viernes, 29 de enero de 2016

Juan Rulfo, nos hemos de llegar un día de estos.



             Juan Rulfo, nos hemos de llegar un día de estos.

       
@. Juan Rulfo



  También le llegó el momento a Repoyo. Año y medio después. Supo que se moría. “El domingo por la tarde estaré muerto”. Se ahogaba. Se metió en la cama. Que vinieran los hijos, que dejaran el tajo, que ya no se levantaría más. A mí también me llamó, allí, junto a la cama. Me habló de las tierras altas, de los Pelarchos, de la Batiosa, del camino de las Calzadas, de los bardales de los Huertos, de los caños de aguas de las Suertes, de los arraboles en las ventiscas de la muerte. Ya sin fuerzas. Con medias palabras. Con el fuelle cansino de su pecho hundido. Yo ni pensaba ni pensaba. Se me cerraban los ojos. Luego, muchos años después, muchas veces de nuevo me vi allí, de nuevo y otra vez. Y entonces ya no paramos de hablar, que todos los días me acuerdo de él. Por eso puse en pie otra vez la cruz de piedra.
         Se me metió el miedo en el cuerpo al poco que se fue. Y tardé mucho tiempo en sacármelo. Fue cuando acudí con madre por echar el agua en el panizar del Cerrado, dos bancales más allá del de Molinero, por donde llegaba la senda del via crucis, cuando Felipe el tabernero atronaba con “la tarde se oscurecía entre las dos y las tres”. Me lo decía madre cuando subimos por abrir una hilera de agua, junto al terrero del aljezar, algo más arriba del cementerio. “Tan cerca y no lo podemos ver”. Así decía ella, toda enlutada, el pañuelo en la cabeza, sujeto a veces con los dientes cuando se le iba hacia atrás, resbalado por el sudor, cuando cavaba los céspedes por tapar el agua, entrada ya con un murmullo de borbotones entre la empalizada del panizo. Hundía mis pies entre la tierra ablandada por las aguas. Surco a surco, así regábamos. Cuando ya estaba emparejada dijo que aprendiera sólo, que ya era hora.
@ Juan Rulfo.
         Y me entraban los sofocos. El panizar era una jaula inmensa. Cada mata un barrote. Y todos más altos que yo. Sólo con mi legón al hombro, los pies descalzos, hundidos en el barro de los surcos, cambiando el agua de uno en uno cuando alcanzaba la punta de abajo. Con las palabras de Repoyo en un diálogo de silencios, en el mismo lugar donde Mariano ahorcó a la perra Mostaza, donde con abuela pelábamos las hojas de los olmos, por cocerlas luego con patatas para los puercos, donde la recogida de nueces ya en la otoñada, debajo del ciruelo de los frutos prunos.
         El terror llegaba de madre. “Tan cerca y tan lejos”. Repoyo enterrado detrás de la tapia me tranquilizaba. Me hablaba cuando el camino hacia Larroya, cuando de nuevo los trabajos del concejo, cuando les dieron la tierra. Hasta el cementerio fue de la tierra dada, entre la acequia que llega hasta las Cañadas y el cerro de Molinero. Primero levantaron la tapia de abajo, la que mira a poniente, por sujetar la tierra blanquecina que fueron echando abajo a golpe de pico, con las mismas palas del concejo. Todo a mano. La misma tierra que les iba a enrunar para siempre. Que ni esa tenían antes. Aquí no había más que matojos pinchosos de aliagas. Tierra baldía enhuequecida por el paleo de un lado a otro. Luego facilitó cavar las sepulturas.
         Entre el panizar me hablaba Repoyo del camino sobre Val de Peral, por alcanzar los Planos y el monte, hasta llegar a Pozuelo y la Balsilla. Sólo senda de ovejas. Que los centenos sólo llegaban a las eras en cargas sobre los mulos. Seis fajos cada vez. Y de nuevo a concejo y a picar en los escarpes, desde la fuente hasta el barranco escorado. En la  ladera sólo guillomos y uvas de pastor, zarzales pinchosos para las cabras enriscadas siempre, encima de las piedras horadadas de la fuente de la Gota.
         Nos hemos de llegar un día de estos, Rulfo. Por que veas cómo mana el agua en la fuente. Sentirás cómo hierve en la misma tierra burbujeando en la badina. Iremos luego más allá, por encontrar las fuentes ya secas del Sabucar y del Peñiscoso, ahora ya en abandono, donde también Repoyo me habló del embalse, por dar de beber a las ovejas y ganar el riego entre las tierras cascajares de los barrancos, las que llegaban hasta el tejar en que se abrasó Tajero, hundidas luego entre humedales para surgir otra vez en la balsa del prao, por san Miguel, junto al río ya, pegadas al plantío en andalanes con los chopos nombrados por zagales de la escuela, cuando al señor Maestro le dio por los cotos escolares.
        

@ Juan Rulfo.
Por allí me escapaba de mis propios miedos, mientras me comía las moras arrancadas entre los pinchos de las zarzas, perdido entre el panizar. Ahora, desde la era que fue de Terrer, aquí, donde levanté mi casa por tener toda la vega a la vista y oír el murmullo de las aguas del Regajo en las noches iluminadas de luna. Observo el bancal ya abandonado, el barbecho de yerbajos sobre el que han comenzado a brotar los retoños de los álamos, nacidos con las semillas que el viento transporta en los comienzos de los otoños, cuando llegan los vilanos. Recorro los caminos bien andando apoyado sobre mi garrote o sentado en el banco de piedra que puse sobre la misma barbacana. Me llego hasta las parcelas del monte de la arrancada de las cepas, el mismo que dijo Repoyo que no se tocara, porque las carrascas llevaban allí toda la vida. Dijo que no era bueno forzar lo que es natural, que por ganar unos terrenos para el cultivo los primeros años luego se agotaría la tierra para siempre. Y así fue. No le hicieron caso. Ahora veo desde aquí, mírala tú, Rulfo, la tierra cuarteada en que se decidió lo que fue carrascal. Pasaron tres años en que las gentes tuvieron buenos cepurros para sus fuegos y tres cosechas seguidas y de trigo candial. Y ahora sólo queda un hachazo de tierra blanquecina, sin matojos siquiera, metida en punta hacia el monte, más arriba del Pozuelo, en los límites de Ababuj.
         Ya sé, Repoyo, que lo dijiste más de una vez, cuando ya tan viejo te refugiabas en el café de Felipe, por echar el vaso de vino con la sardina asada sobre la misma estufa, cuando me estirabas las orejas con tus dedos de sarmiento y aparecían tus manos llenas de higos pajareros que yo devoraba goloso.
@ Juan Rulfo.
         No te hicieron caso. Muchos años después recogieron el agua en la balsa horadada junto a la paridera de los Corrales y así salvaron los regadíos desde el Tormagal hasta la Vega Lambra.
         Sólo muchos años después, Rulfo, y muchas lunas apagadas y hasta muchas arrancadas de riñas por los cuartos de agua, cuando las muertes en las mismas paradas de las hileras.
         Muchos años después, Juan Rulfo.

        

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