jueves, 3 de septiembre de 2020

Crónicas de un extraño verano.4. Por Javalambre.

 

 

Los exploradores se multiplican en el observatorio. cac. 2020

 




 

Camarena queda abajo, junto al río de su nombre. Los esqueletos de las pistas de esquí reciben un sol que refleja sobre los abandonados cañones fabricantes de la nieve artificial. Son las pistas de Javalambre. Este año se quedaron en nada porque el virus también atacó estos lugares.

            Hemos decidido llegar hasta el pico Javalambre. El camino es una pista forestal que arranca desde el embarcadero de los esquiadores. No hay más que guijarros de piedras con aristas que amenazan algún pinchazo. Si ocurre aquí nos quedamos hasta que un alma caritativa en forma de seguro nos venga a auxiliar en estos lugares que ahora y aquí están perdidos de la mano de un dios mefistofélico. No tenemos más vegetación que unos enebros rastreros que se agarran a los riscos deshechos de las piedras cuarteadas por  todos los hielos y los vientos.

            El camino se vuelve como serpiente en acecho hasta llegar a lo más alto. Un mojón nos indica que estamos en el pico Javalambre. Otro mojón elevado sobre una escalera enclaustrada en piedra recoge una hornacina que alberga una cruz pintada en negro y un vaso con agua donde parece beber un pájaro ni se sabe. Una plaza de mármol grabada indica no sé qué de héroes honoríficos imposible de leer porque alguna mano destrozó a golpe de martillo las palabras que quiso, en desacuerdo con el primer escultor escriturario.

            Tenemos  a nuestro alrededor un territorio inmenso desde este lugar en un día de calima que dificulta su visión. Al noroeste el Moncayo y al este la sierra de Gúdar. Más allá el Maestrazgo. Al sur los montes por donde los maquis se escondían y donde sucumbieron a las balas de los mandados por aquel general que fue Manuel Pizarro, virrey en tiempos franquistas en las tierras límites de las provincias de Teruel, Castellón, Cuenca y Valencia.

            Queremos llegar hasta el observatorio de Física del cosmos que tenemos al sur, en el Pico del Buitre. Su cúpula central refleja en nuestros ojos. El camino no tiene más que cantos afilados por las piedras. Entre vueltas y revueltas alcanzamos los últimos metros en el enlace con una carretera asfaltada que nos lleva hasta el observatorio.

            Dos parejas de paisanos caminan por aquí. La mascarilla la han dejado en casa. Los vientos de aquí arriba alejan los microbios. El observatorio aún sin estrenar arroja dejación. Una bandera blanca, enorme, azotada por los vientos reclama a la empresa un convenio digno escrito en letras bien claras. Parece que es el único testimonio vivo en estos parajes. Estamos aquí junto a estas cúpulas cerradas en lo más alto del llamado Pico del Buitre. Bien puesto está el nombre. Una docena de estos carroñeros vuela en círculos sobre nuestras cabezas.

            El descenso lo hacemos por la carretera asfaltada que nos lleva a Arcos de las Salinas. La bajada es en picado entre curvas cerradas que obligan a la precaución. En algún tramo las barrancas de hace poco se han llevado un trozo de calzada. Ya abajo dejamos el lugar que alimentó de sal a muchos lugares cercanos en tiempos pasados y superado Torrijas nos refugiamos en el merendero de la fuente Gavilán. El rio baja límpido y algunas familias dejan que sus hijos más pequeños disfruten del frescor del agua. Abundan las mesas y los poyos para el descanso y la comida. Unos carteles indican que en los contenedores se depositen sólo los restos orgánicos y en otro los plásticos. Se señala también que no se tiren cenizas de las barbacoas. Detrás de un caseto papeles manchados por los restos de las mierdas humanas señalan  lo respetuosos que somos.

            Nos refrescamos la cara en el río. Es el momento de las preguntas de los exploradores. Sí, les digo que por aquí estuvo la Agrupación guerrillera de Levante y Aragón (AGLA). Que eran los maquis que por aquí sobrevivieron y por donde muchos de ellos dejaron su vida. Que se refugiaban entre los pinares, las barrancas, los pinares y las cuevas. Que pasaron unos inviernos bien crudos. Que en 1947 quedaron todos liquidados. Que los masoveros también sufrieron con unos y otros y que con ello se vieron obligados a dejar sus medianías en esas masadas de Manzanera, de Sarrión, de Cantavieja, de Gúdar, del amplio Maestrazgo, de las salidas desde Ademuz hacia las tierras de Utiel, de las represiones sobre las getes de Santa Cruz de Moya. Que las memorias del guerrillero José Manuel Montorio, conocido como Chaval, tienen que leerlas algún día para conocer la dureza de la vida que le tocó por estos lares. Que aprendan también a gozar de la belleza de estos lugares, con sus despejados cielos, sus barrancas, las estrechas riberas de sus regatos, las evidencias de una emigración masiva de los años sesenta del siglo pasado. No cesan en sus preguntas, mientras nos salpicamos la cara con el agua del río de Torrijas.

Aprieta el calor. Seguimos carretera adelante. La manta no nos hace falta en un día como hoy.

 

Javalambre desde el Pico del Buitre. cac. 2020

Viento, guijarros y enebros rastreros. Silencio. agosto 2020 cac

Los exploradores, asombrados. agosto 2020 cac


El índice geodésico de Javalambre. agosto 2020

Ojalá en invierno llegue la nieve. agosto 2020

¿A quién cantará este gallo? agosto 2020

Encima de la rústica escalera. Detrás la leyenda martilleada, la cruz y la botella de agua. agosto 2020  cac.

La cúpula del observatorio. Los exploradores deslumbrados por el sol a mil novecientos cincuenta y siete metros de altura.  agosto 2020. cac.

 

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