martes, 20 de octubre de 2015

Valencia. La riada de 1957.


El agua alcanzó casi dos metros. Patio interior. Calle Milagrosa 22. Alboraya.@cac.





    En ocasiones aparecen momentos que son instantáneas retratadas de tiempos recordados por la memoria selectiva.
Así me ocurrió hace unos días ante una señal encontrada en un patio interior de una vivienda situada en el centro de Alaboraya, al lado del Ayuntamiento, en la calle de la Milagrosa.
La madrugada de aquel 14 de octubre de 1957 sorprendió a las gentes de este pueblo de la huerta valenciana, como de la misma forma atrapó a la ciudad entera de Valencia, anegada, embarrada y hasta sepultada por las aguas desbordadas del Turia.
Una nube plomiza, negra como la misma noche que la envolvía, descargó con su furia huracanada sobre la sierra Calderona. Los barrancos arramblados en las poblaciones de Liria, Bétera, Náquera y Serra se juntaron revueltos, descontrolados, donde el Turia se encauza en Ribarroja y ya, desde allí, enloquecidas las aguas arrastraron todo lo que encontraban a su paso. El lecho encauzado por barbacanas pétreas protectoras fue desbordado cuando aún no había llegado la amanecida. Los barrios de Mislata, del Carmen, de la barriada de Sagunto, de la Alameda, quedaron anegados por las aguas y los lodos asfixiantes. La gente no tuvo tiempo ni para salir de sus casas, quedó muerta entre las paredes humildes de sus viviendas o fue llevada pareja con los muebles a la deriva hacia la desembocadura del río sobre el puerto, en un naufragio de objetos y animales depositados desde la Malvarrosa y los poblados marítimos hasta el Saler y la Albufera.
El barranco que no desagua sobre el Turia, el Carraixet, inundó Almácera, Meliana, Tabernes Blanques y Alboraya, así como toda su feraz huerta situada como mano abierta extendida a la misma altura que el mar.
Es aquí, en este patio interior de esta casa que aún mantiene la antigua disposición con espacio para los carros y aperos de labranza, donde he encontrado la inscripción sobre un mosaico vidriado.
Han pasado cincuenta y ocho años, que son muchos, pero la memoria selectiva me ha llevado hasta aquellos once años que yo tenía cuando la viví.
No acudimos a la escuela aquella mañana del 14 de octubre de 1957. En nuestra calle del barrio Torrefiel, aún no asfaltada, estábamos acostumbrados a los charcos y a los barros en cuanto caían cuatro gotas, y las estrechas y maltrechas aceras no nos libraban de la mojadina.
Corrían de amanecida las voces, los lamentos y los llantos. Teníamos el agua a trescientos metros, la calle de Sagunto estaba inundada, el agua se había llevado por delante puertas, mesas y sillas y había dejado hasta en sus camas a gentes dormidas para siempre ahogadas por el barro. Justo al final de la calle de Sagunto, en la confluencia con el camino de Tránsitos limitado por los carriles de hierro por donde volteaban las ruedas de los carros, donde comenzaba la salida de la ciudad, junto al fielato de los pagos impuestos a los productos que los labradores llevaban a diario hasta el mercado, se encontraba el colegio de los Salesianos, donde yo había comenzado hacía un mes los estudios de segundo de bachillerato.
Estuvimos un mes sin clases y mientras tanto, entre lamentos y respiros porque en nuestro barrio, en nuestra casa, no habíamos tenido ninguna desgracia personal, hicimos colas para cargar el agua con olor a gasolina que nos habían traído en cubas del ejército, o para recoger el pan que también nos suministraban, y veíamos pasar de un lado a otro los helicópteros del ejército americano que no acertábamos a saber de dónde habían salido, y caminábamos hasta las torres de los Serrano entre los lodos acumulados por donde se había abierto un camino por el que tan sólo circulaban los tranvías 6 y 16, encajonados entre el barro, y nos llegábamos hasta la calle de las Barcas con el teatro Principal inundado y los bajos del Banco de España entre el olor de los documentos de papel fermentado que duró unos cuantos años.
Así estuvimos un mes hasta que pusieron en funcionamiento un viejo pozo perforado en un rincón del patio de recreo y, allí, aunque nos decían que tuviéramos cuidado con el agua y que no gastásemos mucha, nos saciábamos con los juegos como niños indefensos e ignorantes ante las desgracias familiares de la ciudad.
Luego supimos del plan Sur, de los 25 céntimos supletorios en el franqueo de la correspondencia postal, del aprovechamiento de los espabilados de siempre en la construcción ladrillera, de los archivos perdidos, de la gente que se quedó escombrada para siempre.
      Con el tiempo el río fue desviado, el cauce se convirtió en largo paseo arbolado y zonas deportivas y hasta surgió una ciudad nueva de arquitectura e ingeniería calatrava en el estallido de los últimos años de un franquismo que dio paso a la llegada democrática.
Aquellos años se llevaron consigo edificios y archivos vivos en la arramblada del dinero fácil del corta y pega , y hasta se quiso llevar el cauce con el barro, ahora cocido, del ladrillo acumulado en la avaricia lujuriosa del tira palante que aquí todos roban.
Menos mal que en algunos lugares retornaron las buganvillas y los jazmines de sabrosos olores junto a la señal de más de dos metros de alta donde se lee “hasta aquí llegó la riada”.
La buganvilla y el jazmín en el patio inundado en 1957. @cac.



El teatro Principal y el Banco de Valencia inundados. Calle de las Barcas. 1957



El Banco de Valencia, 58 años después. 2015. @cac.

Sellos emitidos con motivo de la riada de 1957. Uso obligatorio en la correspondencia postal.

Calle de Sagunto. 14 octubre 1957.

Calle de Sagundo. ¡A ver si salvamos algo! Octubre 1957


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