viernes, 31 de diciembre de 2010

San Silvestre, coge la capa y vete

    Con la atardecida la borrasca se ha metido entre los barrancos que sangran la Sierra. Una oveja se ha desventrado en su caída por los picachos de las agudas pedrizas. El pastor la carga sobre sus hombros y emprende el camino azotado por la ventisca. Se acerca la última noche del año y la quiere pasar en casa con sus hijos pequeños y con su mujer, quienes le esperan al reclamo del calor de los leños de carrasca donde brotan las llamas.
                      El camino es largo, como larga y dura fue la añada que hoy termina.


@cac.



@cac.
@cac.
@cac.

@cac.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Juan Rulfo en El Alcamín.

     
      Llevo mucho tiempo con los libros de Juan Rulfo. Un día y otro los cuentos de "El llano en llamas" y "Pedro Páramo" me acompañan y en ocasiones me persiguen. No me dejan en paz por los caminos del páramo.
     Hace ya más de diez años que Juan Rulfo apareció entre los papeles de El Alcamín. Traigo aquí, ahora, su llegada.

 
Juan Rulfo
                                                
                                                                      
                                                                           Rulfiana, 1
        

Fotografía. C.A.C.










Fotografía. C.A.C.









Fotografía. C.A.C.

lunes, 20 de diciembre de 2010

"Somos". Canto de identidad.

                    He aquí un canto que nos identfica.
           En estas noches frías, cuando las fuentes quedan congeladas y  el rumor de las aguas se detiene, por las calles silenciosas los mozos de las recias rondas lanzan su canta aprendida entre hogares, cumbres nevadas, páramos y cielos límpidos y  hasta los más jóvenes rapean la copla.
        Gracias a su autor José Antonio Labordeta quien nos dejó hace poco.
        Como él decía: aprieta recio, paisano.
         
          En el silencio suena la melodía de los violines.
          


http://www.youtube.com/watch?v=7kmpS-bfryE


   

martes, 14 de diciembre de 2010

Escuela cerrada, pueblo muerto.

Fotografía y textos C.A.C.
¿Mereció la pena dejarse la vida en estos machadianos páramos de asceta?

Mereció la pena.

La vida es de quien la vive.





Fotografía C.A.C.
Fotografía C.A.C.


Fotografía C.A.C.




Fotografía C.A.C.




















viernes, 3 de diciembre de 2010

FRÍO.

Mañana de rosada en Orrios.
         

                 No temo el frío en el cuerpo. Me da miedo tener el alma helada. Mi familia me salva.



Manzanos y chopos. Orrios.


          Se fundirán las nieves.
          Se sazonará la tierra con los fiemos fermentados.
          Volverán a brotar los cultivos.
          Los chopos traerán su sinfonía de hojas.
          Los manzanos reventarán en flor.


         Ahora son esqueletos rotos velando al lugar que espera.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Pastores. 2.- Mahmoud, Majmud.

                 

Allá lejos veía la polvareda, que aquí dicen polsaguera, como una nube deshilachada en grumos hacia los altos de la sierra. Era un día de sol de los finales del verano, esos en los que me pierdo andando y andando por los caminos y sendas sin más límites que la tierra ondulada, rojiza de arcillas, y el cielo de cuando en cuando salpicado por una diminuta nube que se agradece cuando te protege del sol que abrasa.
                Había llegado hasta el pilón desmoronado de la derruida ermita de Santa Catalina. Antes aún había acariciado los derruidos muros de adobe que fueron cobijo de las gentes que habitaron la masada, en la ladera de la loma que mira hacia el sur.
                Desde arriba, desde el pilón, tenía todos los horizontes. El Esquinazo al Norte, La sierra del Pobo al Este, la Peña Gorda al Sur y Palomera al Oeste. Más cerca, en el fondo de la suave ladera, ya convertida en rastrojera después de la recogida de la cosecha, una paridera con los fiemos en plena fermentación convertía el aire en una náusea. Luego, más hacia el fondo, el reguero que recogía el agua que llevaba las aguas hacia las tierras de la masada Blanca, y más allá hasta el pozo de la del Abad que la fonética de las gentes convierten en su habla en la masada Lava. Así son las cosas. Pero seguía la polseguera, o la polvareda, allá a lo lejos.
                El edificio de la masada del Abad es una ruina. Hace un par de años aún se mantenían el tejado y las estructura de la casa, cerradas las puertas con cadenas y candados. Hoy ya el tejado se hundió y las paredes traseras, construidas con recios adobes se han agrietado. Queda la fachada de piedra que mira al sur, con sus ventanales y balcones, pero se han venido abajo algunos tabiques desmoronados por el efecto de las manos que se llevaron hace un tiempo los restos de la balaustradas madereras de la escalera y hasta los suelos de las antiguas rasillas de la entrada. Aún una antigua aventadora que fue moderna hace tan sólo sesenta años aguanta sin robo debajo del tejado entreverado de cañizo, donde fue el portechado del corral. Delante, el círculo de la era se mantiene marcado por el límite de las piedras cabeceras que fueron su bardera.
                Pero abajo, en el reguero, queda el pozo y aunque el abrevadero tiene los canelones destrozados, parece que con mala intención, no hace mucho que ha quedado cubierto y cerrado con puerta, e instalado una bomba manual que extrae el agua a golpe de brazo que refresca y sacia la sed. A su lado una mesa de madera con sus bancos anclados en el suelo debajo de unos chopos cabeceros, que por estos lugares se llaman camochos, hacen que quien recorre estos caminos descanse en el silencio de sus pasos.
                Hasta que decides seguir de nuevo el camino y ya entonces más cerca la polseguera, o polvareda, deja de ser la cervantina de giantes o molinos y se convierte en un hilerón de ovejas que caminan a vivo paso detrás de un pastor que muy ágil y firme, con sus pasos encaminados hacia el corral y los amplios cobertizos de la otra masada cercana, la Blanca.
                Es entonces cuando te encuentras con un hombre con la cara de tez morena protegida por un sombrero y encima otro, embutido en su mono de trabajo que protege unos pantalones asomados encima de las botas. Lleva el cayado de pastor, que aquí dicen garrote, cruzado detrás de su cabeza, caminando así, con vivo paso, como un crucificado.
                Nos ha bastado un saludo para darnos cuenta de la alegría que supone encontrarse aquí, en este páramo desolado donde las ovejas buscan los restos que quedan entre los rastrojos dejados por las cosechadoras. Nos hemos dado cuenta los dos que nuestras lenguas madres son distintas, pero nos entendemos con pocas palabras. Por eso de inmediato aparece la sorpresa y las sonrisa cuando los dos llevamos la mano al corazón y decimos nuestro salam halicum reconocido de inmediato por otro halicum salam.


