Por aquellos días los mozos de su quinta,
por si ya no volvían nunca, se juntaban en la herrería y con el carbón de la
fragua asaban las orejas de los cerdos. Sólo se salvaban las orejas, lo demás
iba a parar al barranco Piazo donde los buitres se tiraban como tales a lo suyo
y a lo suyo.
Juan las tenía igual que las de los puercos de su casa,
grandes y caídas hacia abajo, como buscando el suelo. Y empezaron a ponérsele
coloradas y él decía que de los hielos y de los sabañones y que me pican y me
pican. “Pues te las rascas y en paz” le decían los de su quinta.
Y fue entonces cuando ya en la primavera parece que aún se
le caían más y más. Ya los hielos se habían acabado y él venga rasca y rasca y
hasta con los primeros calores se las tapaba con la bufanda que le había
preparado su madre.
A mediados de agosto, unos días después que un tal Civera, nombrado
comandante militar y aún la guerra no había llegado a El Alcamín porque
habíamos echado del pueblo a los civiles, cayó en los papeles un escrito que decía
que ya los marranos estaban contagiados y que los metieran en las cortes fuera
del pueblo, que contagiaban y contagiaban. Y los de su quinta, cuando andaban
calimochos a causa de la sopeta vinagrada, que allí había que meter también a
Juan. Que le crecían y le crecían.
Fue entonces cuando agarró el cuchillo del capador, el
mismo con que el tio Mariano le cortaba las criadillas a los puercos recién
cumplidos como decían las mujeres. Para que engordaran y engordaran y no se
pusieran furos.
Y Juan se dio un tajo en cada una. Aún le corría la sangre
por la cara sin afeitar y se llegó hasta el porticado de la plaza donde los quintos
escupían a la guerra porque iba a llegar a El Alcamín y la siega del año para
quién.
“Aquí las tenéis, ahora nos las asamos como las de los
puercos, nos las comemos y en paz”.
Y desde entonces se quedó para siempre con aquello de “Juan
sin orejas”.
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