La burra hatera. @cac. |
Había subido por la feria de San Miguel para comprar una burra hatera que ahora volvía con él. Luego estuvo casi un mes aún en casa. Recogieron las patatas y las dejó tapadas en la bodega porque barruntaba un invierno de hielos. Troceó las carrascas y dejó un buen montón de leña para que aguantara hasta su vuelta, recosió con la aguja esparteñera la albarda y las cinchas, remachó la cabezada vieja y le puso un ramo de soga nuevo trenzado con cáñamo, preparó las mantas, repasó el zurrón recortado con la piel del mardano viejo, colocó los esquilos a las ovejas mansas y, para el Pilar, reunieron los hatajos y echaron otra vez barrancos arriba hasta llegar al collado en el Alto de la Sierra y Castelfrío.
Ahora, de nuevo, estaba allí, junto a los otros tres pastores. Volvían del viejo Reino. Y por allá, en las tierras secanas donde terminaba la llanada valenciana, por Náquera y Bétera, los almendros habían echado ya la flor y los frutos comenzaban a marcar en sazón. Era el tiempo de la vuelta.
Quince días les había costado llegar desde que levantaron el hato hasta la última parada antes de la despedida. Era aquí, todos los años, cuando procedían a destajar. Cada uno de los cuatro se llevaría su hatajo. Luego, en el pueblo, volverían a separar las ovejas de los demás propietarios. Sería entonces cuando contaran a unos y otros las desventuras de siempre y las bajas habidas en los animales. Que si tantas malparidas, que algunas patirrotas, que media docena de andoscas se volvieron modorras, que unas cuantas se quedaron para los buitres. Lo de siempre. De ellos ni palabra, que estaban bien y que estaban bien.
Pero ahora era el momento de compartir la última caldera de migas y de echar la mano al hombro del paisano con quien había recorrido los mismos caminos, los mismos días claros o nublos, las noches de vigilias silenciosas por sujetar el ganado.
La vuelta a casa.@cac. |
Habían llegado al paso de las ovejas por los puertos de Ragudo y las veredas de las antiguas posesiones que fueron de la Baronía de Escriche, sujetando el hatajo para que no se metiera entre los trigos que ya lucían un palmo su verdor en la espera de las lluvias, haciando trabajar a los perros que marcaban los linderos.
Es aquí, en este mismo pilón, protegido por el mismo cerco de piedras de los vientos que un día y otro vuelven, cuando hago un alto en mi camino y recuerdo y reconozco la historia no escrita en ningún lugar, la de la gente con nombre y sin embargo anónima, la que me ha marcado toda la vida, la que me ha enseñado a vivir, a querer a esta tierra torturada que arroja a otros lugares a gentes silenciosas en busca de otros panes menos duros.
El pilón marca el camino. Por Castelfrío.@cac. |
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