                No podemos hablar mucho rato porque las ovejas amodorradas buscan la sombra del cubierto en la paridera. Pero aún así tenemos tiempo de decir nuestros nombres, de recordar las tierras duras del Atlas de donde proviene Mahmoud, o Majmud, de señalar cuánto se parecen los lugares de donde proviene el pastor y en donde aún tiene a su familia, de no saber si la traerá o cuando ahorre algunos dineros se volverá para allá, para poder comprar unas cuantas cabras como esta que ahora se acerca y nos topa con su juego. Sabe que no podrá nunca tener este rebaño de unas mil ovejas que cuida un día y otro. Llegó hace un par de años y, sin saber muy bien cómo, aterrizó, nunca mejor dicho, en estos lugares. Los suyos, allá en su tierra, se le aparecen aún más ásperos, sin esperanza del cultivo del cereal, con suelos más pedrizos, donde algunas ovejas y más aún las cabras comen los hierbajos entre los guijarros pedreros.
                Nos veremos otro día. Sí, nos veremos.
Mahmoud, o Majmud, ya está arrastrando la tarranclera de la corraliza. Yo inicio también el camino de vuelta, hacia el oasis del río Alfambra. Rememoro las vivencias y las palabras de Viance, el personaje con que Ramón J. Sender nos hizo vivir los momentos del desastre de Anual en aquella novela que se llama Imán, que tanto se refleja en estas tierras donde, a veces, como en el Atlas magrebí, hasta los gorriones se asfixian.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Pastores. 1.- José

Por el Campillo, buscando el pasto.
               

Va camino de cumplir los ochenta y dos años. Todos los días sigue sacando su punta de ovejas . Así desde que apenas tenía diez años. Entonces aún iba a la escuela porque en su casa, para sus padres, la escuela era sagrada.
                Pero en cuanto salía de ella ya tenía preparado su tajo en la paridera, que si limpiando las comederas, que si sacar la sierle, que si extender la paja, que si destajar las crías para amamantarlas, que si ayudar en algún parto mal dado. Luego, en cuanto venían los días más largos y cuando terminaba el curso con los veranos ya le esperaban el zurrón con el hatajo pequeño del rezago parturiento. Sólo en las solinas del mediodía algún refugio  a la sombra de los chopos, junto al río, donde las ovejas se amodorraban.
 
Debajo de la noguera, en las Suertes.
        
No hubo más descanso que los casi dos años de servicio militar obligatorio por la Zaragoza de Torrero, donde aún hoy los pinos de Venecia saben de la mano que los puso. Luego otra vez ovejas y tierras áridas y mulas de labranza y venga y dale a la azada, que aquí dicen legón, por matar las hierbas del duro cultivo de la remolacha, o los surcos de patatas, o, en los inviernos, tornear el fiemo para que bien fermentara y sazonara las siembras del centeno, la avena o la cebada.
                Tiene las orejas llenas de sabañones reventones y dolorosos, acuchilladas en las mañanas de hielos esperando las primaveras que harán verdear los trigos para que luego lleguen los veranos de la siega, antaño con corbella o con la feroz boca de la dalla. Sin encontrar tampoco el descanso de las noches porque le toca regar en los Cuadrones y el agua ni espera ni se pierde. Mientras, los hijos han ido llegando y dando más trabajo y más alegría a la casa que se mantiene cada día con la mujer tan esforzada, tan dura y tan tierna como él.
                Se le ha ido pasando la vida. El tiempo no se detiene para él ni para nadie. Sigue adelante la sonrisa de este hombre y el abrazo de siempre cuando te ve de nuevo y el preguntarte por tu vida, el compartir contigo la comida que contiene su zurrón y el puñao de  nueces que te ofrece, recogidas por esa mano de piel tan suave recién lavada en el Regajo, sazonada con la placenta, que él dice raidera, que tuvo que extraer hace un rato durante el último parto algo mal dado de la oveja.
                Ahí lo tienes, más tieso que un ocho, me dice cuando señala al cordero que aún tiembla sobre sus patas, mientras se agarra con fuerza a las tetas de su madre moviendo la cola en la primera mamada.
Ya ves, vuelve a decir, todos los días, la vida. Es así y no hay más. Hay que saber llevarla.
 

