El tio Cestero miraba por el
ojal de la cerradura de la puerta. A la espera. Por si se apagaban los últimos
esfuerzos de su mujer, ya vencida para siempre. Vivían en el lugar que hoy
ocupa Carmen la Negra como almacén de su tienda. El tio Cestero no tenía nada.
Ni siquiera un burro. Ni un bancal siquiera. Siquiera un huerto. Nada. Sólo
unas manos de dedos abultados, crecidos en el dale y dale de los trenzados de
esparto, por aquello de los serones. Hambre, mucha. Él y su mujer y sus hijos.
No sé de dónde habían salido. Ya yo los conocí cuando fuimos a vivir en la casa
que luego fue del herrero.
Alguna vez me habló el tio Cestero
de los pistolones que encontré en la parte de abajo, la que da a la calle
Mayor, justo en los pesebres medio hundidos, allí donde nunca comieron los
mulos, porque tampoco en nuestra casa tuvimos nunca. Me decía que los dejara,
que se me podían disparar. Peines con balas tenía unos cuantos. De vez en
cuando se los enseñaba a los zagales de la escuela. Y de cuando en cuando
encendíamos una hoguera y los echábamos en ella, por ver cómo se disparaban,
sin pensar nada más. Nunca nos pasó por la cabeza que nos podían haber matado
porque explotaban las balas y los troncos de carrasca salían despedidos. Y
nosotros venga la risa.
Pero el tio Cestero sí lo sabía y
nos lo echaba en cara, porque allí fue donde dispusieron los moros de Yagüe su
depósito de armas mientras perseguían a un par de sus hijas adolescentes en
aquellos días de la avalancha y huida de la brigada republicana que habíamos
tenido en El Alcamín un año entero, hasta que echaron Cantavieja abajo buscando
los caminos de la costa. Llevaba siempre un puñao de esparto debajo del brazo,
atrapado entre la axila. Iba sacando tres o cuatro juncos amarillentos cada
vez. Y venga a darle sin parar. Así formaba las tiras que luego enlazaba,
cosidas con la aguja esparteñera, la que utilizaba para ensamblar también la
suela de las alpargatas, las de los días de fiesta, cuando dejaban paso a las
albarcas. Los más viejos, los que ya no podían ni con su alma, arrastraban las
alpargatas procurando no mojarlas porque entonces se jodía enseguida la suela y
se deshacían bien pronto. Por eso el tio Cestero las trazaba con esparto. Se
clavaban en los pies al andar pero aguantaban más.
Y así andaba de un lado para otro
siguiendo la calle Mayor. En ocasiones se subía hasta la cueva del castillo. Yo
no sé por qué. Allí se metía debajo de la gruta de Andrés, el que antes había
sido soguero, y se quedaba durante las tardes de invierno. Recibía así todo el
sol hasta que se hacía de noche y entonces bajaba hasta su casa. O lo que
fuera, porque casa aquello no era. Un
corral sin ni siquiera allanar. Con la mierda de las cuatro gallinas que tenía
por todas partes. Ni siquiera las podía alimentar. Qué les iba a dar si tampoco
tenía para él ni para su familia. En los veranos, desde la amanecida, se
marchaba a espigar. No, él no hacía como alguna mocosa hija del hornero que iba
a espigar pero tiraba de los fajos ya hacinados y así venían con una buena
trenzada de espigas bien hermosas. Así lo hacía cualquiera, pero el Cestero no.
Él iba espiga a espiga, buscando las que se dejaban los peones, las caídas
entre los cortes de la corbella y el apretón de la zoqueta. Se las echaba a las
gallinas en una corraliza atrapada debajo de la escuela. Por allí tenía que
entrar siempre por subir a los cuartuchos donde vivían él, su mujer y los cinco
hijos. Esos eran los que decían que tenían porque no los vi nunca a todos
juntos. Sólo uno que llegaba con el tricornio de la guardia civil debajo del
brazo. Algo les debía traer cuando llegaba, porque se le alegraba la cara al
tio Cestero y luego se le veía que movía la boca desdentada dándole y dándole a
una especie de papilla que nunca acababa de tragar. Cinco hijos parece que
tenía pero con ellos sólo estaba una mozuela pelona que pegaba sus buenos chillidos.
Ya no venía a la escuela. Debía haber cumplido los catorce y andaba todo el día
de un lado para otro. Le decían palabrotas los mozos del pueblo y que si hacía
sus bribonadas en la pajera de no sé quién y se subía las faldas pringonas y
lanzaba un sañudo tócame la seta. Luego la mozuela desapareció y se quedaron
solos el Cestero y su mujer. Y la vieja no hacía más que toser y toser. Y Don
Prudencio, el practicante, que no había remedio, que ya la tos la tendría para
siempre. Y flaca y flaca, cada día más. Puros huesos. Y tos y venga tos. Y ya
no salía nunca de casa. Por lo del contagio.
