domingo, 17 de marzo de 2024

Fue en el Instituto "Luis Buñuel", en donde la cárcel de mujeres.

 












martes, 12 de marzo de 2024

Pepe el tonto.

 





Fue cuando aquello de la cátedra ambulante y de la sección femenina de la falange y el y venir de la estanquera que no paraba de un lugar a otro cuando Pepe el tonto comenzó a decir que el mosén jode y jode. Nosotros creíamos que lo soltaba porque siempre le iba diciendo que se apartase de un lugar a otro, que se metía en las casas para escuchar lo que decían allí dentro, que se atascaba cuando le acercaba las cruces de la iglesia a Celestino el sacristán con el que se entendía sin decirse entre ellos ni una palabra, que no era capaz el mosén de darle ni una miserable propia, que siempre le decía cuando le importunaba con aquel cigarro, cigarro que el mosén liaba y le sacudía aquel hala pa casa, a cuidar a tu madre.

         Por eso creíamos que a Pepe el tonto le jodía un día y otro el mosén. Pero en aquellos tiempos en que las gentes forasteras no paraban de llegar por Larroya,  Elcamorro y Manzanal le entendimos que el mosén respondía a aquel jode y jode de otras maneras.

         Cuenta, cuenta le decía el más trasto de todos nosotros, aquel volantinero y medio titiritero que era Remigio el cojo, quien siempre nos ganaba cuando jugábamos a las chapas y que con el tiempo se especializó en ganarles también a las gentes que jugaban al guiñote y aun al subastao y se quedaba, como él decía, con todas las perras que apostaban.

         Remigio el cojo engatusaba de cualquier manera a Pepe el tonto y entonces nos decía con aquella voz a medias, entrecortada y como que parecía que chiflaba en vez de hablar y nos decía que la estanquera entraba muchas veces en casa del cura, que luego, cuando las otras beatas, después de rezar el rosario de todas las tardes, ella se quedaba enredando en la iglesia limpiando los candelabros y hasta sacudiendo las vestimentas del nazareno que se llenaba de telarañas y que luego se metía en la sacristía y casi siempre salía de allí sofocada, con los colores de su cara más relucientes que los que marcaba las venas cuando le daba al morapio en su estanco.

         Y que el mosén salía de allí por el hueco que había hecho en la pared de la iglesia que mira al mediodía, donde por sus santas partes, como todo lo que se le antojaba, había abierto y puesto una puerta aportillada por la que accedía directo a la sacristía que fue antes refectorio de los frailes sanjuanistas.

         Antonio el cojo le sonsacaba a Pepe el tonto y todos sabíamos ya lo que quería decirnos cuando hablaba de el mosén jode y jode y yo he visto y he visto.

         Nosotros aún nos acordábamos por entonces del corte en cruz que les sacudió el mosén a dos mujeres que se le habían metido entre ceja y ceja. Una era la que se había casado por lo civil antes de la guerra con aquel alcalde que puso en manos de los falangistas aquel cura Pumareta que luego fue alférez y capellán entre los legionarios. La otra era la madre de Moñigo quien se había convertido en el capazo de las hostias que repartía el mosén cuando los zagales no se sabían la doctrina y la estanquera siempre con la máquina preparada para raparles el pelo.

         El mosén jode y jode y a cargar con los sacos de patatas y de trigo. Porque al mosén, unos años antes de la endiosada locura que le dio cuando levantó el santocristo sobre los restos del antiguo castillo, le dio por salir a pedir patatas y trigo y hasta huevos cuando era la temporada y sabía que las gentes llevaban tiempo acumulando los que ponían las gallinas porque el pollero no había llegado aún con su camioneta. Y los zaquilotes de trigo o de patatas se los hacía llevar al hombro a Pepe el tonto hasta su casa, la del cura, y nunca nadie supo qué pasaba con aquello que decía que quien sirve a la iglesia de la iglesia ha de vivir.

         Y no me da nada, no me da nada, decía Pepe el tonto.

         La única persona que le daba algo era la madre de María la Miguela cuando tocaba en su puerta y le decía pan, pan. Le daba algo más que pan. Sabía que Pepe el tonto era muy laminero y le guardaba siempre unas magdalenas que tenía en el arca. Entre otras cosas porque Pepe el tonto andaba desdentado con tan sólo un par de quijales que le sobresalían de su boca belfa y una lengua llena de llagas casi tan azules y aún moradas como las que le saturaban de pus las piernas de las que no paraba de rascarse.