En su casa, a la sombra.
           

martes, 16 de noviembre de 2010

Tolosas, Minguijones, Villalbas, Gonzalbos, Crespos, Vitorias.Montones. Navarros.

Copia del documento original por el que Alfonso II dona el quinto del producto de un terreno, en Orrios, a los Templarios. Original conservado en el Archivo de la Corona de Aragón. (A.C.A,)






1178
Archivo de la Corona de Aragón (A.C.A.)

                        Alfonso II dona el quinto de Orrios al Temple.
                                   1.- Transcripción (Clemente Alonso Crespo)
                                   2.- Traducción (Clemente Alonso Crespo)


                     In Dei nomine et eius diuina gratia. Cognitum sit ómnibus hominibus presentibus atque futuris Quod ego Alfonsus dei gratia Rex aragonensis. Comis barchinonensis et Marchis Provencie facio hanc cartan donnacionis et afirmaciones ¿Domini? Deo et uenerabili domus milicie templi salomonis. Placuit mihi bono animo et spontanea uoluntate quod dono atque in perpetuum concedo jam dicte domus et fratribus ibidem deo seruimentibus ipsam …?... et quintum de illa hereditatem que ipsi habent in Orrios tam de terris  qualis de uineis siue de aliis rebus que hereditat fuit Bernardi de tolosa. Simliter dono et concedo illum quintum quod ipsi freres in Orrios habent de illis uineis. Supradictum autem donatiuum facio Domino do et iam dicte domus et fratribus ibi deo seruientibus ut habeant liberum et franchum in perpetuum. Et siega ¿Et siega?) uel? mei iam dictum donatiuum uoluerimus recuperare possimus hoc facemus? absque? omni impedimento donando jam dicte domus L maravedises  Sin autem habeat iam dicta domus supradictum donatiuum liberum et franchum et ingenuum per facer in suas uoluntates pro secula cuncta. Salua nostra fidelitate et de tota nostra posteritate pro secula cuncta Amen. Presentem? donaciones facio in manu frari Nunius Comendatori domus Osche et alios  framus
                     SigFnum  Alfonsus dei gratiai Regis aragon Comitis barchinnensis et Marquensonis Prouincie.
                     Facta carta apud Hoscam mense Julii  Era Millesima CCma. XVI Reinante pro dei gratia Rege in aragon in barchinona et in provincia  E pero Stphano in Hosca  E Pero ¿Petro? In cesaraugusta  E Pero Johanne in tarassona  Blasco romeu in cesaraugusta. Blasco maza in burgia.  Sancio de Ara Notarius Maioris domo regis.

                     SigFnum berengarii de panotibus(+ -) notarius Domini fortismus hac cara eius mandato scripsit mense et Anno scripto supra




                     2.- Traducción (CAC)


                     En el nombre de Dios y de su divina gracia. Conocido sea por todos los hombres tanto actuales como venideros. Por lo que yo Alfonso por la gracia de Dios Rey de los aragoneses Conde de los barceloneses y Marqués de Provenza hago esta carta de donación y confirmaciones en nombre de Dios y a la venerable casa de la milicia del templo de Salomón. Me place con buen ánimo y espontanea voluntad por lo que doy y concedo a perpetuidad a la ya dicha casa y a los frailes de la misma para los servicios a Dios la misma producción? y el quinto de aquella heredad que ellos mismos tienen en Orrios tanto de las tierras como de las viñas, a saber de todas las cosas que fue la heredad de Bernardo de Tolosa. De la misma forma doy y concedo aquel quinto que los mismos frailes tienen en Orrios de aquellas viñas. Pero hago la supradicha donación (y la) doy a Dios y a la dicha casa y a los frailes de allí para los servicios a Dios para que la tengan libre y franca a perpetuidad. Y sea para que si quisiéramos recuperar la ya dicha donación podamos hacerlo sin ningún impedimento dando a la ya dicha casa Cincuenta Maravedises. Pero si no, tenga la dicha casa la supradicha donación libre y franca y legalmente para hacer en ella sus voluntades por todos los tiempos. Salvada nuestra fidelidad y la de toda nuestra posteridad por todos los tiempos Amen. La presente donación hago en mano a fray Nunus Comendador de la casa en Huesca y a otros frailes.

