miércoles, 3 de abril de 2019

Lavaderos. Lavadores.


Exterior del lavadero de Alfambra.
Lavadero de Mosqueruela.

             Fueron el gineceo de los pueblos. Un espacio que sólo ocupaban las mujeres. Aquí se humedecía la ropa, se ablandaba, se enjabonaba, se aclaraba, se retorcía y volvía a ponerse en las canastas embastadas de mimbre para luego, al hombro, sobre las caderas, encima de la cabeza o quien pudiera sobre un carretillo, se llevaba hasta las eras o las corralizas buscando el viento y el sol que la secara.
        Un mundo en el que las mujeres, mientras sus manos sarmentosas estrujaban los pantalones de pana remendados, las camisas salitrosas por el sudor del trabajo labriego, los piales p tiesos y tercos tejidos con una lana hilada en los husos caseros de los vellones escaldados, las enaguas y haldas mujeriles y aun las toquillas tejidas en las noches sin luz junto al candil y el fuego abrasado, mintras estrujaban, enjabonaban digo, se contaban sus cuitas familiares, tertuliaban sobre dimes y diretes y aun pasiones de noviazgos apagados o encrespados, y hasta por un quítame allá esas pajas se enzarzaban en discusiones palabreras en arrebatos de estirones de moños por aquello de bocona y chinchorrera.
         Pero era un mundo sólo de mujeres. Algún pelagato de niño cagón con su gatera abierta, por si acaso llegaba el apretón, enredaba por allí, entre las piernas magras aunque fuertes, protegidas por duras estameñas. 
      
La tabla de lavar que usaba mi madre. foto cac.
Aquellos mocosos seguían a la madre en este trabajo íntimo, necesario y hasta presumido por ver quién de todas era la más escoscada, cómo la seguían también, de vuelta a la casa, en el cuidado de la pareja de conejos, de la media docena de gallinas y del puerco encerrado en la corte del corral protegido por un medio trillo de pedernal afilado convertido en puerta.
      O la seguían en la labranza del diminuto huerto a golpe de legón. O casi casi arrastrados acompañaban en los veranos, cuando al medio día caía un sol de brasas, llevando en la cesta la comida al padre y aún hermanos mayores que andaban dándole a la hoz, que aquí nombran corbella, entre las espigas desperdigadas en los terrenos de un cultivo de centeno sin remedio.
     Y aún se arrastraban en el extender los vencejos anudados de los bálagos, humedecidos sobre el rastrojo donde se ataban con nudo sabio las gavillas en forma de fajos.
     Y en la vuelta a casa recogían los girasoles rastreros y camarrojas de los ribazos que podían suplir la falta de nada en las noches de cenas apretadas.
        Eran las mujeres sin parar y sin descanso en el entrecavar de los cultivos remolacheros, en la siembra de unas patatas ganapanes, en el amasar en las hartesas cn las madrugadas, en el cocer los panes marcados por sus manos en el horno, en el dale y venga de todos los días, de todas las noches, de todos los veranos, de todas las primaveras, de todos los otoños, de  todos los inviernos y de todos los arroyos que desembocaban en estos lavaderos gineceos de todos los lugares, suavizadas las manos ensangrentadas por el jabón elaborado por las grasas de los animales después del matapuerco.
       El jabón que se pasaban unas a otras con la suavidad de una querencia relajada por el agua purificadora que allí llegaba.
        Lavaderos, lavadores, alma mater de la mujer que fue espejo y ejemplo. 

Un arroyo de agua clara. ¡A lavar!



 

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