viernes, 22 de octubre de 2010

Golondrina

                                          

                                                                          Golondrina




                Se sorbía los mocos. Lloraba. Ya sabía del sabor salitroso de las lágrimas. Le caían las gotas, como torrenteras, por las mejillas. Estaba acurrucado, sentado sobre sus propios talones, en la ladera del barranco Piazo, en una de las correderas marcadas por el paso, un día y otro, del caminar de las ovejas. Llevaba las alpargatas rotas, deshilachadas ya por la careta, perdida la entrama del esparto por las suelas. El pantalón corto, remendado en las culeras, sujeto por un tirante terciado y el pelo rapado, por lo de los piojos. Y lloraba. Lloraba en silencio mientras miraba el cuerpo hinchado, con las patas en alto, como cuatro mazas que intentaran batir sobre el tambor del cielo.
            “Ya se acabó, Golondrina. Y ahora quién me llevará hasta los Pelarchos. Ya ellos se han ido a segar hasta allá arriba. Han aparejado la mula y el macho y han tenido que repartir la carga que tú sola llevabas hasta allí. Ya sabes que la mula no es de las que aguantan samugas ni  serones y no sé cómo les habrá ido hasta llegar al tajo. Ella va buena para enganchada entre los tiros del carro, en medio del macho, en las varas, y tú como puntera. Pero ya no vas a estar nunca más, Golondrina. Tú eras quien conducía la reata. Los pariste a los dos y nunca más te volviste a quedar preñada. Capitana del carro, delante de los dos, con tu pelo bayo donde espejeaban los rayos reflejados del sol que abrasaba, con tu cuerpo espacioso, con tus ancas potronas, tu potencia de tiro y tu sabio conducir, sereno y firme, todo dominado desde esa cabeza altiva, surcada tu frente y cara por la raya blanca, traspasada con un rayo llegado hasta tus belfos, esos que ahora mismo están tiesos, los mismos que agitabas cuando me acercaba hasta ti y movías y movías para decirme no sé qué, que sólo te faltaba la palabra.
            Me lamías las manos con tu lengua, tirabas hacia arriba los dientes y entonces relinchabas, que parece que te reías, o me avisabas cuando venían unos y otros, que el relincho más alegre lo dedicabas a la abuela, cuando se llegaba hasta nosotros metidos en la acequia del Cubo, para que tú comieras la mejor hierba, la que más te gustaba, la fresca de las primaveras.
            Pero ahora estás ahí, patas arriba. Ya no eres yegua ni eres nada. Dentro de poco vas a reventar. Te has puesto tan hinchada que me das miedo. Me dan miedo tus ojos, aquellos donde me reconocí  una y otra vez, tus ojos azabaches, donde se miraban la casa y el corral y la abuela que iba de un lado a otro, metiendo vencejos en el serón y los cestos con los pucheros de las patatas cocidas sazonadas de grasa del último matapuerco, mientras yo te acariciaba y te miraba, y me miraba en tus ojos.
            Tus ojos, ahora, se han quedado abiertos, traspasados por este sol que calienta las lomeras y ya ni reflejan los rayos de este lorenzo que me taladra las sienes. No me atrevo a acercarme hasta ti, que estás ahí abajo, en la rambla por la que vienen las barrancas cuando las tronadas. Me das miedo Golondrina. Me das miedo. Me asustan tus patas, tiradas hacia lo alto, aporreando un cielo sin alcance. Temo que de un momento a otro revientes esa piel tan tiesa  que se te ha puesto y lances sobre estas laderas todas tus tripas hinchadas, por alimentar a esos buitres que ya han empezado ahí arriba la amenaza de su vuelo. De un momento a otro se van a dejar caer por aquí y yo no podré aguantar más y me tendré que marchar, dejándote para siempre. Dentro de unos días sólo quedará de ti la jabeda del esqueleto de tu vientre y una cabeza sin ojos que ya no será la tuya. Y habrás dejado de ser la mejor moza yeguaraz, la que engendraste con el más potente garañón, el Moro de crines hasta los suelos, en una apasionada cubierta en la libertad afemada del corral del molino Lamaquila.
            Ayer por la mañana apareciste muerta, despatarrada entre la paja fermentada por los orines y los boñigos de la cuadra. Fue la misma abuela quien te vio la primera. Ni siquiera una palabra. Vio que estabas muerta. Luego habló del mal de la gota o no sé qué. Al poco la cara de la abuela se llenó de arrugas, que parece que le labraban aún más los surcos resequidos sin semilla.
            Te trajeron hasta aquí con el cuello ya tronzado, caído sobre los flancos de las varas del carro, tirado por tus hijos huérfanos, el macho Noble y la mula Roma, que te subieron sin su guía puntera por el camino lleno de piedras aljezares hasta este barranco, taladrado ahora por el sol del mediodía y el afilar rasgado de las patas de las chicharras.
            Me das miedo. Ya los buitres están cerrando sus círculos y ya están cada vez más cerca. Se han parado allá arriba, donde comienzan las escorrentías del barranco. Ya me voy a ir de aquí, con las mangas de mi camisa llenas de mocos y de lloros. Ya no podré llegarme contigo hasta la acequia del Cubo a la salida de la escuela, ni la abuela nos mandará hasta los siegos de la mies en la rambla cascajera de los Pelarchos, ya no habrá reflejos en tus ojos, ni sorberás con ruido el agua fresca que te sacaba del pozo, ni risas relincheras, ni caricias sobre la raya blanca de tu cara.
             Que por eso te llamabas Golondrina.”