                     SigGno de Alfonso por la gracia de Dios Rey de Aragón. Era 1216*. Reinante por la gracia de Dios en el Reino de Aragón, en Barcelona y en Provenza. Y con Pedro Stphano en Huesca y Pero en Zaragoza y Pero Johanne en Tarazona. Blasco Romeu en Zaragoza. Blasco Maza en Borja. Sancio de Ara Notario mayor de la casa del Rey.

                     SigGno de Berengario de Panotibus notario del Soberano firmamos esta carta y de su mandato escribí en el mes y año escrito arriba.

                    
* Año 1.178


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                  Este es el documento escrito más antiguo que he podido encontrar hasta hoy referido a Orrios. El original se encuentra en el Archivo de la Corona de Aragón.
                En él se refleja cómo el rey Alfonso II concede el derecho de quinto de un terreno para los Templarios que fue heredad de Bernardo de Tolosa. Gentes de Tolosa, en la actual Guipúzcoa, que vinieron con Rodrigo de Sarria, desde su tierra hoy lucense, a poblar estas tierras. Gentes bravazonas y vasconas.
                Desde entonces se ha venido sucediendo este nombre, ya como apellido o como apodo, entre los descendientes de aquellos que comenzaron a trabajar las tierras cultivadas hasta entonces por gentes moras. Apellidos y apodos que aún hoy son Minguijón, Villalba, Gonzalbo, Vitoria, Crespo, Navarro, Montón, entre otros,  que denotan sus orígenes.
                Pasado el tiempo, a mediados del siglo pasado, encontramos a Francisco Tolosa sentado en las varas de su carro de siempre, arrastrado por dos mulos aparejados a la usanza de los viejos tiempos ( cabezada, collerón, tiros, zofra) con las orejas levantadas esperando la voz de un qüesque o un pasallá del carretero para llevar la carga de remolachas hasta la bodega horadada en la piedra, mientras suenan las ruedas herreras cuando aplastan los guijarros de las piedras que alfombran las calles.

Francisco Tolosa, con sus mulas, sentado sobre las varas del carro.

                Unos años más tarde el mismo tio Tolosa es el reflejo de los tiempos que corren en aquel momento. Son los años sesenta, las fuerzas de él y de los de su tiempo comienzan a fallar. Sentado frente al sol de la tarde sobre un poyo en la puerta de su corral lee Heraldo de Aragón. Conserva la boina de siempre, su ropa de pana de todos los tiempos y las albarcas de toda la vida. Los de su tiempo visten igual. Las tierras ya las trabaja uno de sus hijos que ahora aún conserva los mulos, aunque el carro es un remolque con ruedas de goma. Está a punto el momento en que el arado romano de tiempos ancestrales será sustituido por el tractor. El tio Tolosa y las gentes de su generación, que podrían tener el mismo retrato, asistirán en silencio al cambio de usos y costumbres mantenidas desde los tiempos en que aquellos antiguos dueños templarios recibieron sus tierras.
                Estos abuelos ya tienen algunos hijos que marcharon a la ciudad donde hicieron estudios aquí imposibles. Hoy, sus nietos, ya convertidos a su vez en abuelos, los contemplan entre agradecidos y atónitos, mientras sienten el mismo apego a la tierra, a las gentes que marcan la boina, la ropa de pana y las albarcas.
                 Iletrados pero sabios.

El tio Tolosa leyendo el periódico.















viernes, 12 de noviembre de 2010

Pozal. Pozo. Agua.

Pozal desportillado. Altabás (Alfambra)


- Abuelo, esto qué es.
- Un pozal.
- Y esto.
- La pila donde bebían los mulos.
- Y esto.
- Un pozo.
- Ya lo entiendo, se llama pozal porque saca el agua del pozo.
- Abuelo, ¿tú sacabas agua del pozo? ¿Te bañabas en esta pila?
- Abuelo, tengo calor, saca agua del pozo y nos bañas en esta pila.

