La misa había comenzado a las doce en punto
de la mañana de aquel quince de agosto de todos los años.
Quien no asistía a la misa era un desgraciado pecador
destripaterrones que bien sabía que se iba a condenar y que nunca obtendría el
perdón de Dios por sus pecados.
Bien se había encargado el mosén una y otra vez, y otra y otra,
de proclamar que no habría perdón de Dios para aquellos que no se acercaban a
la iglesia, que no cumplían con parroquia, que no acudían a hacer una confesión
general de sus pecados en aquel lugar en donde él aguardaba sentado, en la
oscuridad del rincón de la iglesia, donde paladeaba las palabras pecadoras que
le largaban las beatas veteranas y las jóvenes casaderas, arrodilladas después
de las prédicas que les atizaba cuando lo de la cuaresma y en la catequesis que
imponía a la salida de la escuela un año detrás de otro.
Era el día de la fiesta de aquella Asunción proclamada desde
el púlpito de la Virgen, virgen y madre nuestra decía exaltado, y había que
comenzarla, la fiesta con aquella misa solemne, de Angelis, decía el mosén. Porque
cuando todo el mundo, hombres, mujeres, niños, los viejos con las cabezas
calvas, brillantes, blancas, contrastadas con su cara y sus manos oscurecidas
por los soles y encallecidas por el trabajo de siempre y todos los días y las jóvenes
recién salidas de la niñez y entradas en una adolescencia que rompía las blusas
blancas y aún de colores con el furor de unos pechos como yunques según dijo un
día en lo que llamábamos la doctrina de la tarde. Las jóvenes deseosas de ser
miradas desde atrás, desde el coro ocupado por los hombres casados y los mozos
a la espera de un noviazgo agarrotado como un furor de macho, sin saber que a
ellas, a las que el cura obligaba a permanecer en la iglesia cubiertas con un
velo que les tapaba el pelo ensortijado y la cara, un velo blanco el día de la
fiesta que ellas reclamaban frente al negro de sus madres, un velo blanco que
no les impedía girar los ojos hacia aquellos mozos cuando entraban tardanas y
deshiladas en la iglesia.
El mosén invitaba siempre aquel día de la Asunción, decía, a
un par de curas de los pueblos cercanos, a algún misionero que andaba pasando
unos días por el pueblo, a los seminaristas que había conseguido enviar para hacerlos
curas y que de cuando en cuando abandonaban y aparecían entre las tareas de los
veranos en las casas de sus padres, ya sin saber si agarrarían de nuevo la
esteva del arado o el garrote de pastor, pero que sí, aún recordaban los
compases y las voces latinas que entonaban la misa de Angelis con aquellos
largos, prolongados kiries con que siempre nos introducían en los movimientos
de los curas revestidos con albas, estolas y casullas adornadas, reverencias y
movimientos entre sus latinajos, siempre de espaldas a la gente que se
levantaba, se arrodillaba, se sentaba en aquellos vetustos y sobados bancos de
madera.
No tardaba mucho el mosén, centro, dueño y señor de aquella
misa de Angelis en quitarse la casulla con ribetes bordados con los colores del
oro que brillaban con las llamas como de flechas de los cirios encendidos. Se
quitaba la casulla y la dejaba plegada cobre una esquina del altar, en la parte
derecha, junto al sagrario, y entonces con el alba hasta los pies, apretado el
cíngulo que la ceñía a la cintura, cruzada la estola sobre su pecho, comenzaba, a paso
lento, sus manos unidas imitando a los ángeles pintados sobre la pared trasera
al sagrario, custodiado por dos monaguillos revestidos con una sotana que les
quedaba corta y un roquete sobrepellido, rematado con puntilla, que le acompañaban uno a cada lado hasta las escaleras del púlpito en donde le dejaban no sin
antes inclinar su cabeza con una sacudida que parecía se les iba a romper el
cuello.
Era entonces el momento de gloria del mosén.