           

martes, 19 de octubre de 2010

Viejas fotografías. El abuelo Mariano.

                                                       

                                           El abuelo Mariano


              Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de Repoyo. Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. Pero a base de golpes y de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo, construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de hombre cuerdo en toda la redolada. Nunca había ido a la escuela y, sin embargo, engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de engañar a aquel abuelo sabio. Su inteligencia natural la expresaba con silencios que jamás se atrevió a explicar y que nunca comprendieron quienes le rodearon.
            Tenía una expresión seria en su rostro surcado por cruzadas arrugas en su frente partida en dos mitades. La inferior de un color casi quemado por los soles y los cierzos de esta tierra. La superior blanca, como corresponde a las gentes que andan por estos lugares, cubierto el cuerpo con la ropa de las rudas panas y la cabeza con un sombrero en los veranos y una gorra en las mañanas, las noches y la larga invernada. Hasta donde llegan las prendas de abrigo el color de la carne adquiere un blanco lechoso. En la cara, los pómulos, los ojos, la nariz, las orejas y las manos, señalaban el moreno cobrizo.


            Llamaban la atención sus manos y aún más los dedos en ellas insertados. Los de la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios. Los de la mano derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y el anular se habían reducido hacia el centro de la mano y no los podía extender hasta la altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro se contraía de dolor.
            Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo. Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, puso la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme por este otro lado”.
            El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos montes de Dios. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Allí nadie derramó una lágrima. El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del cementerio cercano.
           
           

jueves, 14 de octubre de 2010

El molino de "La Maquila", en Orrios.

El molino de "La Maquila" en Orrios, desde su huerta.
                                                               



                                                                   El molino de “La Maquila”



