miércoles, 31 de agosto de 2011

Esa es Florentina, Juan Rulfo.



                  
           Rulfo, mira a esa mujer que sube ahora de nuevo, cuando los demás ya se llegan camino de la iglesia por debajo de la era Baguena. Es la misma que esta mañana cogía el calor del sol en la puerta de su casa, junto a la herrería. Se llama Florentina. Sus ojos, ahora ya casi ciegos, lo han visto todo. Su boca nunca ha levantado la voz y su cuerpo y su cara parecen un imán que haya atraído todas las desgracias.
         Yo no conocí a su marido, pero con sus hijos varones sí que tuve que ver. No venían a la escuela con  nosotros. Iban todos los días a Benialba. Tres quilómetros de ida y otros tres de vuelta. Y no faltaban ningún día. Su padre dijo que a la escuela a aquel pueblo, que no a la de El Alcamín. Nunca oí una palabra mala del padre de los Romeros. Por qué se enemistó con el maestro nadie nunca dijo. Florentina tampoco decía casi  nada. Sólo de cuándo en cuándo que si quieres merendar, que ella no tendría pero siempre había un bocado para los demás.
         Desde aquí no puedes apreciar los surcos profundos de su cara, Rulfo. El abuelo Repoyo le labró las laderas que le tocaron cuando les dieron la tierra. Ya Florentina se había quedado sin hombre. Se lo llevó por delante un frío agarrado en un día de tronada en que estaba regando en la zaica grande. Ya no hizo tiro. Al poco comenzó a toser y a toser y le vinieron las tembladeras cuando ya los emplastos no le bajaban las fiebres.
         Yo nací a los dos años de morir su Romero. Florentina venía por la casa a pedirle a la abuela la levadura para fermentar el pan, paraba en la bardera de los huertos al apoyo de su costal de alfaz segado con que cargaba y también, en los inviernos, venía a echar una mano en el capolar de los mondongos.
         Han pasado los años y ella sigue en pie. Se han muerto ya todos y ella es la más vieja del lugar. Ni se sabe los años que tiene. Siempre con sus haldas y su toquilla negra y su pañuelo, también negro, atado a la barbilla.
         Y de todas todas quería pagarle al abuelo la labranza de las tierras, las que les dieron allá en el Pelarcho. Y el abuelo que no decía nada. El abuelo no hablaba. Para qué. Quien quería entenderlo lo entendía. Luego dijo aquello del relámpago entre dos mundos y lo de la verdad es la verdad lo diga el sabio o su porquero. Para qué hablar. Bastaba con echar una mano sobre el hombro, o chasquear la lengua, o rascarse la calva debajo de la boina.
         De eso sabía Florentina que tampoco habla mientras sigue por el camino de las Suertes. Junto a los brazales que sujetan los huertos, en la barbacana que mira al Regajo junto a los ribazos aún humeantes de este viernes santo.
@cac.
         Hace un par de años, mientras velaba a su hija, al yerno y al nieto muertos en el accidente de Santágueda, allí mismo, en el tanatorio de la gran ciudad desvencijada, aún me preguntó por mi madre, muerta un mes antes en el anonimato de un hospital sin solución. Allí estaban detrás de un cristal su hija, su yerno y su nieto. En un santiamén se los había llevado un camión por delante, en las rectas de Santágueda, un domingo de calores abrasados. Habían estado con ella y volvían al tajo en el suburbio ibero de los pisos amigrados. Los tres se fueron al otro barrio desvencijados frente al viento del bochorno.
         Ahora sólo le queda Agustín. Primico, primico me dice cuando nos vemos. Le gusta que le invite a una copa de mistela. Desde que lo supe no ha faltado la botella en la casa que levanté en la era de Terrer. Con la copa de mistela en la mano no para de hablar Agustín. Hay que frenarlo. Se bebería la botella entera y luego le sienta mal. También le gusta el turrón. Un día que bajé hasta Turba encontré uno del mismo sabor de los que traían cuando por santa Beatriz. Sin dientes lo rosiga y lo lame y habla y habla. Se quedaría horas y horas hablando y hablando con palabras enriscadas que casi no entiendo y dándole al primico, primico sin dejar que le contestes.
         Con su hermano Sabino me encontraba a veces en el parque de los álamos junto al caserón de la biblioteca con la estatua de Luis Vives. Sentado en un banco me hablaba de los dineros que mandaba todos los meses a su madre, sin jubilación alguna, sin ninguna tierra de la que poder vivir, sin ni siquiera un huerto. Me decía también de la locura de su hermano Agustín, con el que se entendía desde chico, con quien después de dejar la escuela en Benialba, carreteaba con los machos llevando el poco centeno que recogían o echaban jornales juntos en el descardar de las remolachas.
         Sabino sabía que su hermano iba a menos, que la cabeza se le volaba cada vez más, que él era su único sostén, que su madre le hablaba, a él sí, de su hermano, y que Sabino contestaba sí, madre, sí, no se preocupe usted. Y estaba contento en el Gran Hotel, en medio de la ciudad, cercano a Pie de la Cruz, el barrio de las putas, la escapada que se permitía de cuando en cuando Sabino. Y allí fue donde cogió lo que enganchó, y al poco se quedó seco y seco. Y eso es lo que me repite una y otra vez Agustín primico, primico, se volvió al pueblo y seco y seco, y se murió.
         Ahora su madre camina seca y arrugada por el camino del brazal de las Suertes. Tan vieja como siempre, la más viva entre los muertos, la más muerta entre los vivos. Me habla en silencio, como el Repoyo, como todos estos, como tú, Rulfo.
@Juan Rulfo.

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