigadas internacionales, todos dirigidos por Líster. Y hasta es posible que el comisario político y poeta Miguel Hernández pisara estas calles. Pero no tenemos ningún recuerdo gráfico situado en Orrios aunque algunos quieran situar la fotografía del poeta de Orihuela en Orrios.
Dejo aquí algunas páginas de las memorias de Enrique Líster referidas a Orrios. (cfr. Enrique Líster.- "Memorias de un luchador". Del Toro editor, Madrid, 1977)
Una de la páginas de las memorias de Enrique Líster referidas a Orrios.
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