   Aprovecha las aguas conducidas desde el azud de Orrios, las que sirven para regar la vega de Alfambra. Justo allí, donde comienza el regadío. Fue construido a finales del siglo XIX. Se precisó cavar una acequia nueva surgida desde el mismo azud y así se pusieron en regadío algunos bancales de Orrios que formaron la partida que desde entonces se conoce como “Sobre la Zaica”, porque estaban encima de la primitiva acequia que desviaba las aguas que ya regaban desde tiempos remotos la vega de Alfambra, justo desde este azud hasta el de Peralejos, quince quilómetros más abajo.
            Se ganaron media docena de bancales para el regadío y además se tomó la pendiente suficiente para que las ruedas del molino cumplieran su oficio. Y hasta se le dotó de un canal externo que alimentaba una dinamo y dio luz eléctrica al molino cuando ni siquiera la tenían en las casas de Orrios. Era el comienzo de una industrialización que luego no se consolidó en estas tierras, que aprovechaba  los recursos naturales y sólo producía servicios y beneficios.
  Por él, y hasta la década de los sesenta del pasado siglo, llegaban las gentes de Orrios, Alfambra, Escorihuela y hasta de lugares más lejanos para efectuar su maquila. Venían con sus granos en estos tiempos, por la sanmiguelada, cuando los sacaban de sus graneros y se cercaban por hacer la molinada, la conversión en harina del trigo que serviría para el pan de todo el año. Y también algo de cebada, o avena o centeno, que aprovecharía para el pienso de los animales. Se avecinaba el invierno y había que guardar para los malos tiempos.
            Más adelante, después de nuestra última guerra civil, mantuvo en sus cuadras una parada de sementales que fueron los padres de los mulos que sirvieron de fuerza de labranza hasta que la llegada de los tractores los dejó en el recuerdo.
            Cuando yo era un zagalote llegaba hasta allí con las talegas de grano que abocábamos sobre la tolva y asistía al runrún constante de las ruedas movidas por el agua tumultuosa que luego seguía bullendo en cascada hasta el río. Era el momento también de terminar de recoger el fruto ofrecido por los manzanos de la huerta que rodeaba el molino. Porque el lugar era, y aún es, un oasis que alberga un microclima. Allí, a la vera del molino, los ciruelos, cerezos, perales, membrilleros, azarollos, manzanos y hasta una morera, florecen, maduran y rinden su fruto según va caminando la añada. Y en el huerto,  las patatas, judías, bisaltos, habas, cebollas, ajos, tomates, lechugas, borrajas, acelgas, y otras especies llenan, todavía hoy, las necesidades de los propietarios, dos hermanos que viven en Escorihuela, hijos del último molinero que regentó también la parada semental hasta mediados de los pasados sesenta.
            Todos los lunes están por allí y mantienen la maquinaria del molino a punto por si un día se decidieran de nuevo a moler, tomando su derecho ancestral al riego, desde que un acuerdo de tiempo moro, anterior a la llegada de brabazones y vascones que vinieron a poblar según Fuero otorgado por Alfonso II a finales del siglo XII, estableció el sistema de riego  a cambio de ciertas tierras.
             Así, la partida que allí comienza, una estrecha faja de tierra entre la acequia y el río, donde comienza la vega de Alfambra, pasó a formar parte del término de Orrios con derecho a riego todos los lunes de sol a sol. Justo hasta donde se ensancha más el regadío en lo que es la partida de El Palomar ya de Alfambra.
            Y es entonces cuando el uso lingüístico comienza a hacer de las suyas. Los estudiosos filólogos le llamarán fonética lingüística y el molino de “La Maquila”, es decir de la molienda y del pago por derecho de la misma, devendrá en “La Maquina” por efecto del uso paroxítono que hace que en estas tierras digamos pajaro y cantaro frente al castellano pájaro o cántaro que nos lleva a la neutralización de máquina con maquina y maquila. Por eso hoy es complicado hacer entender a la gente que el molino de “La Maquila” debe su nombre al uso que se hacía del mismo.
   De igual manera debemos explicarle que la partida de tierra que allí mismo comienza y,  por la misma razón lingüística, tiene su origen en la “Vega de Alhambra” que devino en el uso de la “Vega Lambra”. Y así también la que hoy se rotula calle “Auces”, en Orrios, ha sido una corrupción lingüística, esta más grave, porque la adoptó  hace poco años, por ignorancia, el propio Ayuntamiento, de lo que fue calle de “Los Sauces”, la central de Orrios, por donde discurría una acequia, ahora subterránea, que alimentaba el lavadero público, riega los campos del pueblo y estaba protegida por estos sauces y sargas en donde en mis tiempos de zagal chapoteábamos en los veranos y sufríamos los resbalones con los hielos de los inviernos.
            Todo esto hará que se convierta en el territorio literario de “El Alcamín” donde los lugares se inventan en juegos lingüísticos que se nombran, para dificultar al lector, como Benialba, Larroya, Lamaquila, Manzanal o el propio Alcamín.

