De cuando la estanquera miraba las tetas de Miguela.
-

-
- A mí, me decía Miguela, en la doctrina, la estanquera me dejaba en paz y, en definitiva, hacía lo que me daba la gana.
En realidad nunca me la aprendí. Ella, la estanquera,
quería, de acuerdo con el mosén, que fuera la primera, que la recitara como un
papagayo y así poder presumir de ir a comulgar en primer lugar, delante de
todos, flanqueada por mis padres y aparecer en aquel panfleto que se había
inventado el mosén que se llamaba La Voz de la parroquia, metido a machamartillo
en la publicación de un folio doblado por la mitad que ocupaba dentro de
aquella Semilla evangélica.
- Allí, todos los años y cada quince días el mosén escribía
por su mano y daba cuenta de aquellos hechos que más le interesaban en su
obsesión de prédica guerrera a la conquista del reino de nuestro Dios, como él,
entre otras voces, nos gritaba. Aún recuerdo que ponía el nombre de los recién
nacidos y de sus padres al lado y cuando nació mi hermana pequeña, esa tan
chiquitica a la que yo más quiero. Los nombres de mis padres llevaban un Don
delante, como también los hijos del veterinario y del médico y de otros
terratenientes. Esos tenían derecho al Don. Los demás destripaterrones todos,
como tú dices. Para los demás como tú mismo repites “ni don sin din ni cojones
en latín”.
- Pues pasada la primera comunión, con lo que una y otra
vez me atosigó la estanquera fue cuando empezó, allá al cumplir nuestros doce o
trece años, con lo de que teníamos que formar parte de una escuadra de flechas
que estaba armando en el pueblo. Ella nos reunía en el local que ya empezaba a
funcionar en lo que llamaban la cooperativa de Santa Catalina, que había puesto
en marcha el mismo mosén quien desde una fotografía tan grande como nosotras
nos miraba altivo y señor allí colgado en la pared desde donde parece como si
nos vigilara de continuo, mientras nosotras bajo la supervisión constante de la
estanquera, aprendíamos a bordar sobre un bastidor de madera nuestras futuras
sábanas de un ajuar que no sabíamos ni qué era.
- Dos o tres años estuvimos en aquel dale y venga y vuelta a empezar. Las
muchachas de entonces, cuando aún no habíamos cumplido los catorce años y aún
no nos habían enviado al internado de la capital a las que podíamos salvarnos
de ir a servir a las casas señoritas, nos reíamos y jugábamos ante la mirada
siempre implacable y superior que nos lanzaba la estanquera y que nos decía que
debíamos ser prudentes y que nos vistiéramos con decencia, tratando de no
marcar nuestras piernas y aun nuestras nalgas y sobre todo nuestras tetas, que
ella siempre llamaba pechos, que por aquel entonces no podíamos controlar
porque la naturaleza reclamaba su curso y por mucho que nos apretábamos y aún ni podíamos sujetarlas con los sostenes, aquellos de varillas tiesas metálicas que se
te clavaban y marcaban.
- Las demás no lo sé, pero yo notaba que no me quitaba
nunca la mirada de mis tetas aquella estanquera. Yo me ponía colorada porque
notaba que mis pechos o mis tetas, como quieras, se me salían de mi camisa y
más de una vez me las apreté con una venda para que no rebotaran y la gente me
dejara en paz. Y todo aquello porque la estanquera, siempre y todos los días, me
lo decía en aquellas tardes de bordados: tus pechos, Miguela, tus pechos. Y se
acercaba a mí y con escusa de pasar los botones de mi camisa por los ojales
hacía resbalar sus manos algo morcillonas por mis tetas, de la misma manera que
el mosén las deslizaba por mis rodillas, cuando venía a merendar a casa de mis
padres en aquellas tardes sin remedio.
-
No hay comentarios:
Publicar un comentario