viernes, 1 de mayo de 2020

Las personas. El Virus. 7.





Cuando éramos nadie … … … antes del virus.




Retomo un texto. Veo que lleva fecha de haber sido escrito en 2003. 


Me aparece entre papeles que yo mismo había confinado. 


Resulta que los recogedores de la basura ahora son imprescindibles.


Lo fueron siempre. 


Ahí lo dejo.


Quien venga detrás que arree.
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                         Soliloquio del basurero.

         Aún me quedan más de tres horas de seguir colgado sobre el balancín del camión. Me empiezan a pesar las noches, una detrás de otra, agarrado a esta manopla, con paradas aquí y allá por recoger la basura de todas las gentes.

            No tengo más remedio que seguir aquí, dejando mi casa y mi familia, por enganchar en el tajo a las doce en punto. No hay más remedio porque no tengo otro trabajo y necesitamos este sueldo y el que trae mi mujer.

Esto es duro. Sólo nosotros lo sabemos, los que andamos agarrados aquí detrás sufriendo los tufos de todas las basuras que las gentes han dejado a las puertas de su casa.

Todas las noches somos los mismos tres, el chofer y nosotros dos detrás. Parar, cargar y arrancar. Así siempre, así toda la noche. Esta se está haciendo más larga. Llevamos tres o cuatro noches con niebla cerrada y estos días finales de enero han descendido las temperaturas. A medida que avanza la noche se nota más el frío. Claro que te calientas arrastrando los cubos repletos de bolsas de basura, pero la moquita siempre parece destilar helada.

Llevamos unas manoplas en las manos y no te paras para darte un zarpazo en la nariz pensando en el mal olor acumulado. Los guantes de fieltro raspan, así es que es mejor dejarla gotear o escupirla como puedas.

Vamos siempre embalados. Comenzamos al principio de una calle, nos lanzamos sobre los cubos, a veces los hacemos resbalar por las aceras, los volcamos sobre la bocana del camión, palmeamos en el costado para que el chófer mueva y siga hacia adelante y nosotros seguimos recogiendo la basura de todas las gentes.

De todos los que he tenido este el mejor trabajo que he encontrado. La cosa se ha puesto jodida. Aquí al menos tengo un trabajo estable. Además la basura es algo que va a más. En otros lugares se acaba la producción y empiezan a tirar gente a la calle. Claro que he tenido otros empleos en que podía volver a casa por las noches, pero duraban tan sólo dos o tres meses. Y entonces a la calle.

Yo creía que me iba a quedar fijo en la fábrica de coches pero vio el tio Ford con la rebaja y dijo que había que producir treinta mil vehículos menos aquel año, así es que a la calle. Comenzaron por los que menos tiempo llevábamos. Yo solo tenía un contrato de seis meses. Lo peor es que me quedé sin ningún subsidio por aquello de las nuevas leyes o no sé qué.

En la calle. Sin nada. Con una mano delante y la otra atrás. Y otra vez vuelta a empezar, a acudir  todos los lugares, a todas las colas, buscando en las papeleras de los periódicos para leer en ellos las ofertas de empleo, recibiendo rechazos en todos los lugares, maldiciendo a las  gentes que te reciben en los empleos temporales donde te sajan las entrañas cuando se quedan la mitad de la soldada.

No sé en cuántos sitios he estado. Trabajos de dos o tres días. En lugares a los que tenías que llegar pagándote tú el transporte que se consumía el sueldo. Durmiendo en ocasiones debajo de un puente o refugiado junto a unas encinas, entre matojos de gentes que hace poco cruzaron el estrecho y se enganchan a trabajar en cualquier cosa que encuentren. A mí me explotan igual que a ellos.

Ha visto también cómo esas gentes sufren el desgarro del desprecio entre nosotros. Todos queremos trabajar, todos queremos vivir un poco. Tan solo un poco. Nos conformamos con casi nada. Un sueldo con que poder comer. Ya es bien triste esto para los tiempos que corren. No aspiramos a nada más. Por eso a veces nos hemos peleado entre los barracones, o en los pobres cobertizos en los que nos ha tocado vivir.

