lunes, 14 de febrero de 2011

Seguir de pobres, Juan Rulfo.

              
@cac.
                                  Seguir de pobres, Juan Rulfo


       Ven Rulfo. Salgamos. Lleguemos hasta esa corraliza. La puerta está astillada. Entremos. Verás. Hace ya tiempo que creció un saúco. Empieza a echar la flor. Te gustará su olor. ¿Florecen los saúcos en Comala? Los muertos, orientados al sol, en este lugar maldito por quienes acabaron con su vida, florecen en saúcos con los inicios de la primavera. Luego serán pócimas milagreras en el recoger de las rosacruces y ensambladoras. Como en Comala, Rulfo, así El Alcamín.

      La calle arrendada. Pagar por recoger los boñigos. La única del lugar. No hay otra. Tú sabes, Rulfo. Los mulos cuando salen de la cuadra. Las ovejas después de dejar el corral. Todos los ganados pasaban por aquí. Al ir y al venir. Todos dejaban su marca. Y qué buenos boñigos. Y qué buena sierle. Y la calle limpia. Y pagar por ello. Al mejor postor. Cada año, después de la misa de la sanjuanada. Primero plantar el árbol, luego, a su vera, la subasta. Siempre ganada por los sin tierra. O por quienes tenían un huerto en Las Calzadas. Un par de palmos de tierra. Todos los días, después de salir los ganados, cuando los pares de mulos ya andaban en la labranza, no faltaban los tres cestos mimbreros repletos de boñigos. Y con ellos a la femera, en la esquina del brazal por donde comienza el camino de Las Suertes. Buen montón al cabo del año. Y buen fiemo. Nunca saldrían de pobres, pero tendrían sus calabazas por alimentar a la cabra y algunas judías para después escaldar y enhebrar en rosarios guardados en los solanares, luego asaeteados por los cierzos. Frescas y sazonadas en los pucheros de los inviernos. Pagar por recoger la mierda. Hecho el trato junto al chopo recién plantado, debajo de la acacia con las hojas a punto de romper, frente a la puerta de la iglesia.
            Alguna mala cara en la mañana. Que le habían jodido el mejor chopo a fulano. Todos los años la misma historia. El derecho de los quintos. La noche de san Juan. Ya le tenían echado el ojo de tiempo atrás, que da mucho de sí el dale y venga de todos los días arriba y abajo. Que si en los Sotos hay uno bien majo, que en los Cuadrones está el mejor templao, que si en el Prao hay uno que ni se puede abrazar. Al final caía el del Molino o el del Zaicacho. Por joder al más rico o al más presumido de aquel año. Pa que aprenda. Tontolaba.
            Había que sacarlo a braza. Aquella noche no valían los mulos. Y tenía que ser de noche. En la raya del alba. Al hacer de día había que estar ya comiendo las gachas, festejando el sol. Cortar con la segur y sin hacer ruidos. Sin que nadie se entere de dónde era la tala, para evitar la denuncia, que nadie viera nada. Y a segur. Nada de tronzador, como en los tiempos de siempre, que así lo hicieron sus padres y los abuelos. Sabiendolo tirar, sin que se rompa la capota. Que si se rompe está capao, y el hombre, hombre. Y luego podarlo. Dejar sólo las últimas hojas. Y, hala, a cargarlo al hombro. Güevos, eso es lo que hay que tener, que somos la mejor quinta que ha salido de El Alcamín. Y arriba, y venga, y cuidao que se nos va. Y al hombro. Y ya está sacado del Soto, o del Molino, o de los Praos. Y siempre por la calle mayor, la del arriendo, hasta la puerta de la iglesia. Y entonces, al suelo. Despacio, no se nos vaya a joder ahora que ya está aquí. T hacer el pozo, para hincarlo. Y la gracia para alzarlo, poco a poco, con las tijeras en cruz de otros chopos más pequeños. Poco a poco. Y tira despacio de las sogas. Ayudados ya entonces por los más veteranos. Y que no les llamaran esqüevaos cuando ya las primeras mujeres bajaran con los cántaros a la fuente. Que ya entonces tenía que estar bien firme, para empezar a comer las gachas del día de san Juan.
            Ya llegó la sanjuanada. Ojalá que no llegara pensaban algunas mozas. Se iban los amores a segar a tierra extraña. Y ya a esperar la vuelta de los agosteros. Había que celebrar el día. Aún quedaban por restaurar los últimos surcos labrados en la calle sembrada de boñigos. Los últimos restos de la locura del carnaval de los quintos de hogaño.
            Y a subastar el arriendo. A ver quién puja. Y los más pudientes a callar, que ellos tenían fiemo de sobra, que para eso disponían de buenos ganados. Era la fiesta de los pobres. Subastar la miseria. Boñigos recogidos día a día. Después de pasar las caballerías camino de los bancales, antes de que se deshicieran pisados por otros mulos o por algún hatajo rezagado. A mano. A tiro hecho. Boñigo y puñao. Y al cesto mimbrero. Aún calientes. Y qué bien huelen, recién cagaos. Y un día y otro que por algo habían ganado la subasta o el arriendo. Y bien contentos. Luego buenas judías y las berzas de los otoños y los girasoles rastreros de sabor amargo antes de que espigasen.
@cac.
            En los veranos el polvo del camino, la sierle de las ovejas, los boñigos deshechos, todo mezclado barrido con las escobas de sargas, directos a los jubones de los serones, con la mula o el burro esperando con las samugas puestas. Y sin parar hasta el bancal, a la espera de que las lluvias fermentaran los fiemos, que si no el estiércol es baldío. Como el pan sin levadura. Que daba gusto ver salir los panes del horno. Paleados por Guzmán, quien más ganaba la vez del arriendo de las calles y los fiemos. Que así vivía. Sin sueldo. Por el pan o los bollos que le daban las mujeres por la masada. De cada treinta panes uno para el hornero, el ofrecido por poya. Y por las fiestas, las tortas con cañamones y los chichorros de la papada frita de los puercos, o los sobaos hechos con grasa. Todo alimentaba. Y media docena de zagales pasando hambre.
            Ahí arriba están los dos, Juan Rulfo. El Guzmán y la Guzmana. Media docena de hijos. Cada uno dio por un sitio. Los hombres no volvieron del servicio militar, Cada uno quedó por un lado. Sólo uno tornó y de pastor toda la vida. Aún zanquilea por ahí. Es un sin ley. Un barrastras. No respeta ni a Dios ni a su amo. Una hija de putón dicen que va. O que fue, que vieja ya debe ser. En la miseria murieron el Guzmán y la Guzmana. Les tuvimos que llevar la poca comida que conseguían tragar. De hambre murieron. Entre otro y yo les cavamos el hoyo. Costó que el Concejo pagase los cajones. Los hijos ni se sabe. Les dimos tierra aquí mismo. La que no tuvieron cuando todos fueron a los Pelarchos. Guzmán no tenía ningún mulo. Entonces hacía esteras de esparto y serones y capazos. Luego hasta el esparto se hernió y todo se lo llevó por delante la tierra cuarteada por la falta de agua. Ya al final ni arriendo de la calle. Un día cubrieron la acequia que bajaba por ella, la que recogía el agua del Cubo, después de mover el molino. Ya los mulos se acabaron. El año pasado el viejo, cojitranco y lleno de mataduras que tiraba del carretón de Máximo lo llevaron al matadero. No fue a parar al barranco Carnuzo. Esos que dicen que saben se lo debieron comer. Carne picada de los niñacos tontos.

            Huela el saúco, Juan Rulfo. La abuela curaba con sus pócimas. 

@cac.
           

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