El tio Cestero se pasaba los días
dándole al trenzado de los serones y las sarrias y los cestos para el fiemo.
Cuando llegaba el otoño cortaba los mimbres de las mimbreras y los ponía a
remojar porque se mantuvieran tiernos, y entonces hacía canastos y algunas
cestas para el pan. Pero las gitanas los trabajaban mejor, por eso las gentes
no se las compraban a él y se tenía que conformar con el esparto traído de no sé
dónde.
Se corrió la voz de que la
enfermedad de la Cestera era contagiosa y ni siquiera se atrevían los más a
preguntarle nada al hombre. Tampoco les apetecía mucho pasar por allí, por su
puerta. Sólo mi madre y Társila la herrera entraban en casa de los cesteros. De
vez en cuando, cuando volvía de la escuela, escuchaba que si mucha miseria, que
si piojos, que si ni siquiera un perol de sopas. Y mi madre guardaba algún
plato de berzas, de los girasoles que iba a recoger en las mañanas de aguareda
cuando comenzaban los otoños. Y se las llevaba a los cesteros. Luego volvía
diciendo que la Cestera se iba a morir. De frío, decía, porque aunque le pasó
una manta ya decía que no hacía más que temblar. Y don Prudencio que no había
nada que hacer.
Valientes les decían en el pueblo a
mi madre y a Társila por lo que hacían. Y que tuvieran cuidado que se podían
contagiar, que ni siquiera el Cestero se atrevía a entrar en la alcoba
desvencijada en donde crujía el pedregal de los pulmones de su mujer. Tisis,
decían las gentes. Y mi madre que miseria y compañía. Y hambre. Que eso era
todo.
El Cestero se pasaba las horas
dándole y dándole al trenzado espartero de los serones. Algunas veces se metía
por el corral y se asomaba por la cerradura de la alcoba donde su mujer agonizaba,
tan sin fuerzas siquiera para quejarse. Y miraba por el ojo de la cerradura y
veía que aún respiraba. No se atrevía ni siquiera a entrar. Sólo con el deseo
silencioso de que espirase. Se les quedó muerta a Társila y a mi madre un día
en que fueron por limpiarle las cascarrias de la mierda que no podía controlar.
Ya cuando tiraron a levantarla vieron que estaba fría. La lavaron y la dejaron
en paz. Le pusieron las viejas ropas raídas y negras que tenía en un arca
ratonada y salieron a decirle al Cestero que ya. Ni siquiera entonces entró el
Cestero. Para qué.
No sé si vinieron los hijos al
entierro. Ni siquiera me acuerdo del día en que la llevaron hasta el
cementerio. Sólo que el Cestero siguió trenzando el esparto frente a la puerta
de su casa cogiendo el sol que las paredes húmedas de aquel corral y aquella
alcoba le negaban. Nunca vi que saliese humo por la chimenea de aquella casa.
Frío debieron pasar mucho durante toda la vida. No sé qué se hizo de él luego,
sí que venía en la cuaresma y hacía el recorrido del viernes santo. Siempre en
silencio, sin hablar con nadie. Ya entonces llevaba unos pantalones de pana
negra y una chaqueta igual. Y parecían nuevos. Alguien dijo que uno de sus
hijos, el cojo, era sastre, y que si se los daba. Pero llegaba siempre puntual
a la cita de los viernes santos. No se atrevía a quemar los ribazos pero hacía
el recorrido entero.
La tumba de su mujer debe estar por
cualquier lugar de este recinto que tengo ahí en frente. Como la de tantas
gentes no sé cuál es. Ya ni siquiera me importa. Tampoco está la de mi madre. Y
esa sí que me importa y se me hace cada día más presente. Mi madre, digo. Que
cada día, Rulfo, siento más mi orfandad, que me hace una falta sin límite, que
no supe hablarle mientras vivía, y que ahora vuelvo y vuelvo en el dialogar con
mis muertos y no sé cómo hablar con ella. La voy sintiendo a cada instante
desde aquí, desde la era de Terrer, por los caminos del Plano o los Pelarchos,
subiendo por las Suertes y metiéndose por las Cañadas hasta Benatanduz hasta
llegar al otro lado del puerto de Villarroya, por donde me quedo mientras miro
los rayos del sol poniente reflejados sobre las cuevas del castillo en los
atardeceres placenteros irisados de colores.
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