             Habían llegado hasta allí caminando por las viejas sendas, poco a poco, al paso que marcan los pequeños. Casi todos los días, de buena mañana, se echan la mochila al hombro y se marchan por los caminos que fueron de herradura y ahora ya de tractor. Muchas veces caminan por donde quieren llevarles sus mismos pasos. Se paran, preguntan una y otra vez sobre cualquier cosa,  se cansan, se sientan y juegan con las piedras del camino, se meten en cualquier cueva y dicen que son mineros y descubren no sé qué tesoros. Y preguntan y preguntan. Y el abuelo responde y sonríe y entorna los ojos castigados por el sol  y rememora tiempos y dialoga con esos nietos que ahora quieren bañarse en la misma pila donde abrevaban los mulos, con el agua fresca de espejo del mismo pozo de antaño. Y ríen y ríen mientras el agua discurre el cuerpo de los nietos.
                Ríen y ríen y el abuelo ríe y rememora. Mientras derrama el agua siente una punzada de antaño. Cae el agua por los cuerpos de los niños y para en la pila horadada en la piedra. Cuando él tenía, hace ya mucho tiempo, los años de sus nietos se llegaba hasta aquí y luchaba con un caldero que se le antoja es el mismo con que ahora baña a sus nietos. Pugnaba  por sacarlo lleno de agua con la soga enmarcada en la carrucha. Aprendió muy pronto a llenarlo justo con la cantidad y el peso que le permitiera subirlo hasta el brocal. Era en los mediodías de las sofoquinas de agosto, cuando las chicharras afilaban sus patas entre los rastrojos del trigo que entonces se molía en las parvas tendidas de las eras. Ahora tiene él la misma edad del que fue su abuelo. Y siente el paso y el peso de la vida que se convierte en historia. Su abuelo le mandaba a dar agua a los mulos cansinos ya de tantas vueltas y vueltas un día y otro en el redondel de la era, mientras los tallos del trigo se deshacían en paja y las espigas desgranaban. Era preciso al mediodía hacer un alto. El abuelo, el suyo, decía, que en los mediodías molían más el sol que los propios pedernales de los trillos. Y tenía razón. Mientras los mulos descansaban un rato y acudían cansinos hasta el pozo y luego posesos sorbían el agua derramada en la pila de piedra el abuelo retocaba las orillas y rastrillaba las espigas sueltas. Los hijos que eran mis padres, refugiados en el pajar, comían las patatas con grasa del último matapuerco, en aquel momento de descanso para ellos y para los mulos. El abuelo conocía aquella copla que cantaba para él mismo el que  quiera trillar bien, que vaya siempre corriendo, a los altos y a los bajos, a las orillas y al centro. Aunque él pocas veces hacía correr a los mulos. Movía el ronzal con suavidad y seguía el camino que una vez y otra rememoraba con la canta silenciosa. Luego, mediada la tarde, cuando el sol no calentara tanto, la parva molida, vendría la barrastrada, y el recoger los granos barriendo la era con las escobas por él mismo trenzadas de las ramas más jóvenes de los guillomos en el invierno anterior. Y a esperar que entrara una punta de aire que no solía faltar y separara el trigo de la paja, hasta que, con la puesta de sol, la noche caía de golpe y no había más remedio que refugiarse en la casa para atender entonces, a golpe de candil, que si un saco roto, o un collerón desmadejado, o el mango de un legón o la esteva rota. Mientras el niño entonces, ahora ya abuelo, jugaba con los hijos de alguna perra recién parida o en engolfaba haciendo rabiar al gato. Y hasta se llegaba a la cuadra, sosteniendo el candil, cuando su padre o su abuelo echaban a los mulos en el pesebre una brazada de paja y un par de puñados del mismo centeno trillado hoy en la parva tendida sobre la era. Les daba de comer a los mismos mulos a los que abrevaba en esta misma pila de piedra horadada donde ahora, abuelo a su vez, baña a sus nietos que no saben más que de calores, en este verano donde siguen y siguen otra vez las chicharras entre los rastrojos de otros trigos que son los mismos de antaño, el mismo pozo de siempre que conserva el agua saciadora de todos los tiempos, la misma pila excavada en la piedra y es posible que el mismo pozal, todo desportillado, con el que hace tantos años daba de beber a los mulos. Los mulos que ya no existen, la era que se quedó abandonada, la casa de la masada ya desmoronada y el silencio roto ahora por el gruñir de una cosechadora que está terminando de dar cuenta de todos los trigos tanto tiempo atrás segados a golpe de hoz y espalda tronzada en el dale y venga de todos los días de todos los veranos.
          El abuelo sonríe y se ríe con sus nietos y no tiene nostalgia de los tiempos pasados. Sólo rememora y siente la impotencia de no saber contar  la vivencia de su historia que es la misma de sus nietos que ahora comienzan en el ir y venir sin retorno que es la vida.
          Mientras, ríen y ríen los tres, jugando con el agua que refresca los cuerpos y calma la sed. 
          Sólo es el tiempo el que pasa.

Pozo de Altabás. En Alfambra.

               

