sábado, 18 de abril de 2020

Las personas. El virus.





  Con dieciseis años llegó aquí. Nunca me dijo cómo. Hace ya veinticinco de aquello. Cuando eran buenos tiempos. Cuando el trabajo, aunque en precario, abundaba. Cuando aún no hablaban de pateras, de muerte en el estrecho, de cadáveres abandonados en las playas, de alambradas con cuchillas afiladas.
        Eran negros.Y así se les trataba. Como a negros.
       Si allí en su tierra comían tierra y poco más, aquí, con un plástico y un atracón de pan de cuando en cuando tenían bastante.
        Ni contrato ni historias. 
        Y quietos paraos que mañana no subís a la furgoneta para llevaros a recoger melones o pimientos o tomates. Que yo contrato a quien me da la gana. Y ni se os ocurra pedir más soldada morrosgordos.
        Y algunos dieron el salto y fueron peones de la acelerada construcción de edificios donde los sin pudor alguno ni vergüenza blanqueaban sus dineros en el ladrillo cuando el euro apuntaba sumergido entre billetes que aún eran verdes, cambiados al rebufo del negocio.
       Tampoco sé si llegó embarazada, aún adolescente, o al poco apareció aquí con la primera de sus hijas. Enseguida llegó otra. El ritual familiar asentado sbre el clan de su Gambia natal nunca lo entendí. Cada año venía a este mundo un hijo más. El padre andaba de un lugar a otro. Traía de cuando en cuando dinero y con él malcomían la mujer y quienes seguían sin poder estarse quietos en aquella vivienda del suburbio, vieja, oscura, de un par de habitaciones en el cuarto piso de un desportillada casa sin ascensor.
       Nunca había ido a la escuela. Su vida hasta que llegó aquí no fue más que un ir y venir a por agua, a por leña para producir carbón, a recoger cacahuetes o a machacar mijo.
       Ella dice que tiene seis hijos porque cuenta como si aún lo tuviera a quien se le murió un verano en que, ayudada por su clan familiar, volvió hasta un poblado orillado sobre el río Gambia.
      Retornó aquí sin él. Era el más pequeño. Muerto se le quedó entre sus brazos deshidratado en un ataque demoledor de la fiebre malaria.
      Ya por entonces buscaba trabajo en donde podía. Pero ser mujer negra y musulmana y vestir como tal la rechazaba. 
       Si además no sabía leer ni escribir bastante aguantaban con ella para que fuera un par de horas a una casa a fregar los suelos cuando la señora, muy blanquita y algo pija, la dejaba.
        Siempre sonreía y aun sonríe cuando hablas con ella.
    Así la conocí cuando en los servicios sociales de un Ayuntamiento le indicaron que podía venir a clase. A aprender a leer y escribir. No sabía cómo coger un lápiz. Los trazos de su escritura eran cábalas que resbalaban en sus dedos. Las demás mujeres, también musulmanas de otros lugares africanos, blancas ellas, le ayudaban en la conversación.
          Era importante hablar, comunicar nuestras carencias y respetar nuestras miserias. Fue allí donde lloró por primera vez, cuando pudo expresar el abandono de un marido en su huida de vida por otra mujer del clan, cuando sus hijos mayores ya podían acudir a la escuela, pública, claro, y consiguió que comieran allí, cuando no entendía qué les decían sus maestras con los deberes en unos libros que no podía adquirir, con unos cuadernos que no existían, en una lengua que no acababa de entender y que nunca leyó.
         Limpiaba y limpiaba casas y venía a la escuela cuando podía.
       Eran los tiempos en que los comedores sociales se quedaron sin plazas porque la economía se vino abajo, allá cuando el tal Aznar o Ansar decía aquello de que "España va bien", mientras introducía su bolígrafo entre el canalillo de los senos de una joven periodista.
       Ahora, la brutalidad de esta asesina pandemia la ha golpeado como a todos. Sus hijas mayores habían conseguido un trabajo a salto de mata, aceptadas por su negritud orgullosa y desechadas por esa misma piel que rechaza al extranjero. Los tres más pequeños tenían acceso al comedor de la escuela.
       Con este puñetazo de un virus que no distingue de colores de piel ella y sus cinco hijos están recluidos en una casa que el Ayuntamiento les propició. Muy cara para quien nada tiene.
      Una familia le dice que ponga en su carro la comida que necesite. Juntas en el supermercado. No es capaz ni siquiera de llenarlo. No pide nada. Sólo sonríe.

      Quiere que la contraten para recoger fruta o lo que sea.

      Se comería la tierra.


 

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