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Ahí está Zaumao y Manchego y el hijo de Chirchala y la que no llegó a ser su mujer, y el de la Batiosa que se colgó en el Pozuelo después de coser a su dueño entre oreja y oreja con la aguja de hacer media. Ni una sola cruz que los marque. Dos metros escasos de largo y otros tantos de ancho, ni siquiera blanqueadas las piedras, puestas a ramplón en la parte baja del cementerio, la que da al cerrado de Molinero. El saúco lo ha invadido todo. La puerta armada con madera de chopo, desvencijada y carcomida , no marca la diferencia entre el lugar de los muertos y el que Rulfo y yo pisamos. Juan el Novato plantó un rosal un metro más arriba de lo que fue puerta después de la muerte de su hermano. Ya lleva dos años dando flores. Juan el Novato al comienzo del verano, cuando suelta las ovejas, pasa por allí y corta las rosas para ponerlas en la tumba de su hermano. Juan el Novato se acuerda mucho de su hermano porque sabe de su vida, de su vuelta a El Alcamín aunque sólo fuera muerto. Juan el Novato habla en ocasiones con su sobrino, cuando a aquél le da el barrunto de tanto a veces y se llega con él por andar un día entero por el monte, con el morral y las ovejas. Hablan con largos silencios, como el abuelo Repoyo, como tú Juan Rulfo.
El abuelo Repoyo guardaba los silencios de Batiosa. Él lo descolgó de la viga. Los encontró a los dos allí por el engatuso de la perra que aún sentía el olor de la sangre, negra ya, hinchados los cuerpos ya, cerosos ya, tiesos ya. Uno en la cocina y el otro en la cuadra. Le llamó a extraño ver a los machos sueltos por el prado, junto a la balsa. Todo el día sueltos y sin nadie labrando en las solanas. Tres o cuatro días los vio cuando se asomaba con el hatajo por los puntales del Monte Bajo. Así es que se decidió a llegarse hasta la paridera y el caseto que servía de vivienda al pozolero. El puerco hozada contra la puerta deshaciéndose el morro con los pedernales del viejo trillo convertido en tarranclera. Gruñía con fuerza cuando llegó el Repoyo. Llamó a Pozolero y sólo se oyó a sí mismo mientras seguían los fruñidos del puerco. Luego ya se asustó cuando vio en el corral al Lanas despanzurrado. El perro de Pozolero estaba despatarrado sobre un montón de boñigos, al lado de la tapia del corral. Con un solo estacazo acabaron con él. Estaba junto a una de las samugas de la silla del acarreo de la mies. Le sacudió fuerte en la cabeza y cayó redondo. Allí se quedó. Por eso no ladró cuando entró Batiosa en la cocina.
El camino entre la masada de Batiosa y Pozuelo se anda en una hora. Pozuelo es más rico. Sus tierras mirar al sur, buscan el sol del mediodía en una hondonada que se estira hasta los edificios, con la corraliza, la cuadra, el pajar, la era y el caseto de la vivienda. Para llegar a Batiosa había que recorrer toda la finca del pozolero. Un camino justo en el límite del reguero que recogía las aguas llegaba hasta las tierras al otro lado del Monte Lindero. Desde allí se veía el achaparrado edificio, mirando al norte, igual que las tierras. Sólo recibía el sol tardano. Tierras más pobres, con un manantial escaso de agua, aunque las nevadas fueran más fuertes que en la parte baja. Pero las escorrentías llevaban el agua de las nieves de Batiosa hasta la balsa de Pozuelo. Frío y nieve arriba y el agua luego para abajo, y mejores cosechas y más tierra que cultivar, que hasta sembraban remolachas. Y Batiosa dale que dale, y que Pozuelo no me dejas meter las ovejas en los rastrojos. Y siempre enfrentados. A cada cual más raro. Batios soltero y Pozuelo viudo desde hacía poco. Tenía intención de bajarse a vivir a El Alcamín pero quería dejar las tierras labradas. Llevaba mal estar tan sólo.
El abuelo Repoyo descolgó a Batiosa, el primero que encontró. Lo dejó en el suelo, sobre la misma paja empapada de orines de los machos. La soga estaba echada sobre una viga, atado el cabo a la comedera de las ovejas. Lo calculó bien antes de colgarse. Se puso la horca al cuello después de subirse sobre el barandao de la comedera. No tuvo más que dejarse caer. El abuelo Repoyo dejó correr la soga después de deshacer el nudo. Lento. Primero los pies, luego el cuerpo yerto. Ya la perra Mostaza no ladraba. Se quedó parada en la puerta. Con sus aullidos lastimeros, los mismos que daba cuando se desgraciaba una oveja y se quedaba tiesa en el camino.
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Echó barranco abajo subido en la burra hatera y se llegó al trote hasta Larroya por avisar a la guardia civil. Volvió al otro día, de amanecida, con otras gentes. Tardano llegó el Juez montado sobre un caballo bayo. Venía de Cantavieja por no se sabe qué altercado con los últimos del maquis. Cuando entraron en El Alcamín, con los cuerpos atados sobre los mulos, ya era de noche cerrada.
Tres muertos. Dos hombres y el perro Lanas. Los machos se quedaron luego en El Alcamín, para servir al concejo. Las gentes los arreaban con su nombre, Pozuelo y Batiosa. El cura se empeñó en que no los enterraba en tierra cristiana. Nadie dijo ni pío. A unos les daba igual y a otros que lo que dijera el cura. Ahí están, en el cercado invadido por el saúco.
Llegó el silencio después. El abuelo Repoyo manifestó lo que vio, firmó lo que dijo y nadie lo puso en duda. Después aún se volvió menos hablador. Sólo le oí una vez pronunciar los nombres de Pozuelo y Batiosa, cuando me llevó hasta el cerrado Panizar, por la senda que pasa junto a la tapia del cementerio. Creía que se refería a los machos que servían para los trabajos del concejo. Pero enseguida me habló de los males del tajubo en las matas del panizo.
Al poco ya también el Repoyo nos dejó para siempre. Le dimos esta tierra y luego supe de la tuya, Juan Rulfo, mientras andabas por Comala en el diles que no me maten.
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