Ya en el púlpito se subía las mangas de su alba hasta los codos, miraba hacia un lado y otro de la iglesia, encontraba con aquellos sus ojos de águila perdicera todos los bancos repletos de gentes de la iglesia con lugares que ocupaban el alcalde y los concejales y los mandamases poseedores de las tierras del pueblo y de los ganados que ejercían, como el mismo cura, su cacicazgo en los días de todo el año. Miraba también sobrevolando a las mujeres cubiertas con sus velos negros, a las jóvenes ávidas de noviazgos en la esperanza materna de una reprimida virginidad de la que el cura les hablaba en la doctrina de adviento, de cuaresma o de lo que tocara y que ellas no entendían en sus sofocos avergonzados.
El mosén dominador desde el púlpito comenzaba siempre el sermón
del día de la Asunción con aquel inicio altivo que todos los presentes conocían de todos los años Reverendos
ministros del altas, dignas autoridades, devotos clavarios de la fiesta, hermanos
todos en jesucristonuestroseñor… in illo tempore dixit iesus apostolis suis…
y comenzaba su perorata altisonante, con sus estudiados gestos, sus palabras
dichas arrastrando sílabas y cortando de improviso, auscultando con la mirada
las caras, o mejor las cabezas inclinadas de aquellas gentes que luego, después
de la misa decían, a la salida qué bien habla, qué bien habla el mosén aunque
siempre, los más viejos, quizás por más viejos y llenos de resabios diesen
cabezadas en su duermevela de la que despertaban cuando el mosén se llegaba de
nuevo hasta el altar y se ponía otra vez la casulla y los rebotados de
seminaristas entonaban el credo in unum deo pater onminpotentis
Hasta que llegaba el momento de la consagración, el alzar a Dios, como decían las beatas al mismo tiempo que inclinaban sus cabezas cuando nos enseñaban la doctrina. Y entonces tomaba la hostia con los dedos pulgar e índice de sus manos, la elevaba lenta sobre su cabeza y se quedaba como en éxtasis y era entonces cuando los tres o cuatro músicos contratados por los clavarios para el baile de las fiestas tocaban, como bien podían aquel chuntachuntachuntatachuntachuntachun que algunos decían era el viva España o no sé qué, mientras la pareja de la guardia civil apostada a los extremos de la valla que separaba el altar mayor de los bancos en donde se sentaban las gentes, se inclinaba, rodilla en tierra y con la mano izquierda sujetaban el tricornio adornado con la cinta dorada de su traje de gala y empuñaban con la derecha aquel mosquetón que llevaban terciado a la espalda todos los días y lo inclinaban como apuntando al altar mientras rendían culto a Dios.
No tardaban en levantarse desde los bancos de la iglesia las
gentes y arrodillarse como a una hasta que, por fin, el mosén se volvía hacia
todos los allí reunidos y presentes y separaba sus manos y lanzaba aquel dominusvobiscum
y ya todos esperábamos que los seminaristas rebotados de tales siguiesen el
itemissaes que el propio mosén había iniciado.
Ya entonces el alcalde, los concejales y los mandamases que
ocupaban los primeros bancos de la iglesia se acercaban para sujetar el palio
en donde se cobijaba el mosén abrazando con un paño bordado en oro, decían las
beatas, la custodia dorada que lanzaba rayos como de sol ardiendo y comenzaba
la procesión por las calles del pueblo en el mismo momento en que al traspasar
la puerta claveteada de antaño sonase de nuevo aquella marcha real o lo que
fuera que había sonado en el alzar a Dios y ahora, marcada por el paso marcial
de los dos números de la guardia civil con su fusil al hombro, comenzaba a
recorrer las calles centrales del pueblo a golpe de las gaitas que soplaban los
músicos con su redoble de tambor.
El sol abrasaba mientras las hojas de menta segadas en los
ribazos en día de antes, esparcidas por el suelo de tierra y piedras, expandían
un olor penetrante y sabroso al paso de las gentes en su caminar que las iba
devolver de nuevo a la iglesia hasta el regreso, otra vez, de aquel chuntachuntachuntachuntachun
soplado por la fuerzas de los gaiteros y el tambor.