lunes, 8 de noviembre de 2010

El milagro del agua. Orrios

El Regajo. Orrios

  Cuando llega el agua aquí, al abrevadero de el Regajo, ya ha regado los huertos y más arriba toda la partida de las Suertes. Doscientos metros más lejos, a través de los Prados, dejará sus aguas en el río, algo más abajo del azud, allí donde hace ya tiempo, a mano, cogíamos los cangrejos.
 Aquí en El Regajo fueron los años de mi infancia. Aquí en los veranos subido a las bardas de los huertos jugaba y jugaba en el trabajo de la infancia que son los juegos. Mientras las mujeres venían a lavar la ropa en el dale y venga del jabón que ellas mismas fabricaban con los tocinos residuales y la sosa que hacía su oficio. Aquí también se fregaban los cacharros cuando hablaban de unas y otras cosas las mujeres vestidas con sayas hasta los pies mientras los maridos y los hijos andaban a los tajos. En este mismo lugar los mulos paraban para abrevar y las ovejas se acercaban prestas para calmar la sed a la vuelta hacia los corrales. Y nosotros mismos cuando zagales nos amorrábamos sorbiendo el agua glotona.
                Aguas arriba han sido los propios huertos quienes han bebido la misma agua y siguiendo su curso, en calzadas abancaladas, las parcelas de las Suertes se han saciado de los caños que brotan a un lado y otro y del manantial nacido en el Vadillo que hace el milagro de la vida.
                Muchas veces he hecho este camino, desde el Regajo hasta el Vadillo, siguiendo el curso del agua. Si no fuera por este manantial Orrios no existiría. Aquí está la vida de este lugar. Tiempos atrás, allá por mil seisicientos, los dueños y señores de esta tierra que fue Encomienda sanjuanista, cuando tomaban posesión la nombraran como Cañada de Fuentes. Bien que lo sabían y bien nombrada estaba. Este amplio barranco limitado por el Campillo y la Muela es toda una cañada surtida de fuentes, de ahí que después, cuando aparcelada, se convirtió en propiedad de las gentes de a pie fuera llamada Suerte cada salida de riego donde, cuando llega la calor, los frutos de la huerta se ofrecen en su esplendor goloso.

Nacimiento del manantial que da vida a Orrios. El Vadillo

La huertas de la Cañada de Fuentes, hoy las Suertes.

                 También años antes, por 1.181, quien fue Don Rodrigo llegado desde Sarria, en el páramo lucense, según el Fuero de Alfambra que siguió a la carta puebla, tomó posesión de esta tierra. Esta tierra erizada y áspera le recordó a la suya de origen y plantado sobre la elevada piedra caliza que aún lleva su nombre la nombró también como tierra de las aliagas, de los erizos, es decir, Orrios. Pero la amplia vaguada del barranco regado se siguió llamando como se indica en el Fuero. Es a saber: de la cima del puerto de Escorihuela así como las aguas vierten al río Alfambra, y Miravet y Fuentes dentro. (Entiéndae Miravet como Villaba Alta y Fuentes como la Cañada de Fuentes).
                Quienes fueron pobladores antes que el tal Rodrigo, y los bravazones y vascones que con él vinieron se encontraron con un sistema de distribución de las aguas para riegos que es el actual. Fueron aquellas gentes moras quienes cavaron las acequias y distribuyeron este wad que se llamó Vadillo y en la ladera solana de este barranco de las Suertes enterraron a sus muertos, en la partida que aún se llama la Mezquitilla, junto donde hoy se ubica la balsa que acumula esta misma agua. Aún hoy se observan sin más restos de huesos humanos aparecidos cuando se horadó la balsa.
                Subiendo y bajando estos caminos, llevado entre sendas y regatos, por el camino del agua, se me funden la vida y el trabajo, las historia que es la vida de mis gentes, en el quehacer esforzado de los días, por seguir hacia adelante.

Bebiendo agua en el Vadillo.

               

martes, 2 de noviembre de 2010

Conocer la Historia. Alfambra

   

