domingo, 14 de octubre de 2012

El tio cestero



           
   El tio Cestero miraba por el ojal de la cerradura de la puerta. A la espera. Por si se apagaban los últimos esfuerzos de su mujer, ya vencida para siempre. Vivían en el lugar que hoy ocupa Carmen la Negra como almacén de su tienda. El tio Cestero no tenía nada. Ni siquiera un burro. Ni un bancal siquiera. Siquiera un huerto. Nada. Sólo unas manos de dedos abultados, crecidos en el dale y dale de los trenzados de esparto, por aquello de los serones. Hambre, mucha. Él y su mujer y sus hijos. No sé de dónde habían salido. Ya yo los conocí cuando fuimos a vivir en la casa que luego fue del herrero. 
            Alguna vez me habló el tio Cestero de los pistolones que encontré en la parte de abajo, la que da a la calle Mayor, justo en los pesebres medio hundidos, allí donde nunca comieron los mulos, porque tampoco en nuestra casa tuvimos nunca. Me decía que los dejara, que se me podían disparar. Peines con balas tenía unos cuantos. De vez en cuando se los enseñaba a los zagales de la escuela. Y de cuando en cuando encendíamos una hoguera y los echábamos en ella, por ver cómo se disparaban, sin pensar nada más. Nunca nos pasó por la cabeza que nos podían haber matado porque explotaban las balas y los troncos de carrasca salían despedidos. Y nosotros venga la risa. 
            Pero el tio Cestero sí lo sabía y nos lo echaba en cara, porque allí fue donde dispusieron los moros de Yagüe su depósito de armas mientras perseguían a un par de sus hijas adolescentes en aquellos días de la avalancha y huida de la brigada republicana que habíamos tenido en El Alcamín un año entero, hasta que echaron Cantavieja abajo buscando los caminos de la costa. Llevaba siempre un puñao de esparto debajo del brazo, atrapado entre la axila. Iba sacando tres o cuatro juncos amarillentos cada vez. Y venga a darle sin parar. Así formaba las tiras que luego enlazaba, cosidas con la aguja esparteñera, la que utilizaba para ensamblar también la suela de las alpargatas, las de los días de fiesta, cuando dejaban paso a las albarcas. Los más viejos, los que ya no podían ni con su alma, arrastraban las alpargatas procurando no mojarlas porque entonces se jodía enseguida la suela y se deshacían bien pronto. Por eso el tio Cestero las trazaba con esparto. Se clavaban en los pies al andar pero aguantaban más. 
            Y así andaba de un lado para otro siguiendo la calle Mayor. En ocasiones se subía hasta la cueva del castillo. Yo no sé por qué. Allí se metía debajo de la gruta de Andrés, el que antes había sido soguero, y se quedaba durante las tardes de invierno. Recibía así todo el sol hasta que se hacía de noche y entonces bajaba hasta su casa. O lo que fuera, porque casa  aquello no era. Un corral sin ni siquiera allanar. Con la mierda de las cuatro gallinas que tenía por todas partes. Ni siquiera las podía alimentar. Qué les iba a dar si tampoco tenía para él ni para su familia. En los veranos, desde la amanecida, se marchaba a espigar. No, él no hacía como alguna mocosa hija del hornero que iba a espigar pero tiraba de los fajos ya hacinados y así venían con una buena trenzada de espigas bien hermosas. Así lo hacía cualquiera, pero el Cestero no. Él iba espiga a espiga, buscando las que se dejaban los peones, las caídas entre los cortes de la corbella y el apretón de la zoqueta. Se las echaba a las gallinas en una corraliza atrapada debajo de la escuela. Por allí tenía que entrar siempre por subir a los cuartuchos donde vivían él, su mujer y los cinco hijos. Esos eran los que decían que tenían porque no los vi nunca a todos juntos. Sólo uno que llegaba con el tricornio de la guardia civil debajo del brazo. Algo les debía traer cuando llegaba, porque se le alegraba la cara al tio Cestero y luego se le veía que movía la boca desdentada dándole y dándole a una especie de papilla que nunca acababa de tragar. Cinco hijos parece que tenía pero con ellos sólo estaba una mozuela pelona que pegaba sus buenos chillidos. Ya no venía a la escuela. Debía haber cumplido los catorce y andaba todo el día de un lado para otro. Le decían palabrotas los mozos del pueblo y que si hacía sus bribonadas en la pajera de no sé quién y se subía las faldas pringonas y lanzaba un sañudo tócame la seta. Luego la mozuela desapareció y se quedaron solos el Cestero y su mujer. Y la vieja no hacía más que toser y toser. Y Don Prudencio, el practicante, que no había remedio, que ya la tos la tendría para siempre. Y flaca y flaca, cada día más. Puros huesos. Y tos y venga tos. Y ya no salía nunca de casa. Por lo del contagio. 