El molino de "La Maquila" desde el sobradero de aguas.
                                                

           
           

domingo, 10 de octubre de 2010

Patrimonio de Aragón

         He aquí un nuevo libro del veterano profesor Agustín Ubieto y del joven investigador José Luis Garrido[i].
        Maestro y discípulo se han juntado para ofrecernos este repertorio referido al rico patrimonio aragonés.
            Quien ahora, en la época de su jubileo, dirige la Universidad de la Experiencia en Zaragoza y ha sido Catedrático de Historia en Instituto de Bachillerato, en la Escuela del Magisterio, y de Didáctica de la Historia en la Universidad de Zaragoza, además de animador cultural y organizador y director de las anuales jornadas de Metodología de la Investigación Científica sobre Fuentes aragonesas, fue también, durante muchos años, Director del Instituto de Ciencia de la Educación. Un gran didacta y un maestro de maestros.
            Con su experiencia y su capacidad didáctica y con el empuje de la juventud, ofrecen ahora un repertorio de bienes patrimoniales de Aragón. Casi doscientas cincuenta entradas organizadas en forma de fichas que ocupan cada una de ellas una página. En ellas, acompañadas siempre de un grabado alusivo, se nos ofrece información, con rigor científico y exposición didáctica de los casi innumerables bienes patrimoniales de Aragón.
            El archivo de Agustín Ubieto contiene información para que nos pueda ir ofertando algunos libros más como éste. Sin embargo, en este libro de 335 páginas las agrupa en capítulos que tienen que ver con la naturaleza al desnudo, los sentimientos que dejan huella, el hombre agrupado socialmente, el agua y la sal como elementos esenciales en la vida del hombre, los símbolos del poder, el campo como fuente de vida, la muerte que siempre nos persigue, la cultura y el ocio, el arte y sus manifestaciones.
            A través de estos capítulos, que podrían ser muchos más, se nos ofrece un repertorio, científico y didáctico, que servirá para el lector primerizo, para el que comienza su andadura por la vida, para el conocedor del patrimonio, para el investigador, para el apasionado de la cultura, para el gozador de la vida sin más.
       Con estas páginas, que le remitirán a otras, conocerá mejor quien en ellas entrare el rico patrimonio aragonés.


[i]  Agustín Ubieto. José Luis Garrido.-  Comprender y disfrutar el patrimonio de Aragón. Mira editores. Zaragoza 2010.

miércoles, 6 de octubre de 2010

El Alcamín, territorio literario.

                                                                          
                                De camino con Juan Rulfo.



                      Te llevaré por allí, Juan Rulfo, ya viejo amigo de gentes, de tierras y caminos en esta tarde de temblores. Siéntate. Aspira tu cigarro. Avaricioso. Hundes los carrillos de tu cara escuálida. En ocasiones tragas todo el humo. Sabes que te hace daño. Y sigues y sigues. Dejaste el alcohol. Con el cigarro no pudiste.
                El humo y tus silencios. Son ellos los que me hablan. Sigues ahí. Con tu mutismo intenso. Como el de mis gentes. Esas que están ahí enfrente. Silenciosas siempre. Mis gentes.
                El Alcamín. Entre El Tormagal y El Regajo. Al otro lado del río. Debajo de la piedra de Rodrigo. Por donde trazaron la primera acequia, cuando les dieron la tierra. Tres peirones. En el prao San Miguel, en la subida hacia las cuevas de las arcillas, en el límite de Benialba. Barrancos. El mejor el de Las Suertes. Venidos a menos el del Sauco y el del Peñiscoso. Secanos. El monte y las carrascas. Los pequeños huertos. La vega entre las casas del pueblo y el río. Los chopos de la riera. Ovejas. Labradores y ganaderos. Poco de todo. Las gentes apretadas en casas, debajo de los cinglos limitadores de Los Planos. Donde comienza a atacar el cierzo. Desde Larroya se sigue el curso del río. Estrechas tablas de bancales regados con acequia tomada desde el azud. Los lunes el agua es de El Alcamín. El resto de la semana para Larroya. Larroya ahora sembrada de chopos. Porque el regadío dicen que no rinde. La falta de agua. Desde el azud para abajo. Justo hasta el molino Lamaquila. Cerradas las puertas. Abandono en los huertos de alrededor. Donde los mejores frutales. La entrada del agua a las ruedas de la molienda llena de olmos negros invasores. Dentro la maquinaria intacta. Los dueños ya no viven aquí. Donde la yegua sacudía un par de coces, harta de los arrumacos del Moro o del Bayo percherón. El puente de tablas. Allí está. Sólo para cruzar andando. A lo sumo con un mulo. Nunca pasó por él un carro. Iban por el cascajar, más abajo. Ahora uno ya no se moja cuando cruza por allí, ya digo. En el recodo del molino Lamaquila y el puente aún queda un buen badén de agua. Refugio de los barbos. De cuando en cuando echan alguna trucha. Justo les viene, los pescadores se hacen con ellas al momento. Se acabaron los cangrejos. Ni uno. Tantos antes. Te descalzabas, metías la mano en los caños, te dejabas pinzar los dedos con sus patas, los sacabas suave, y ya. Luego a la sartén. Un poco de aceite, puñao de sal, cangrejos y a esperar que se pusieran como tomates. Los goterones resbalando por los labios. Tiempos aquellos. 
    
El prao San Miguel. Cruzado por la acequia que hace de sangría para regar Las Cañadas. Siempre cubierto de un verdín silvestre. Aunque digan que el agua de la balsa es salitrosa. Allí estuvo siempre. Sigue ahí. En tiempos fue de la tierra dada. En rotación. Como las parcelas. Cada cuatro años a una familia distinta. Fue cuando lo roturaron. Los dos primeros años, bien. Remolachas sembraron casi todos. Fueron años de lluvia. Luego se agostó la tierra. Allí es bien pobre. Debajo del verdín como ceniza. Se abandonó. Ni siquiera nacían los cultivos. Mejor cavar una acequia sangrada más honda, por conducir el agua hacia la balsa. Volvió a nacer el verdín. Ahora es lugar de femeras. Montones de fiemo. De unos y de otros. Los muchachos, hace unos años, dijeron de jugar al fútbol. Cuatro palos. Dos cuerdas. Levantaron las porterías. El mejor campo del altiplano. Con césped y todo. Al lado de los chopos. Los que plantábamos en andalán como nos indicaba el señor maestro. Una grulla despistada, algún pato y un par de fochas he encontrado estos días, cuando comencé a volver, por levantar mi casa. Dos parejas de martín pescador se posan de cuando en cuando en los cables del tendido eléctrico, aquí junto al poste del barranco Carnuzo. Tienen el nido abajo, junto al desvío del azud. Rebentón plumaje azulado. Vuelo rápido. Se lanzan como saetas y se clavan con el pico en el remanso del agua. La Vega Lambra se riega con el agua del río, en el camino hacia Larroya. Por la parte de arriba el secano pedregoso. Por donde el carro de las remolachas, en el invierno de los fríos. Los que rompían las sogas en la mañana de la lucha con los Zoqueros. Justo en el límite de los términos de El Alcamín y Larroya, donde las trincheras de la guerra. Algunos bancales ya en abandono, por la sequía de estos años. Imposible llevar allí el agua de la nueva balsa, esperanza de El Alcamín, orgullo de las gentes. Ya lo habías dicho tú, Repoyo. No te creyeron. Aún hoy Liborio va diciendo por ahí que no y que no. Qué le vamos a hacer. Al otro lado del río Las Cañadas. Ya en el camino de Elcamorro. No faltan polvaredas en los veranos, por el paso de los tractores y los ganados. Ya los mulos se acabaron. Ni uno. Ni por asomo. Miguelo trajo una yegua hace poco. Preñada. Parió. Un buen potro juguetón. En la esquina del corral los tiene, junto a las ovejas. Sólo por tenerlos. Su padre trajo el mejor percherón a El Alcamín. El que le partió la pierna de una patada. Recuerdo de Golondrina, la yegua baya con la franja blanca en la frente. Con la que hablaba la tia Novata mientras se miraba en sus ojos azabaches.
      