         Antonio el cojo decía que no sólo se rascaba las piernas, que también se rascaba otras partes escondido detrás de la puerta del corral de la Pirijuana, cuando los mozos andaban por allí  a encasquetársela a la hija del seronero, siempre con hambre, en los momentos en que el mosén de los cojones, según Antonio el cojo, se sofocaba con la estanquera después del runrún rosariero de todas las tardes, que bien que lo sabía Pepe el tonto con aquel ya te digo el mosén jode y jode.





miércoles, 6 de marzo de 2024

El NOI

 




 

Le llamaban el Noi porque tenía una cara en la que no se le marcaba nunca la barba. Sólo una filigrana de bigote como un arco parecido a una ceja que cuidaba con esmero y en ocasiones relucía cuando lo acariciaba con sus dedos impregnados de vaselina entremezclada con el tizne de sus uñas amarillentas saturada por el pringue de la nicotina.

        Nadie sabía a qué se dedicaba el tal Noi para poder pagarse aquellos trajes de tela gris con su chaqueta cruzada y abotonada sobre la que se marcaba la curva henchida de la corbata, sujeta con un bucle que el Noi mantenía como de oro. Un pañuelo de color amapola asomaba su cresta por el bolsillo de la solapa.

        El Noi solía acercarse cuando los sociales se reunían para echarse las copas de coñac después de haber entregado a los guardias los cuerpos torturados de quienes habían sido conducidos hasta los sótanos húmedos de aquel siniestro lugar de la calle Samaniego, donde iban a parar para las diligencias ordenadas por el juez especial militar conocido como El Sapo.

        Era en la mañana de los jueves cuando se dejaba ver por los corros formados por los tratantes y chalanes gitanos, con sus varas y sus cayados de adornos arabescos, debajo del puente de madera, junto al cauce famélico del Turia, cerca de las torres de los Serranos.

        Cuando descendía pavoneándose, apoyada su suave mano marcada en su dedo anular por un anillo salpicado por una perla que él llamaba su diamante, ya los gitanos más veteranos, los de los bigotes gruesos indicadores de su rango, marcaban entre ellos las señas secretas que señalaban su lenguaje. Sabían que el Noi presumía en su cadera izquierda aquella pistola que siempre insinuaba cuando era el momento de la dentellada en forma de mordida dineraria bajo amenaza de denuncia, de cárcel o de paliza cuando se le terciara, ejecutada por sus secuaces que no eran más que los subordinados de aquellos sociales con los que compartía sus copas de coñac.



        El Noi presumía de chulapo y echaba su cuerpo hacia atrás mientras saludaba a los chalanes con un gesto altanero como aviso previo del regreso al final de la mañana cuando los tratos hubieran terminado y los duros arrugados en los bolsillos le iluminaran los ojos.

        Cercano al puente de la Trinidad tenía el Noi su refugio, estrecho, largo y paralelo a la defensa de piedras marcadas defensoras del cauce sin agua. Allí recibía sus órdenes secretas y los sobres con el pecunio que se le ofrecía a quienes como a él, sin figurar en ningún registro, formaban parte de lo que ellos mismos se llamaban como la guardia de Franco.

        En aquel refugio tenían lugar la prácticas de tiro que efectuaba con sus colegas a quienes los provocaba con su chulería presumiendo del revólver que siempre manipulaba mientras levantaba el seguro del disparo. Les hablaba de la media docena que tenía en lo que fue lugar de los aperos de labranza ya en desuso, en una casa entre los huertos de Rocafort, en donde se había apropiado con el cuento embaucador de amores a una moza madura a quien chantajeaba con un noviazgo estirado en el tiempo que nunca llegaba al casorio.

        Les decía a sus secuaces que aprendieran a limpiar y a tener bien dispuestas sus pistolas como él mantenía su revólver y que mirasen cómo circulaba el cargador al que hacía girar y los intimidaba con la amenaza del juego a la bala perdida de la ruleta rusa.

        Entre los chalanes aparecían algunas de las jovenzanas que vendían cacahuetes y altramuces y hasta alguna rosquilla preparada por ellas mismas con harina de estraperlo. Con las artimañas de siempre el Noi las amenazaba sibilino, con la arrogancia sin disimulo de su mano al revólver, el cigarrillo puesto a encender con aquel utensilio del que salía chasqueando una llamarada, los dedos tiznados por la nicotina y el aderezo del retoque en su bigote suavizado con vaselina en su cara barbilampiña.

        Las mozas ya sabían que tenían que coger su canasta, entrar en el largo pasillo donde él practicaba el tiro de pistola, levantarse las faldas y poner el culo a disposición del Noi que disfrutaba baboso.

        Andaban por allí también las hijas de las mujeres presas en la cárcel de santa Clara por entregar algún trozo de pan y sacar la ropa para lavar de sus madres.



        El día aquel, jueves, dejaron en la calle a Rosario, cuando las mismas monjas de las Claras la echaron a rastras y la dejaron en la acera, junto a la puerta de entrada, desde donde se arrastró hasta el puente de madera se remalió de gusto el Noi. Ya Dámaso y Simón el carbonero estaban en el manicomio perdidos en su catalepsia causada por los sociales con los que el Noi echaba al cuerpo sus colpazos de coñac. Ya a Rosario la habían dejado tan baldada y tan en los huesos en que se había quedado por las cagaleras causadas por las dosis de ricino que le daban entre paliza y paliza. Ya entonces las monjas carceleras dijeron al director de la cárcel que ni un día más los olores y los restos entre los que resbalaban dejados por aquella mujer que ya ni podía andar y no llegaba nunca hasta las letrinas colectivas. Y que a la calle y que la limpiara su hija si es que pudiera, que ya tenían bastante con los piojos, con la sarna y con el pus purulento que salía de las heridas de las demás presas, que a la calle, que al fin y al cabo aquella tullida no se podía escapar. Y que se apañara como pudiera con su hija entre las piedras y bajo los puentes del río, que algo le darían los gitanos, los chalanes y los arrieros.



        El Noi ya llevaba tiempo detrás de aquella aun casi adolescente que llevaba a su madre alguna patata asada y algún boniato del espigoleo por los campos de Rocafort. Llevaba ya tiempo observándola y había visto cómo se le fueron llenando sin remedio las tetas a la hija de aquella Rosario a quien ya sabía que llamaban la Tripera. Una adolescencia sin remedio estallaba en ella día a día y las caderas redondeadas se iban convirtiendo en lascivia desatada en el Noi.

        Fue cuando la hija de la Tripera recogió a su madre y la cobijó limpiándola con el agua escasa del cauce del río cuando apareció el Noi y le enseñó el revolver de cachas niqueladas, cuando le dijo aquello del cañón corto, negro y reluciente de su pistola, cuando más chulo que un ocho llevó la mano a su entrepierna y le dio a elegir entre el tiro a su madre o llegarse hasta el refugio donde los de la guardia de Franco practicaban sus disparos. Antes, delante de su madre, tirada en el suelo, le dijo aquello de que le enseñara las tetas que  se le marcaban tiesas con sus pezones como dos capullos a punto de reventar.



       


lunes, 5 de febrero de 2024

Torrero. En la madrugada del día de San Fernando.

 

foto autor desconocido.



Llegó y me dijo que ya tenía el tema sobre el trabajo de “fin de grado”, que le había impresionado un papel desgastado encontrado en el trastero de su casa en donde habían ido a parar los restos de los varios traslados efectuados por sus padres y antes por sus abuelos. Y me enseñó el documento. Roto por alguna de sus esquinas, amarillento y con las letras desgastadas en los rasgos del lápiz con que había sido escrito. Conseguí leerlo. Luego lo leímos juntos. Así decía:

         Llevo dos noches sin dormir. De vez en cuando tengo que ir al retrete. Nos han dado a todos, a los dos pelotones, cuarenta y horas de permiso, libres de servicio, sin recargo alguno. Ni imaginaria ni nada. Sólo que tenemos que acudir a dormir al cuartel. Pasar lista y a la cama.

         A la cama y a dar vueltas sobre la colchoneta y de cuando en cuando al retrete. No he podido pegar ojo. ¿Por qué tenía que haberme tocado a mí? Me metí en esto de la policía armada porque en mi casa ninguno, ni mis hermanos ni yo, teníamos donde caernos muertos. Tuvimos que aguantar aquello de que éramos más gandules que la chaqueta de un guardia civil.

         Había terminado la guerra y mira por dónde me mandaron a Fuerteventura. A vigilar a los soldados de un batallón disciplinario. Sólo estuve allí seis meses. Allá, bien lejos, por Jandía y el Morrojable. Los mejores días de mi vida. La primeva vez que subía en un barco, la primera vez que veía el mar, la primera vez que pisaba una isla.

         Los del batallón disciplinario se cuidaban solos. A dónde se podían escapar. Así es que cigarros y gofio que cambiábamos todos los días entre nosotros. Y allí es donde aprendí a leer y a escribir. Uno del batallón, un maestro desterrado medio cojo a causa de un bombazo, impedido para tirar paladas de arena. Él fue quien me enseñó. Yo no había ido a la escuela ni siquiera un año y medio. Luego me pilló la guerra. Tuve suerte. No me tocó ni siquiera pegar un tiro y pude comer todos los días un rancho que me llenaba bastante más que las gachas que preparaba mi madre cuando teníamos harina. El hambre que yo había pasado se convirtió en hambre de aprender con aquel maestro más bueno que el pan a quien me afanaba en llevarle tabaco del que a nosotros los soldados no nos faltaba.

         Cuando volví al chuzo en donde nos cobijábamos, en la ladera que mira a los altos de Cazorla, ya mis hermanos no estaban. Los dos se habían metido en la guardia civil. Mis padres malvivían de la recogida de la oliva cuando llegaba. Les dije que yo también me iba. A donde fuera. Y me fui a Baeza y me cogieron para la policía armada. Mi hicieron un examen. Todo se lo debo a aquel maestro que tanto me ayudó.

         Pasé por los cuarteles de Ciudad Real y Guadalajara y ya por marzo de este año me dieron el destino en Zaragoza. Y cuando llegó aquel veintinueve de mayo me cayó encima esta agonía que no me deja en paz y no me abandona desde la madrugada de los gritos.

         Que como San Fernando era el patrón de los ejércitos y de los guardias civiles teníamos que ser nosotros, los de la policía armada. Fue por la mañana, antes de la hora de ir a comer, cuando nos dijeron que no podíamos salir de aquel edificio cercano a la casa donde vivían los oficiales, junto al Portillo, que teníamos un servicio especial que hacer.  Ya se nos puso a todos la mosca tras la oreja. Todos, los veinticuatro nombrados, los dos pelotones, veíamos a los sargentos ir de un sitio para otro y llevando papeles de aquí para allá.

         Nos dijeron que no nos metiéramos entre los jergones y al pronto que cogiéramos los mosquetones y los sargentos nos revisaron las cartucheras y comprobaron que llevábamos los tres peines con cinco balas en cada uno. Ya todos nos la tragamos. Nos hicieron subir en las camionetas. Doce en cada una, con nuestro sargento. Una camioneta más pequeña iba delante. Se paró en la puerta del edificio donde vivían los oficiales. Recogió a un teniente. Ya entonces mi sargento hizo que nos fuéramos pasando de boca en boca la botella de coñac.

         Cuando llegamos a la cárcel ya habíamos empezado a beber de otra y junto al café que nos dieron cuando cayó la noche pasaba de mano en mano otra botella que sabía a matarratas. Entonces metieron en capilla a los siete hombres. El cura no sé qué les dijo mientras levantaba la mano y los guardias del primer pelotón los empujaban hasta la camioneta.

         A mí me tocó en el pelotón de las mujeres. Eran siete hombres y dos mujeres. Separados. Los hombres en una camioneta, las mujeres en la otra. Ellos salieron de la cárcel antes que nosotros. Cuando llegábamos a la puerta del cementerio de Torrero oímos una retahíla de tiros, todos a la vez. Cuando estaban bajando las dos mujeres siete tiros secos, espaciados. Andábamos todos, los doce guardias, un poco empapuzados con el coñac que nos habíamos metido en el cuerpo porque no sé dónde aparecieron un par de botellas más. Ya casi se estaba haciendo de día en aquella noche tan negra como mi suerte.

         Una de las mujeres casi no podía andar. Se apoyaba en la otra y aún así fueron a trompicadas desde la puerta del cementerio hasta la tapia de rasillas. Y nosotros uno detrás del otro. A los demás ya no nos los veía aunque ya clareaba aquella mañana de san Fernando. Todo daba igual. Yo seguía en mi noche. Las piernas no me sostenían. Temblaba. Y cuando el teniente le dijo al sargento que adelante el tembleque lo tenía en todo mi cuerpo.

         La mujer que se apoyaba en la otra se cayó al suelo. Acurrucada con los brazos apretados contra su pecho, como abrazando a no sé quién. Sólo la oí cuando con su voz arrasada repetía y repetía mis hijos, mis hijos.

         Cuando abrí los ojos después de apretar el gatillo sin saber dónde fueron a parar las balas ya el teniente apuntaba sobre la cabeza de aquellas dos mujeres que aún garreaban.

         Sólo recuerdo que estábamos delante de una pared hecha con rasillas y al lado estaba el monumento a Joaquín Costa que parecía que nos miraba lleno de ira. Nos devolvieron al cuartel. Y entonces vino lo de libres de servicio.

         Esta mañana me han llamado a declarar delante de un capitán. Y que si cuando subieron los fusilados a la camioneta desde la cárcel cantaron, chillaron, dijeron palabras en contra de no sé quién y si dieron vivas a la República, a los socialistas y a no sé cuántas cosas más. Yo no oí nada. El coñac me había sentado como una lavativa. Sólo aquello de mis hijos, mis hijos.

         Luego los de mi pelotón nos hemos sentado en el suelo y que si el capitán que es fiscal ha dicho que por qué les dejamos chillar y vivas a no sé qué y a no sé cuántos. Mientras íbamos encendiendo un cigarro detrás de otro. No sé quién dijo que el tal fiscal o capitán o lo que sea dice nos iba a llevar a juicio a nosotros, a los sargentos, al teniente, al jefe de la cárcel, al cura que les echó el sermón, a los de la sangre de Cristo que recogieron los cuerpos desmadejados llenos de sangre y hasta al encargado de conducir el carro donde echaron a aquellos desgraciados.

    Miro a los otros guardias, todos fumando, con la cabeza agachada, cada uno a lo suyo, sin hablar.

         De cuando en cuando tengo que ir al retrete. Llevo así desde que en la madrugada de san Fernando, cuando la mujer se quedó en el suelo con mis hijos mis hijos, con el tiro en la cabeza que le pegó el teniente. Entonces fue cuando me hice en los pantalones.


Rosas de sangre sobre la tapia de rasillas. Cementerio de Torrero.


        

 

 


martes, 30 de enero de 2024

De cuando la magia se quedó helada en El Alcamín.

 




Martín ya ha terminado de pintar la bandera. Martín tiene un plumier nuevo y lleno de pinturas. Se lo pusieron ayer los Reyes. Cuando hemos llegado a la escuela es lo primero que nos ha dicho. Que si el plumier se abre con una bisagra y parece una casa cerrada con una puerta y hasta llave tiene que se guarda en el bolsillo. Lo ha dejado sobre el pupitre mientras lo cerraba. Ha sido cuando nos calentábamos junto a la estufa el momento en que nos ha enseñado la llave. Todos la hemos mirado y hasta nos ha dejado pasar la mano por ella, como si fuera una caricia.

         Luego ha sido cuando el maestro nos ha dicho que a escribir en el cuaderno aquello de arriba España y que pintáramos la bandera como la que está ya descolorida junto a la pizarra, que comenzaba el año nuevo, que estábamos en el ocho de enero y que por eso a empezar y que lo primero arriba España y la bandera.

         Algunos han comenzado en la primera página del cuaderno nuevo que les habían dejado los Reyes. Unos y otros se han ido apañando y que si me falta el color amarillo pero tengo el verde y si me lo dejas y yo te dejo la goma de borrar para que vuelvas a echar las rayas. Algunos no sabían por dónde empezar. Le han pedido al maestro el lapicero ese que utiliza, el de las puntas azul y roya con que nos señala las palabras cuando nos hace pasar a leer la cartilla junto al sillón del que nunca se levanta. Ha sacado su navaja de punta roma con que nos afila los lapiceros y nos ha dicho que a seguir y que tuviéramos cuidado y no apretáramos mucho. Y ya unos y otros van rayando el papel sobre el que han trazado los márgenes que separarán el color rojo, el amarillo y luego otra vez rojo. Como los colores de la bandera algo desgastada que está junto a la pizarra negra como el hollín.

         Martín ya ha terminado de pintar la dichosa bandera con la que vamos a estar esta primera mañana después de calentarnos un poco junto a la estufa. Todos miramos de reojo a Martín, a su plumier bien pincho que ha cerrado con la llave que se guarda en el bolsillo y a su mano que acaricia suave ese plumier que todos le envidiamos.

         Las gentes de El Alcamín dicen que en casa de Martín quien trae la magia de los Reyes es un tío suyo que hace poco llegó otra vez por aquí. Que lo habían soltado de la cárcel donde estaba y que allí enseñaba a escribir a los presos. Que aunque le habían quitado el título de maestro después de agarrarlo los tricornios cuando dejó unos panes en el mojón de Carragalve para los maquis en la cárcel le dejaron que enseñara a escribir y a leer a otros presos. Lo han soltado hace un par de días y dicen que hace magia con sus manos y saca pajaritas de papel y aviones que vuelan y hasta con unas cartas viejas de esas de jugar al guiñote construye muñecos. Por eso también engatusa a los Reyes con su magia y le traen a Martín el plumier y las pinturas.

         Yo miro la bandera que ha pintado Martín. Lo tengo en el pupitre delante del mío. No me atrevo a decirle que me deje el pinte ese rojo y el amarillo y así en un traspiés hago la bandera y le pongo junto al arriba España que he puesto con la punta del trozo que me queda del lápiz del año pasado.

         Bien que dejé los granos de trigo que quedaban abajo en la cuadra sin mulos de mi casa, allí donde mi madre encierra las cuatro gallinas que tenemos. Cuando se hizo de noche bajé por las escaleras y como las gallinas ya estaban agarradas con sus patas a los palos y dormidas cogí el bote rumiento y lo puse en el balcón para que se alimentaran bien los camellos de los Reyes y se acordaran de mí. No les dejé ni un papel escrito con lo que quería. Para qué. Cualquier cosa hubiera venido bien.

         No me podía dormir. Me acurrucaba junto a la manta y no me podía quietar el frío de encima. Me levanté mientras mi madre abrazaba dormida a mi hermano, los dos como si fueran uno. Abrí el balcón y vi cómo los chupones de hielo colgaba del tejado. El bote y los granos de trigo estaban allí. Ni Reyes ni camellos se habían acercado. Todo El Alcamín se mantenía en un silencio helado.

         Por la mañana, mientras mi madre andaba encendiendo el fuego y ponía el perol con agua para calentar y preparar las sopas de siempre volví al balcón. Nada. El bote y los granos de trigo, sin tocar. Lo cogí y se lo bajé a las gallinas. Enseguida comenzaron a aletear y se tragaron los granos.

         Yo le daba vueltas otra vez a la magia de Martín. Preso y todo su tío había vuelto y hacía magia. Mi padre ya hacía dos años que se había ido y lo echábamos mucho de menos. Nos escribía cartas. Nos decía que pronto iríamos con él, que seguía cargando los camiones en la fábrica de sacos de esparto donde trabajaba, que pronto encontraría una casa y podríamos ir con él mi madre mi hermano y yo, que pusiéramos comida en el balcón para los camellos de los Reyes, que tenían muchas casas a las que ir y que a lo mejor este año no tenían tiempo de llegar hasta la nuestra en El Alcamín pero que el año próximo él se encargaría de que estuviéramos juntos y que allí en la ciudad en la que estaba había un almacén, en los bajos del mercado central, en donde se abastecían, que él conocía bien el lugar y que les diría que se acordaran de mi hermano y de mí y que guardáramos bien aquella carta que él mismo se la enseñaría a los Reyes el año que viene cuando yo ya supiera escribir sin faltas y les pudiera llevar en mano mis peticiones y las de mi hermano cuando ya estuviéramos todos juntos.

         Mientras tanto me estaba quedando otra vez helado. Lo que quería era dejar de mirar el plumier y la llave que Martín apretaba entre sus manos, que me dejara el maestro ir hasta la estufa y que se me quitara el frío y las ganas de llorar


lunes, 22 de enero de 2024

De cómo el hombre del hielo se ganaba la vida.

 




             Tira. Tira. Tira Lobo, tira.

El perro tiraba con todas sus fuerzas. Los ojos desorbitados. La lengua lloviendo baba salivada. La cadena tensa atada al lateral del triciclo. El collar le apretaba. Se asfixiaba. Y tiraba. Tiraba.

         El hombre apretaba con rabia el pedal. Con su única pierna. La derecha. Una albarca sujetada con tiras sacadas de los mismos pantalones. Uno más corto. El otro para qué. A tijerazos cortado sin orden. Como un colgajo vacío. La pierna delgada. Bien marcados los músculos por el esfuerzo. Una camiseta sin mangas. Manchada de sudores.

         El perro atado pespunteaba delante del triciclo aupado por el esfuerzo. El hombre atizando. Tira Lobo, tira. Subía y bajaba su cuerpo en cada pedalada.

         Triciclo, perro y hombre. El del hielo. Dando tumbos sobre aquella calle enterrada, llena de baches, siempre a la espera del asfalto que nunca llegaba.

         Las barras de hielo. Media docena. De un metro de largas. Cada una se tambaleaba contra el palo. Goteaban con los golpes marcados por los baches.

         El del hielo arreando al perro como si de un mulo bronco se tratara. Y tira Lobo, tira.

         Era el verano. Cuando los calores descomponían los tomates o las lechugas y alguna salchicha protegida antes en la fresquera arpillada, metida en aquella nevera que sólo mantenía algo el frescor, hasta que el hielo comprado a cuartos al hombre del triciclo mantuviera  frío el serpentín sobre el que aquel trozo de la barra, cuarteado, se iba derritiendo y dejando el charco sobre un plato de latón en la parte baja de aquella nevera comprada a plazos que se cerraba con dificultad y, de cuando en cuando, había que abrir  para que el olor a podrido  inundara toda la casa.

         El del triciclo no paraba. Iba y venía por todas las calles del barrio. Sudaba y sudaba. Y el perro tiraba y tiraba. Babeante. El pelo abundoso inundado por sus propias babas caídas sobre el pecho, sobre la espalda, sobre las patas.

         El triciclo, el hombre y el perro. Y gritaba. “El del hielo”.

       Era entonces cuando frenaba, paraba el triciclo, se ponía el palo que le servía de muleta debajo del sobaco, mecagüen la guerra,  y troceaba de un golpe la barra de hielo. A peseta el cuarto lo vendía.

         El perro entonces se quedaba parado, jadeante, con la lengua fuera, tieso, vigilante, atento mientras su amo guardaba el dinero en el bolsillo y echaba la muleta de palo encima de las barras.

         Y entonces otra vez volvía el tira Lobo, tiráaaaa.


lunes, 15 de enero de 2024

Alfambra. Año 1955. De cuando mosén César Navarrete era el amo del cotarro.

 


Mosén César Navarrete. Brazos cruzados, porte distinguido, mirada firme, protagonista. Los demás, incluidos los acólitos curas, son comparsas en la representación escénica. (El lenguaje corporal también importa, e impone)

Notas para un estudio de la lengua durante el franquismo. 

A la manera del maestro de filólogos Viktor Klemperer (La lengua del tercer Reich. LTI)


     Estamos en 1955. Puro esplendor de Franco y sus gentes en el sometimiento de todos sus súbditos, los españoles. Quedan, después de la batalla, las cárceles y los fusilamientos.

    Uno de los suyos, de los vencedores, es el cura de Alfambra y vaya cómo escribe y cómo impone lo que dice. 

Cuarta y última página de la hoja parroquial quincenal.

Bregado en Goebbels, Alonso Bea, el Tebid Arrumi, Manuel Aznar y José María Pemán. No sé si los había leido pero estaba impregnado de todos los topicazos que se repetían en los programas de radio, sobre todo en el "parte" de las diez de la noche que emitía radio nacional de España y en el periódico "Lucha" de Teruel.

    Lean, lean la cuarta y última página de aquel panfletillo quincenal redactado por la única mano escrituraria, la del cura, la del mosén, aunque su nombre nunca aparecía. Se convierte en maestro de historiadores y cuenta la Historia como él quiere que sea. Así "los franceses fueron expulsados de nuestro suelo". Ganamos, dice, pero oh subconsciente "la revolución francesa (madrastra vencida en los campos de batalla) produjo desórdenes y calamidades interiores". Y la conclusión que extrae: "la pérdida de nuestro Imperio de América".

    Ah, el Imperio. Luego vendrá lo de "por el Imperio hacia Dios". A ver quién es el guapo que desentraña el significado de la máxima anterior y la similar "España es una unidad de destino en lo universal". 

    Y todo esto, ténganlo bien claro, con esta afirmación tajante: "esto dura desde las Cortes de Cádiz del año 1912 hasta la Cruzada de Liberación del año 1936". (Dónde quedan, por ejemplo, la guerra del Rif, la dictablanda de Primo de Ribera o la Segunda República) .

    Todo resumido en su afirmación tajante, doctrinaria, franquista.

    


    Porque, claro, la LIBERTAD no era más que un ataque a la Religión, a la Patria, que son quienes mantienen la paz y el bienestar social (Libertad, Religión, Patria, Paz, Bienestar social. Agítense estos sustantivos y escúpanse a placer y saldrán de su boca las "libertades de perdición").

    Período vergonzoso este, dice el cura, e insinúa que desde el poder "alentaban contra la propia vida de la patria. ¿Recuerdan aquella jota Patria y virgen es mi lema, patria y virgen mi cantar, mi patria es España entera, mi virgen la del Pilar? Pues eso, machaque lingüístico diario, festivo y quémásdá.

    De ahí a las guerras carlistas. Opone a los de la boina roja con los liberales, es decir entre los isabelinos y sus opuestos por convertirse en reyes, que de eso se trataba. Otra vez la palabra "libertad" que el cura interpreta como propiedad de los liberales en un galimatías lingüístico que se queda estancado. Y sigue con libertad, liberales y liberación y de la España "no digna" del "triunfo" carlista. Y, claro, no podía faltar la intervención de Dios, salvador de errores y pecados y de las fuerzas del mal que condujeron (a España, la Patria) al borde del abismo.

    Y ahora es cuando el cura revoluciona y retuerce sus neuronas para darle vueltas a su cotarro lingüístico y mezclar providencia, sangre, sacrificios, monumento a la libertad demolido por los carlistas que "ahora", en lo que llama Cruzada, son salvadores e hijos de los héroes, aunque carlistas, vencidos en 1874. 

    Y llegamos a la plaza de la Libertad actual protagonizada por el obispo Polanco, emblema del triunfo sobre el "dominio rojo" bajo el yugo de la Patrona (la Virgen, la más santa de las santas que así entendía por Virgen) y todos "mártires" de la Religión y de la Patria (sustantivos propios y por eso con mayúsculas).

    Y todo se resume en "nuestra aportación en sangre a la Cruzada de Liberación del año 1936". ¡Cuánto tiempo sacudió esta palabra Cruzada y Liberación! Faltaba el adjetivo que siempre se añadía "Nacional", aunque para mosén César Navarrete no hacía falta añadir o historiar, porque como él mismo escribe "la llevamos escrita en nuestra propia carne", como un hierro marcado a fuego en nuestra identidad. Todo eso cerrado con una revolera taurina dedicada a un tal Palancas, Palanquicas, que parece que los tenía bien puestos aunque no añada el sustantivo que los lectores imaginan.

        


    

    Miren ahora la altivez escrituraria de nuestro mosén para cerrar esta página volandera quincenal que entregaba durante la misa dominical a las gentes previo donativo dinerario "obligatorio".

      Se bautiza a dos niñas: María Rosa y María Teresa. La primera hija de dos destripaterrones que no merecen el tratamiento de "Don" ni de "Doña" antepuestos a sus nombres, la segunda, cual hija del señor Veterinario y su esposa merecedores del título de tratamiento. 

    Siempre ha habido clases sociales marcadas por el uso lingüístico. 

      Más adelante da cuenta el mosén del fallecimiento de una niña de nueve meses, hija de Marcelino y de Florentina, esta última hermana de aquella Doña Isabel y cuñada de Don Bernardo, los veterinarios. 

    Y una de las obsesiones del cura, la primera comunión, que defendía en estas mismas hojas volanderas a machamartillo y que se celebraba en la fiesta de Corpus Cristi, recibida por los niños primero y las niñas después, que siempre ha habido clases, acompañados de sus padres según riguroso orden de memorización de la doctrina católica atornillada por las obstinadas mujeres catequistas de Acción Católica.

       Pero... el calendario sufre una excepción celebrada el 26 de julio, cuando Don Joaquín y Doña María pasaban sus vacaciones en Alfambra y traían a su hija Ana María. Una comunión única y exclusiva para ella que por algo tenía el padre el título de Maestro y su derecho al Don, aunque no sé si el mosén sabía que había tenido que pasar, el Maestro, por la depuración correspondiente y por el tribunal de responsabilidades políticas, consecuencia de aquella "Cruzada de Liberación Nacional, por sospechoso.


       Una vez más la "lengua al servicio del Imperio". Y estamos en agosto de 1955.