                 Hace ya seis años que se viene celebrando en Alfambra la denominada “Subida a la Encomienda”. Que se produzcan acontecimientos que realcen al pueblo y a sus gentes y que sirvan para dinamizar la vida en el mismo merecen apoyo y respeto. Que se dé por cierto lo que no es más que una invención reclama un estudio apoyado en documentos.
                Así pues, de seis años a esta parte, el Sábado Santo se celebra una fiesta en la que se nombra por parte del Ayuntamiento un Comendador,  quien se dirige a las gentes desde el cerro en donde aún quedan restos del antiguo castillo. Han subido hasta allí en la medianoche del Sábado Santo portando antorchas con el retumbar de los bombos. El espectáculo visual, con su serpiente de antorchas, desde los lugares cercanos y más elevados de Escorihuela y Orrios resulta hermoso, y el emotivo y sonoro haciendo el camino, si el tiempo lo permite, resulta sobrecogedor. Otro asunto es la base histórica en la que se sustenta.
                En algún número de la revista “Alarba” se viene diciendo que en ese sábado se subía hasta el castillo para pagar los impuestos al Comendador de turno. Hasta donde se me alcanza no he encontrado ningún documento, de ningún tipo, que lo confirme, en ningún momento de la historia de esta Encomienda sometida en el tiempo a las órdenes militares de Monte  Gaudio, Santo Redentor, Temple o San Juan de Jerusalén que, por este orden, dominaron este territorio y mantuvieron como vasallos a las gentes de este territorio que desde finales del siglo XII estuvieron sometidos al Fuero de Alfambra y más tarde a los Fueros de Aragón.
                Quienes estén interesados en conocer la historia de este territorio pueden consultar los archivos históricos donde encontrarán abundante documentación y en especial el Histórico Nacional, donde en la sección “Orden de San Juan de Jerusalén. Lengua de Aragón” podrán documentarse acerca de las tomas de posesión de los distintos Comendadores que tuvo Alfambra, de las posesiones que tuvieron en esta villa hasta los años de las desamortizaciones, del vasallaje que juraban los vecinos y de las penas a que podían ser sometidos si no cumplían lo impuesto.
                Los acuerdos de pagos se concertaban para la fiesta de San Miguel el 29 de septiembre, y nunca para el Sábado Santo. Es lógico que se hicieran para esa fecha porque para entonces se ha recogido la cosecha de granos, ha terminado el ciclo de la añada y los ganados se preparaban para la invernada en tierras más cálidas. De modo que los pactos impuestos se podían abonar, casi siempre en especie de corderos y gallinas, además de los cereales.
                Además no se subía hasta el cerro testigo a pagar estos impuestos sino que se entregaba en el granero de la villa, situado primero en donde hoy se denominada calle del Granero y ya entrado el siglo XVIII en el edificio que fueron las escuelas y en la actualidad se encuentra el Ayuntamiento.
                Desde finales del siglo XV era muy dificultoso acceder hasta la iglesia vieja, como lo atestiguan documentos conservados en el archivo de La Seo de Zaragoza, por lo que se decidió construir la actual iglesia que no se terminó hasta el primer tercio del siglo XVII. Las razones que se citan en estos documentos son las climatológicas que convierten el acceso en un barrizal helado. Todavía era más dificultoso llegar hasta los restos del castillo, al que no llegaba ningún camino. El actual se abre en 1956 cuando el cura de entonces enfervorizó a los lugareños a golpe de pico y pala para erigir el actual monumento al Sagrado Corazón. Por aquellos años los escolares accedían hasta las ruinas por lo que quedaba de una senda debajo de los restos de los muros del castillo, senda a la  que ellos mismos llamaban “el jardín”, con peligro de caerse por la angostura del mismo, sometido desde siempre a la fuerte erosión de la tierra arcillosa y granulosa. Erosión que no se detiene y que pone en peligro tanto las ruinas del castillo como el monumento, con la colaboración del propio camino que rompió la unidad del cerro al no respetar el acceso primitivo situado debajo de lo que queda de la muralla, y  por las gradas pétreas que aún se pueden observar junto al recuperado aljibe. Un camino y un monumento del que no se conservan documentos arquitectónicos ni en el Catastro de Teruel ni en el Obispado. Ni siquiera fotográficos, aunque sí eran noticia en las Hojas Parroquiales de los años sesenta del pasado siglo.




                Conocer la historia, respetarla, no manipularla y dejarse de autorías intelectuales sirve para ensalzar las propias fiestas y representaciones. Lo que sí se hacía, según el Fuero de Alfambra, era nombrar a los Jurados del Concejo el Martes de las Octavas, es decir el segundo martes después del Domingo de Ramos. Puesto que según el propio Fuero durante la Semana Santa el recogimiento debía ser tal que ni el Juez podía ejercitar sus funciones. Ese mismo día en que se nombraban los Jurados se intercambiaba un ejemplar del Fuero entre los representantes del Concejo y la autoridad de la Encomienda. Todos los años se intercambiaba y justiciaba con arreglo al ejemplar que no tuviera enmiendas. Se puede leer en el propio Fuero.
                Conviene conocer la Historia.

viernes, 22 de octubre de 2010

Golondrina

                                          

                                                                          Golondrina




                Se sorbía los mocos. Lloraba. Ya sabía del sabor salitroso de las lágrimas. Le caían las gotas, como torrenteras, por las mejillas. Estaba acurrucado, sentado sobre sus propios talones, en la ladera del barranco Piazo, en una de las correderas marcadas por el paso, un día y otro, del caminar de las ovejas. Llevaba las alpargatas rotas, deshilachadas ya por la careta, perdida la entrama del esparto por las suelas. El pantalón corto, remendado en las culeras, sujeto por un tirante terciado y el pelo rapado, por lo de los piojos. Y lloraba. Lloraba en silencio mientras miraba el cuerpo hinchado, con las patas en alto, como cuatro mazas que intentaran batir sobre el tambor del cielo.
            “Ya se acabó, Golondrina. Y ahora quién me llevará hasta los Pelarchos. Ya ellos se han ido a segar hasta allá arriba. Han aparejado la mula y el macho y han tenido que repartir la carga que tú sola llevabas hasta allí. Ya sabes que la mula no es de las que aguantan samugas ni  serones y no sé cómo les habrá ido hasta llegar al tajo. Ella va buena para enganchada entre los tiros del carro, en medio del macho, en las varas, y tú como puntera. Pero ya no vas a estar nunca más, Golondrina. Tú eras quien conducía la reata. Los pariste a los dos y nunca más te volviste a quedar preñada. Capitana del carro, delante de los dos, con tu pelo bayo donde espejeaban los rayos reflejados del sol que abrasaba, con tu cuerpo espacioso, con tus ancas potronas, tu potencia de tiro y tu sabio conducir, sereno y firme, todo dominado desde esa cabeza altiva, surcada tu frente y cara por la raya blanca, traspasada con un rayo llegado hasta tus belfos, esos que ahora mismo están tiesos, los mismos que agitabas cuando me acercaba hasta ti y movías y movías para decirme no sé qué, que sólo te faltaba la palabra.
            Me lamías las manos con tu lengua, tirabas hacia arriba los dientes y entonces relinchabas, que parece que te reías, o me avisabas cuando venían unos y otros, que el relincho más alegre lo dedicabas a la abuela, cuando se llegaba hasta nosotros metidos en la acequia del Cubo, para que tú comieras la mejor hierba, la que más te gustaba, la fresca de las primaveras.
            Pero ahora estás ahí, patas arriba. Ya no eres yegua ni eres nada. Dentro de poco vas a reventar. Te has puesto tan hinchada que me das miedo. Me dan miedo tus ojos, aquellos donde me reconocí  una y otra vez, tus ojos azabaches, donde se miraban la casa y el corral y la abuela que iba de un lado a otro, metiendo vencejos en el serón y los cestos con los pucheros de las patatas cocidas sazonadas de grasa del último matapuerco, mientras yo te acariciaba y te miraba, y me miraba en tus ojos.
            Tus ojos, ahora, se han quedado abiertos, traspasados por este sol que calienta las lomeras y ya ni reflejan los rayos de este lorenzo que me taladra las sienes. No me atrevo a acercarme hasta ti, que estás ahí abajo, en la rambla por la que vienen las barrancas cuando las tronadas. Me das miedo Golondrina. Me das miedo. Me asustan tus patas, tiradas hacia lo alto, aporreando un cielo sin alcance. Temo que de un momento a otro revientes esa piel tan tiesa  que se te ha puesto y lances sobre estas laderas todas tus tripas hinchadas, por alimentar a esos buitres que ya han empezado ahí arriba la amenaza de su vuelo. De un momento a otro se van a dejar caer por aquí y yo no podré aguantar más y me tendré que marchar, dejándote para siempre. Dentro de unos días sólo quedará de ti la jabeda del esqueleto de tu vientre y una cabeza sin ojos que ya no será la tuya. Y habrás dejado de ser la mejor moza yeguaraz, la que engendraste con el más potente garañón, el Moro de crines hasta los suelos, en una apasionada cubierta en la libertad afemada del corral del molino Lamaquila.
            Ayer por la mañana apareciste muerta, despatarrada entre la paja fermentada por los orines y los boñigos de la cuadra. Fue la misma abuela quien te vio la primera. Ni siquiera una palabra. Vio que estabas muerta. Luego habló del mal de la gota o no sé qué. Al poco la cara de la abuela se llenó de arrugas, que parece que le labraban aún más los surcos resequidos sin semilla.
            Te trajeron hasta aquí con el cuello ya tronzado, caído sobre los flancos de las varas del carro, tirado por tus hijos huérfanos, el macho Noble y la mula Roma, que te subieron sin su guía puntera por el camino lleno de piedras aljezares hasta este barranco, taladrado ahora por el sol del mediodía y el afilar rasgado de las patas de las chicharras.
            Me das miedo. Ya los buitres están cerrando sus círculos y ya están cada vez más cerca. Se han parado allá arriba, donde comienzan las escorrentías del barranco. Ya me voy a ir de aquí, con las mangas de mi camisa llenas de mocos y de lloros. Ya no podré llegarme contigo hasta la acequia del Cubo a la salida de la escuela, ni la abuela nos mandará hasta los siegos de la mies en la rambla cascajera de los Pelarchos, ya no habrá reflejos en tus ojos, ni sorberás con ruido el agua fresca que te sacaba del pozo, ni risas relincheras, ni caricias sobre la raya blanca de tu cara.
             Que por eso te llamabas Golondrina.”


           

martes, 19 de octubre de 2010

Viejas fotografías. El abuelo Mariano.

                                                       

                                           El abuelo Mariano


              Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de Repoyo. Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. Pero a base de golpes y de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo, construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de hombre cuerdo en toda la redolada. Nunca había ido a la escuela y, sin embargo, engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de engañar a aquel abuelo sabio. Su inteligencia natural la expresaba con silencios que jamás se atrevió a explicar y que nunca comprendieron quienes le rodearon.
            Tenía una expresión seria en su rostro surcado por cruzadas arrugas en su frente partida en dos mitades. La inferior de un color casi quemado por los soles y los cierzos de esta tierra. La superior blanca, como corresponde a las gentes que andan por estos lugares, cubierto el cuerpo con la ropa de las rudas panas y la cabeza con un sombrero en los veranos y una gorra en las mañanas, las noches y la larga invernada. Hasta donde llegan las prendas de abrigo el color de la carne adquiere un blanco lechoso. En la cara, los pómulos, los ojos, la nariz, las orejas y las manos, señalaban el moreno cobrizo.


            Llamaban la atención sus manos y aún más los dedos en ellas insertados. Los de la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios. Los de la mano derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y el anular se habían reducido hacia el centro de la mano y no los podía extender hasta la altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro se contraía de dolor.
            Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo. Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, puso la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme por este otro lado”.
            El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos montes de Dios. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Allí nadie derramó una lágrima. El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del cementerio cercano.