@Juan Rulfo. |
Así decía Marcelo, el que está enterrado junto a Agripina, su mujer. Yo era un zagal entonces y, en la era, no paraba de mirar las rayas azules que llevaba marcadas en sus brazos. Lo miraba cuando torneaba la parva, en los mediodías del verano de sofocos. Marcelo y Agripina siempre vivieron en la cueva, por allá detrás del horno, en la revuelta que seguíamos cuando subíamos al castillo, por aquello de jugar a Trenavíos. Tres navíos en el mar… y otros tres en Portugal. Y qué lejos del mar.
Marcelo y Agripina no tuvieron hijos. Ni tampoco tierras. Ni caballerías. No tenían más que la cueva. Una vez entré allí. La habían terminado de blanquear. Tampoco era de ellos. Sirvió de bodega a la que fue casa de la Marquesa, justo al lado. Aún hoy mantiene su escudo blasonado, con sus racimos de uvas y una espada cortadora. Luego fue casa del Curato y algún ensotanado emprendedor aderezó el corral y lo convirtió en jardín, y transformó las cuevas en estancias que se quedaron vacías. Grande la casa, con piedras sillares que miraban hacia la que aún se dice del Marqués, y las ventanas ajimezadas en su mirada al trinquete sobre el que se asentaba la escuela, hoy también vacía, Rulfo.
Marcelo me hablaba de la escuela. Me preguntaba de todo mientras dábamos vueltas y más vueltas, modorros los machos, amodorrados nosotros sobre el trillo, desplazado lento mientras poco a poco la mies se deshacía y la paja y el grano quedaban separados. Miraba sus brazos. Fui sabiendo de sus tatuajes. Hablaba de la guerra y del barranco Lobo y de cuando en cuando decía entrecortado aquel diles que no me maten. Bebía Marcelo buenas chaparradas del vino del barral, cuando parábamos en los mediodías, refugiados en el pajar, entre el tamo del pazujero.
Él fue un soldado cuota allá en Anual. Nunco tuvo donde caerse muerto. Su familia siempre había vivido arrastrada, sin nada de nada. Así es que su padre recibió cien duros y a él se lo llevaron por el Gurugú. Cuando el vino le calentaba los cascos joteaba con el Gurugú y no sé qué del África entera. Y entonces presumía y enseñaba sus brazos con un par de corazones tatuados, atravesados por espadas y unas iniciales que nunca dijo de quién hablaban, y de cómo corrían los moros, y de los desfiles del tercio, y de la sed que pasaban, y del beberse los orines de los mulos. Con qué por qué no darle al vino.
Ten cuidado Marcelo que aún queda tajo, le dijo alguna que otra vez el Repoyo. Por el vino se perdía Marcelo. Entre todos los tragos no se llegaba a beber un barral al día. Pero le sentaba mal y la bilis le amargaba la garganta. Comer, comía lo que le daban. En los inviernos venía por darle vuelta al fiemo del corral y en los veranos por ayudar en la siega y luego por terminar la trilla, porque faltaban brazos y, a veces, tempraneaban las lluvias de septiembre y aún la mies estaba sin trillar y hasta germinaban los granos en las hacinas y ya tenían que andar con la siembra. Faltaban brazos y no había maquinaria. Así es que una comida de caliente nunca le faltaba en casa. Agripina siempre andaba mala. Que si los riñones, que si casi no veía, que siempre tosiendo y tosiendo. En los veranos se la veía por los Planos espigando, recogiendo las matas de trigo que se perdían entre los montones atrenalados. En esto era apañao Marcelo. Siempre dejaba buen rastro cuando segaba con la hoz y amontonaba las gavillas con la vuelta de la zoqueta. Sabía que dos o tres días después llegaría por allí su mujer y haría trenzados con las espigas. A lo más recogería un fajo al día, que ya era buena cosecha. Después lo aporrearía sobre la gamella en el corral y guardaría los granos para alimentar a las gallinas. No tenían más que media docena pero así se aseguraban la misma cena todos los días, junto a los girasoles rastreros crecidos entre los rastrojos cuando las primeras lluvias de otoño.
@Juan Rulfo. |
Se fueron arrugando poco a poco. Al final de los años Agripina estaba ya ciega. Un médico que llegó a El Alcamín, que entendía la vida, así dijo, como un relámpago entre dos mundos le puso en la cara unas gafas de culo de botella y, con aquellos anteojos, aún se defendía. Pero al poco ya ni con ellas veía nada. Y se hicieron viejos en tres o cuatro años. La madre de los Novatos, la abuela del ojo estrábico velado por la catarata, la que siempre veía un paso más allá de los demás, le hizo un seguro de vida por medio de un sobrino que trabajaba en una mutua. Y con los días de cotización en los tiempos que presumía Marcelo de sus tatuajes pudieron llegar hasta el final. Mal, porque mal lo pasaron siempre. Siguieron metidos en la cueva, ya entonces cada día más húmeda, sin volver a ser blanqueada nunca.
Los trajimos aquí a hombros de los quintos de aquel año, que tampoco tenían ninguna familia cercana. Ni lejana tampoco. Esta vez fue el cura recién llegado, el que arregló el corral de la casa de la Marquesa donde sembró rosales, quien dijo que había que pagarles el cajón. Y entre todos costeamos el ataúd, primero el de Marcelo y luego el de su mujer, que no se llevaron más que dos meses en morir.
Los pusimos ahí abajo, justo en la misma esquina lindera de los sin ley, de los que no tienen tierra cristiana. No es mal sitio. Los quintos les hicimos una cruz a cada uno con las ramas de un guillomo, también trabajado en el taller que el mismo cura trajinó en su casa cuando le dio por las colmenas por aquello de la fiebre de los años de la miel.
Mira, Juan Rulfo, se han torcido algo las cruces, pero aguantan fuertes. Ya sabes, de guillomo y bien trabajadas. Vamos a clavarlas un poco. Les viene bien que las proteja la barbacana que sujeta la tierra blanquecina, la que mira a la era de Terrer. No reciben más que el sol de la tarde, por eso están cubiertas de hongos verosos endurecidos en el invierno.
Marcelo me hablaba en los días de la trilla del moro que le pidió con voz sin fuerza aquel diles que no me maten. Y del chirrido de la carne cuando la bayoneta de un cuota se metió entre los costillares del moro, acurrucado sobre una tierra blanquecina que tanto se parece a la de estos Aljezares en la solana de las Suertes. Y salpicaba sus palabras con el tu paisa amigo, tu volver a tu tierra esta mía, tú no pegar tiros, tú llegar a tu casa y salam alicum, que el sol sale para todos.
Vio correr la sangre entre los costillares abiertos, dentro de una chilaba acuchillada. Y le dio tierra al moro allí mismo, y le hizo una cruz, con dos guillomos, me dijo, como nosotros a él, que las tierras bereberes son muy parejas a estas nuestras, me decía Marcelo. Y así lo hicimos nosotros, Rulfo, también con dos guillomos. Como en Comala en El Alcamín, que el sol en los estíos reverbera sobre los rastrojos de los Planos, y entonces las ovejas se ponen en careo, por taparse las unas a las otras, buscando la sombra de su propio cuerpo, ahí arriba, más allá de la Muela, pasada la cueva donde anidan los buitres.
@Juan Rulfo. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario