domingo, 23 de agosto de 2015

Regreso al huerto de la abuela.





 
Abuela y nieto. Pasa la vida.




 Regreso al huerto de la abuela muchos años después.



Lo encuentro hoy invadido por las hierbas crecidas a lo largo del verano. Está lleno de armuelles y espiguillas. Las lluvias y el descuido han hecho que las judías quedaran sin encañar, que sus flores se soflamaran con los calores del primer julio y que el fruto no apareciera. Las patatas se han quedado escuálidas, devoradas por las mariquitas que aquí llaman, sin más, sapos.



         Se me agarran a la ropa las raspas delas espiguillas y aún los pinchosos carruchos que se alzan entre las ortigas amenazantes con sus granículos plenos de alergias sobre mi piel.



         Es entonces cuando observo el dedo meñique de mi mano izquierda. Es entonces cuando me doy cuenta de nuevo de las heridas que aún conservo tantos años después. Mis falanges guardarán siempre el rastro que dejaron en ellas las numerosas veces que me corté, y casi segué, un trozo de mis dedos. Es entonces cuando remedo esta fotografía de la abuela, otra vez en un día de fiesta en este lugar de Orrios, cuando los mozos y las mozas bailaban el pasodoble en la Lonja levantada por los villanos servidores de esta Encomienda sanjuanista, cuando ella, con su carretillo, con su vencejo entrelazado con un nudo sabio trabado con sus expertas manos extraído del bálago del centeno aporreado en la era, cuando ella, con su delantal trabajado lleno de manchas, se acercaba hasta aquí para retratarse con su nieto que no debía tener más de tres años y conservar para siempre la imagen del final y el inicio de una vida.



         Algunos años después, a mi vuelta aquí en los estíos de mi infancia emigrada a la ciudad, retornaba al regazo de la abuela y ella me iba enseñando, a golpes de trompazos con la vida, el cuidado de las judías, de las patatas, de las acelgas, de las borrajas, de la recogida de las hojas de los olmos, de la siega del alfaz con la hoz que aquí aún se llama corbella, con la que me cortaba una vez y otra estos dedos que entonces, aún sangrantes, me curaba mi abuela con las hojas aterciopeladas de guardalobo que ella misma machacaba con sus dientes.



         Era entonces, cuando el sol se escondía por Palomera, cuando volvíamos a la casa y al corral y esta mujer de venga y dale toda la vida, con su voz, convocaba a los conejos y a las gallinas que un día y otro andaban escarbando entre el fiemo, y era entonces cuando les lanzaba los restos de las hierbas escardadas en el huerto atadas con el vencejo sobre el carretillo, recién arrancadas entre las judías, las patatas, las acelgas y las borrajas del huerto hoy inundado de hierbajos.



         Con los últimos rayos de sol la abuela entraba en la paridera donde ramoneaban los corderos recentales a los que ofrecía los tallos tiernos del alfaz fresco en ocasiones salpicado con mi sangre. Y entonces levantaba sus ojos cansados hasta el nido de golondrinas que un verano y otro, allí mismo, anidaban y permanecían hasta el inicio del otoño, cuando, como yo, emigraban de nuevo.



         Y entonces, ya casi en la anochecida, sin saber yo nunca cómo ni conocer su lenguaje, las golondrinas y la abuela conversaban entre gorjeos y aleteos, entre revoloteos alegres en torno a su cabeza, mientras le quitaban algún grano de trigo que la abuela mantenía entre sus dientes.



         Muchos años después recuerdo, evoco la fotografía con la abuela y su nieto, el carretillo, el vencejo de centeno, el delantal manchado, el pelo lacio recogido en un apretado moño, el rostro arrugado por los surcos labrados de la vida entre el niño boquiabierto, con su cara de extrañeza, y la mujer madura que va enseñando en el día a día de quien vive del trabajo de sus manos sobrevolada por las alegres golondrinas.

 
El huerto de la abuela, hoy.@cac

viernes, 14 de agosto de 2015

Supervivencia








        Dijeron que querían hacer supervivencia.
       El casi setentón les dijo que de acuerdo, que tiendas de campaña, que sacos de dormir, que mochila al hombro, que comprar botes de alubias, de lentejas y de garbanzos, que unos cazos para preparar los desayunos, que unos platos de usar y guardar sin tirar en cualquier sitio, que una cantimplora, que un hornillo para calentar esas judías, esas lentejas y esos garbanzos, que unas linternas, que botas para caminar y sandalias para vadear barrancos… y no sé cuántas cosas más.
   Y, hala, camino y mochila al hombro.
   Y la primera jornada, en los inicios de un julio de calores como nunca, tomaron el cauce del Guadalope, más allá de Aliaga, cuando el río horada y se introduce entre los peñascos del puerto de Majalinos. Siguiendo el camino que el cauce se va abriendo entre áridas paredes pétreas de formas caprichosas caminaron y se refrescaron en sus aguas, vadearon el río cruzándolo de un lado a otro, bebieron el agua que brotaba  por las grietas de la roca que son fuentes, preguntaron los nombres de aquella o esta planta, inventaron aventuras de su imaginación cibernética, cuando las rocas del abrupto paisaje se convertían en monstruos que asustaban a los evadidos camuflados, bajo los sombreros que ocultaban su rostro en la huída de los fantasmas habitadores de la erguida y aún firme masada abandonada.
    Luego, por fin, descubrieron su ansiada “boca del infierno” y, sin dudarlo, se lanzaron al agua desde las rocas y se dejaron llevar por el sonoro rumor de la cascada hacia la serenidad del vado.
   El casi setentón miraba atento y guardaba el silencio asustadizo de quien nunca supo nadar.

En el camino las rocas ofrecen, a borbotones, agua fresca. @cac

Camuflados bajo sus sombreros se alejan de las voces fantasmas silenciadas en la masada. @cac

Aquí está Polifemo, abriendo y cerrando los caminos a su antojo. @cac

Las tierras yermas abandonas por los masoveros. Tiempos pasados, ¿y futuros? @cac

¡Eco, eco, ecooooooo! Piedra y agua. La boca del infierno. @cac

¡Anda, abu, atrévete y verás!@cac

   

domingo, 9 de agosto de 2015

Alfambra. Gayuberos. Esencia de espliego

Esencia de espliego.@cac






    Alfambra. Gayuberos. Esencia de espliego.-

   El día de antes se llegaron hasta las ramblas que descienden buscando el cauce del río, por donde se pusieron bravas las aguas caídas los últimos días julio que llenaron de barro rojo arcilloso los aledaños de estas ramblas llamadas desde antiguo de Juan Pérez, Altabás y de la Hoz.
  Segaron con corbellas (así aquí llamadas las hoces) los tallos ya en flor del espliego, esa herbácea natural y antigua que se comercializa en las perfumerías de lujo con distintos nombres producto del cultivo industrializado de la lavanda que no es sino una estilización menos pura que el auténtico espliego.
  Ataron los haces, que los más antiguos aún llaman fajos, y los depositaron en el local que fue en los años sesenta del siglo pasado el almacén triguero. A la mañana siguiente ya andaban preparando los antiguos alambiques de cobre. Cortaron con una guillotina los tallos del espliego, lo introdujeron en el depósito apretándolo firme, lo rellenaron de agua, lo aplicaron al fuego, esperaron a que alcanzara el punto de ebullición, lo fueron trasvasando mientras el ambiente se llenaba de aromas embaucadores, destilaron con suave tacto la esencia que lenta iba goteando, lo introdujeron en pequeños frascos, lo sellaron, lo rotularon con el nombre de “Espliego. Esencias de Alfambra” y ya lo ofrecieron como perfume embargante a quienes quisieran.
  Eso hicieron estos días, siete y ocho de agosto, algunos alfambrinos. Recordaron tiempos pasados, trabajaron a gusto porque sí y porque quisieron, se hermanaron en una comida con perfume de espliego y se lo pasaron en grande.
  Enhorabuena gayuberos y hasta el próximo encuentro.

El espliego dispuesto en fajos. @cac

Guillotinando el espliego. @cac

Cocción del espliego. @cac

Primer trasvase. @cac

Inicio de la destilación. @cac

Destilando gota a gota. @cac

La giganta y el cabezudo afinaron su olfato aromático. cac.