Se han salvado Las Cañadas con el riego de la balsa del prao San Miguel. Entubaron también las viejas acequias. Perdían agua por aquí y por allá. Ahora riegan. Aún hay quien gruñe de cuando en cuando. Encima del camino las cuevas de Roma. Nunca entré en ellas. Ya bastante con mi madre. Se refugiaron allí, cuando los bombardeos de la guerra. Y luego por miedo a las columnas moras. Ya sabes, tuvo que salir por la ventana del corral, saltando la acequia, por salvarse, huyendo. Era una niña. El hambre sexual del soldado. Por allí ya las tierras blanquean. Es en el otro lado del río, el que da al Este, donde les dieron la tierra. Las bermellonas son de Larroya. Aquí fueron heredadas. Por eso se creen tan flamencos. Ahora se joden, que no tienen agua. Por eso los chopos. Debajo de las cuevas de Roma lo que queda de la ermita de San Miguel. Para los viejos un recuerdo. Para quienes zagales entonces, diez años después de la guerra, cuatro paredes desmoronadas. Para mi madre visión desde las cuevas de Roma de los moros que entraban y salían en la ermita. Tanto frío tenían que acabaron quemando las vigas del tejado. Para calentarse. Ya ves. Qué cabeza. Un reguero de nada sigue hacia arriba por el barranco que llega hasta el Corral Royo. Allí donde se enriscaron las ovejas. El lado de la solana aún tiene buenas tierras. Con algo de cascajo, pero fuertes. En la umbría no se crían más que las aliagas y los espinos. Piedras deshechas. Convertidas en polvo blanco. Por eso allí la yesería. No queda más que un hoyo profundo excavado a base de pico. Allí dejó el yesero colgadas las albarcas, cuando le dio por meterse en el horno, porque no veía salida para sus hijos. Ardió en las mismas piedras. Algún día serán regadío. Ya lo verás Repoyo. Que tienen esperanza en la balsa. La que hicieron en El Campillo. Camino hacia El Alcamín, el lugar, digo. Ya enseguida los pajares.

En el límite del secano con lo que se pueda regar. Por allí te pasaste unos años, Repoyo. Por trazar el camino y a su lado la acequia. Aprovechando al límite el terreno, por donde podía alcanzar el agua. Tablas estrechas de bancales desde el camino hasta el río. Por repartir bien la tierra. En El Alcamín todos tienen poco. Pero todos tienen. Aun los que se fueron conservan algo. Hoy son pajares abandonados. Algunos convertidos en parideras. Los muros de adobe. Paja y tierra. Metidos entre tablones y a esperar que seque. Se manmtienen en pie las paredes. Las eras de la trilla junto a ellas, llenas de aperos de los tiempos actuales. Algún día habrá que recogerlos. Hacia El Alcamín hay que cruzar la rambla Lacanal. Por allí desaguan los barrancos que vienen desde El Pobo hasta el río. Se recoge uno de los ramales que bajan desde Val de Peral. Bordeando La Muela, a la altura de El Campillo y de Los Planos. Separadas las moles por las barranqueras, las que arrastran y las que recogen el agua. Siempre el agua. Qué hubiera sido de El Alcamín sin estos barrancos. La casa que fue de Martina, en alto, encima de la acequia. Por eso veía irse el paso del agua. Y ella sin nada. El pajar del tio Pilaro. Toda la vida cerrado. Recibe todos los cierzos, justo en el límite de La Muela. Allí comenzaban los surcos en el concurso de la arada, por San Isidro. Pensé poner allí mi casa, antes de llegarme hasta aquí, en la era de Terrer. Debajo ya la casa del Repoyo y de Novata, el cementerio, los huertos y El Regajo. Camino hacia arriba Las Suertes. El mejor barranco. Ya ves, Repoyo. Donde más trabajaste, donde te empeñaste en trazar caminos, por preservar los bancales. No te cayó nada en suerte. Aún se conservan las calzadas que tú trazaste. Barbacanas llenas de los olmos que dijiste había que sembrar. Por sujetar las tierras. Allí siguen. De nuevo los negrillos han vuelto a brotar. Por allí me perdía buscando las moras en los ribazos. Los mismos que queman los mayorales en este viernes santo. Caminos que llevan a Val de Peral, y a su fuente, por seguir hasta Los Planos  y el Monte. Lugar de todos los cierzos ya te digo. Refugio de las liebres y las perdices entre las carrascas. Algunas arrancadas.Por aquello de la avaricia de la roturación hace unos años.La jodieron. Qué se le va a hacer. Allí nacían El Sauco y El Peñiscoso. Quién sabe si no se agotaron por eso. Desde Val de Peral a Los Planos el camino se hacía difícil. Volcaban algunos carros en la bajada. Por las piedras. No hubo manera de levantarlas a golpe de pico. Ya lo sé, Repoyo. Hubo que esperar muchos años después. Con los tractores de oruga. Desde este camino, el de la umbría, hasta el otro, el de la solana. En medio las tablas de los bancales cruzan el barranco. Surgen allí las aguas de los caños que llegarán hasta El Regajo. Y al fondo, arriba, junto a la ladera de las galindas, el nacimiento de El Vadillo. El que da la vida al lugar de El Alcamín. Que no se seque nunca. Si se seca El Vadillo, El Alcamín se muere. Que aguante. Salpicada la ladera de nogueras, en la umbría. Cuando no llegan los hielos tardíos dan sus buenos frutos recogidos en otoño.

Un día llevé por allí a mi amigo el de El Bierzo. ¡Que en aquellas tierras tan ásperas aquel nacimiento de agua! Y por eso los bancales de Las Suertes. Desde El Regajo hasta El Vadillo queda la tierra salpicada de nogueras. Todas se deben a la abuela Novata. Le dio por ponerlas en los bancales. En los que se podía regar, que la noguera requiere agua. Hizo un plantero en el huerto, junto a la iglesia. Y dio nogueras a quien las quiso. Hasta las puso ella misma en los lugares que le decían. Centenarias son algunas. Qué le vamos a hacer. Las cosas son como son. Desde el huerto del tio Victoriano, junto a la cueva de Andrés, protegida por la mejor encina de El Alcamín, sube el camino hasta El Campillo. Empinado, lleno de escorrentías, peligroso en las bajadas. Allí han puesto la balsa, orgullo hoy de los alcaminianos. Ojalá la hubiesen levantado antes. Ya tú Repoyo lo pensaste. Se pudo haber trazado la acequia algo más arriba. Y los demás que no y que no. Que no se ganaba la altura. Bien medida la tenías tú. Veces y veces habías andado arriba y abajo. Que sabías que ganaba en altura. Pero ahí perdiste. Que había mucho que picar y que no acabarían nunca. Que ya tenían bastante con los caminos para llegar a la tierra, la que les dieron. Y tú que había que pendar en los que vinieran. Nada. Que si quieres arroz, Catalina. Allí levantaste Los Corrales, cerca de La Mezquitilla. Ya sabías tú de los muertos que aparecían. Todos con la cabeza hacia el Este. Tierra de moros en tiempos. Quién sabe. Orgullo de El Alcamín hoy la balsa del agua. El año pasado regaron por primera vez. No les faltó agua. Aún se necesitan acequias por terminar. Aún falta un empujón. Habrá que ayudar. Quien pueda.

Debajo de las eras que se asoman por el cinglo queda  El Alcamín. Justo la acequia de El Cubo limita los pajares. Queda el lugar arracimado, entre las calles estrechas, retorcidas. Llegan desde la Mayor, donde la iglesia. Todo queda por aprovechar el terreno. El baldío para trazar las casas, casi como nuevas, la tierra buena para el cultivo. Debajo mismo del molino, justo en el barrio alto, donde la vieja herrería. Más allá el horno, al lado de la iglesia que fue cural, con sus piedras talladas en la puerta aún hoy. En la cuesta el trinquete donde le dábamos a la pelota. Encima la escuela. Allí Raimundo te enseñó a escribir, un poco antes de echar el vuelo hacia abajo como las golondrinas cuando barruntaban el frío. La iglesia y la calle Mayor. Y la casa del Marqués de la Cañada, con el tejado a punto de desmoronarse. Desde los pajares de El Campillo, junto a San Cristóbal, se ve muy bien. Queda el escudo heráldico y algunas piedras de la antigua capilla. San Cristóbal a mi lado, desmoronado. Sólo los muros de las paredes, recuerdo de los antiguos juegos: Tres navíos en el mar… y otros tres en Portugal. Jugando a descubridores de la mar océana. Nosotros. Los de la tierra adentro. El Alcaidao. Buena hoya. Rojiza. Mirando al Sur. Y las tierras hacia Benialba y Manzanal. Los Pelarchos, al otro lado de la rambla del té mieloso. A lo lejos Palomera. Y el cerro testigo de Larroya con el Santocristo arriba. Tio seronero, dice Benito. Hermosa la vega hacia Benialba, en el camino hacia el Tormagal. Con la balsa en los veranos presumen los panizos y los alfaces. De cuando en cuando castigados con un apedreo. Pero aun así ahí están. El Tormagal abastece el río y sirve para que rieguen las cuatro familias que quedan en Benialba. Qué sería Larroya sin este manantial.


                En los comienzos del otoño tengo mi cita anual con El Tormagal. El abandono de los campos por sus dueños han hecho de él un lugar salvaje. La casa del masovero y el viejo molino han quedado cubiertos por la selva arbolada. He encontrado ya allí mis propios senderos. Camino entre zarzas, espinos, negrillos, cerezos silvestres, rebollos, alguna carrasca, chopos y álamos, además de la ajedrea y los espliegos perfumados. Todos muestran su diverso colorido. Toda la fuerza marcada antes de empezar la muerte aparente cuando llega poco después el invierno. El manantial discurre, borbollando. Hacia abajo, buscando el río. Entre las hojas caídas, los hilillos de agua discurren sin ser vistos. Mis botas camineras marcan la humedad y por ella me guío. Es el momento del regreso. Desde allí queda la vega de El Alcamín, con el lugar y sus casas y sus gentes en medio, mirando hacia Larroya.
                Aquí levanté mi casa, Juan Rulfo, sobre la era de Terrer, al otro lado de El Regajo, por dialogar con mis muertos.

                                                                               Invierno 1.999.-

lunes, 4 de octubre de 2010

La sanmiguelada.

     En estos días de finales de septiembre, con el inicio de la sanmiguelada, el manzano que ofrecía sus flores en primavera rindió su fruto. Es el anuncio que indica que el ciclo de la añada va a terminar. El cereal ya se rindió. Los campos labrados vuelven a recibir el grano preparándose para la invernada. Se están abonando los rentos de las tierras con las cuentas ajustadas. Es tiempo de contar según a cada uno le fue en la feria que días se celebra en la llanada de la Sierra, en el lugar de Cedrillas. Antaño pasaban por Orrios las reatas de mulos camino de la feria. Cada uno atado al rabo del que le precedía. Luego los lugareños se llegarían hasta allá arriba por si ver si podían vender alguna punta de ovejas, o llevarían a lomos del mulo o de la burra los zaquilotes de patatas metidos en los serones. Con su venta verían si podían comprar algún mardano para sanear la sangre de su hatajo de ovejas. Es posible que necesitaran un mulo que se ajustara a su presupuesto. Cerrarían los tratos con un apretón de manos con el chalán gitano y puede que acordaran el tiempo en que el corretxer se llegase por el pueblo para reparar alguna collera que reventó con la trilla o, si aún quedaba alguna perra, moldeara un aparejo para la labranza o para los enganches del carro. Los rabadanes se apañarían con los amos de los ganados para preparar la bajada en el invierno al viejo Reino con las ovejas preñadas, las vacías se quedarían en la Sierra aguantando los fríos.
      Pronto empezarán las rosadas mañaneras. Los pocos tomates que quedan en los huertos no madurarán, las esquerolas se quemarán con los hielos aunque las protejan con hojas de guardalobo,los chopos comenzarán a tomar su color amarillento y, poco a poco, dejarán caer sus hojas alfombrando los caminos, las nogueras ofrecerán el esqueleto de sus ramas mientras las nueces caerán entre las hierbas de los ribazos.
     Los niños que aún quedan en estos lugares habrán vuelto a la escuela y no harán caso a los tractores que sustituyeron en los pasados años setenta a la fuerza mular. Los adolescentes irán y vendrán al Instituto y sus padres se refugiarán en el silencio de las noches esperando un futuro que no adivinan.
     Son los tiempos que vuelven con la sanmiguelada.