            El tio Cestero se pasaba los días dándole al trenzado de los serones y las sarrias y los cestos para el fiemo. Cuando llegaba el otoño cortaba los mimbres de las mimbreras y los ponía a remojar porque se mantuvieran tiernos, y entonces hacía canastos y algunas cestas para el pan. Pero las gitanas los trabajaban mejor, por eso las gentes no se las compraban a él y se tenía que conformar con el esparto traído de no sé dónde. 
            Se corrió la voz de que la enfermedad de la Cestera era contagiosa y ni siquiera se atrevían los más a preguntarle nada al hombre. Tampoco les apetecía mucho pasar por allí, por su puerta. Sólo mi madre y Társila la herrera entraban en casa de los cesteros. De vez en cuando, cuando volvía de la escuela, escuchaba que si mucha miseria, que si piojos, que si ni siquiera un perol de sopas. Y mi madre guardaba algún plato de berzas, de los girasoles que iba a recoger en las mañanas de aguareda cuando comenzaban los otoños. Y se las llevaba a los cesteros. Luego volvía diciendo que la Cestera se iba a morir. De frío, decía, porque aunque le pasó una manta ya decía que no hacía más que temblar. Y don Prudencio que no había nada que hacer. 
          Valientes les decían en el pueblo a mi madre y a Társila por lo que hacían. Y que tuvieran cuidado que se podían contagiar, que ni siquiera el Cestero se atrevía a entrar en la alcoba desvencijada en donde crujía el pedregal de los pulmones de su mujer. Tisis, decían las gentes. Y mi madre que miseria y compañía. Y hambre. Que eso era todo. 
            El Cestero se pasaba las horas dándole y dándole al trenzado espartero de los serones. Algunas veces se metía por el corral y se asomaba por la cerradura de la alcoba donde su mujer agonizaba, tan sin fuerzas siquiera para quejarse. Y miraba por el ojo de la cerradura y veía que aún respiraba. No se atrevía ni siquiera a entrar. Sólo con el deseo silencioso de que espirase. Se les quedó muerta a Társila y a mi madre un día en que fueron por limpiarle las cascarrias de la mierda que no podía controlar. Ya cuando tiraron a levantarla vieron que estaba fría. La lavaron y la dejaron en paz. Le pusieron las viejas ropas raídas y negras que tenía en un arca ratonada y salieron a decirle al Cestero que ya. Ni siquiera entonces entró el Cestero. Para qué. 
            No sé si vinieron los hijos al entierro. Ni siquiera me acuerdo del día en que la llevaron hasta el cementerio. Sólo que el Cestero siguió trenzando el esparto frente a la puerta de su casa cogiendo el sol que las paredes húmedas de aquel corral y aquella alcoba le negaban. Nunca vi que saliese humo por la chimenea de aquella casa. Frío debieron pasar mucho durante toda la vida. No sé qué se hizo de él luego, sí que venía en la cuaresma y hacía el recorrido del viernes santo. Siempre en silencio, sin hablar con nadie. Ya entonces llevaba unos pantalones de pana negra y una chaqueta igual. Y parecían nuevos. Alguien dijo que uno de sus hijos, el cojo, era sastre, y que si se los daba. Pero llegaba siempre puntual a la cita de los viernes santos. No se atrevía a quemar los ribazos pero hacía el recorrido entero. 
            La tumba de su mujer debe estar por cualquier lugar de este recinto que tengo ahí en frente. Como la de tantas gentes no sé cuál es. Ya ni siquiera me importa. Tampoco está la de mi madre. Y esa sí que me importa y se me hace cada día más presente. Mi madre, digo. Que cada día, Rulfo, siento más mi orfandad, que me hace una falta sin límite, que no supe hablarle mientras vivía, y que ahora vuelvo y vuelvo en el dialogar con mis muertos y no sé cómo hablar con ella. La voy sintiendo a cada instante desde aquí, desde la era de Terrer, por los caminos del Plano o los Pelarchos, subiendo por las Suertes y metiéndose por las Cañadas hasta Benatanduz hasta llegar al otro lado del puerto de Villarroya, por donde me quedo mientras miro los rayos del sol poniente reflejados sobre las cuevas del castillo en los atardeceres placenteros irisados de colores. 
            Cada día más cerca, Rulfo, buscando la tierra que les dieron a mis gentes, la que negaron a mi madre, dejada allá, en un nicho sin alma, esperando la hora.

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