No tengo ganas esta noche de acordarme de los tiempos pasados. Junto a mí tengo al biafreño que se agarra a la anilla central de este camión basurero. Hemos llenado por completo la panza del camión con todas las bolsas que hemos ido cargando y ahora iremos a descargar. Luego volveremos otra vez. El chófer ha apretado el acelerador. De nada vale que una noche u otra haya más o menos basura. Si vamos más deprisa podremos retirarnos algo antes, si no nos tocará seguir más allá de las seis de madrugada, cuando dicen que termina nuestra jornada.


Me agarra la niebla helada mientras seguimos aquí colgados. Nos estamos calando y nos vamos a quedar helados. El biafreño tiene la cara amarga. Casi no hablamos en toda la noche. Cuando lleguemos al basurero echaremos algunas palabras. Beberemos un café que guardo en el termo. Algo frío ya. Cada uno con  sus silencios.

Con el tiempo que llevo aquí comienzo a tener problemas con el sueño. Al principio cuando llegaba a casa caía redondo como un saco de patatas. Ahora ya me cuesta encontrar la postura. Me despierto helado al mediodía con mal genio.

Mi mujer está embarazada. Ya va para cuatro meses. Hemos tenido un par de abortos anteriores. Quizás debidos a este desbarajuste que hemos llevado, siempre de aquí para allá, de un lado a otro. Muchas veces cada uno en un lugar. Ella se quedaba en el viejo piso arrendado con mi suegra. Ella ha pasao mucho miedo. Yo volvía cuando podía. Ni teníamos un lugar fijo en donde vivir. Tuvimos que ocupar un cuartucho oscuro y sin ventilación cuando nos casamos.

Mi suegra es una buena mujer marcada por la viudez desde casi siempre, desde cuando la mía era una cría de doce años. Mi pobre suegra se quedó sin pensión y sin trabajo. Comenzó a recoser los balones que le traían desde Mequinenza. Seguía con las puntadas igual que mi suegro hacía sin yo conocerlo cuando regresaba del trabajo de la calderería.

            El pobre hombre se sintió un día de pronto mal.  Empezó a vomitar lo poco que iba comiendo. Lo ingresaron en el hospital. Siguió vomitando. Parece que la poca carne de su cuerpo se la arrebataban a dentelladas. Se le ahondaron sus mejillas. Quedaron los ojos hundidos. Fue marcando su esqueleto en los brazos y en las costillas. Un vómito bilioso constante. Un día terminó por echar el hígado por la boca. Tal cual. Ae murió rabiando. Ahogado en su propio vómito.

El hermano de Mari, mi mujer, nunca supo, o no se creyó o decidió no decirlo a nadie que aquel cáncer hepático fue lo que lo mató. Y allí se juntaron los tres. Mari, su hermano y la madre. Mi mujer con doce años. Su hermano con ocho. Mi mujer entonces empezó a sacar malas calificaciones en la escuela. Pasó un par de años con la cabeza acorchada. Sin enterarse muy de lo que hacía. Ya no le interesaban los juegos de sus amigas, ni los libros en los que hasta entonces estudiaba las lecciones que le marcaba la maestra, ni las recomendaciones o broncas que le caían. Tampoco lo que pudiera decirle su madre. Como desmadejada consiguió terminar la primaria. Ni siquiera tenía ningún interés por conseguir un trabajo. Un abandono sin más.

Luego trabajó por horas fregando las perolas de la cocina en un restaurante de carretera. Se dejaba la piel de sus manos, devorada por los productos químicos en el dale y venga de la fregada. Sirvió también cafés y copas detrás del mostrador mientras aguantaba las tarascadas de los camioneros en su alto de la ruta conductora. Limpió los pasillos y habitaciones del hostal y se quedó una y otra vez sin trabajo.

Fue allí donde yo la conocí. En los meses en que estuve echando asfalto cuando aquel tramo de la autopista. Mis compañeros y yo nos alojábamos en aquel hostal de mala muerte. Echábamos nuestras partidas guiñoteras cuando llegaba la noche. Me llamó la atención la blancura casi enfermiza de su cara y la tristeza de sus ojos rasgados. Me dio por dejar la baraja y por acercarme a la barra donde ella reposaba su cansancio junto a la máquina cafetera. Al principio me trataba con desdén, atravesada por la indiferencia con que se defendía del asalto camionero en la demanda del coñá peleón. Fue así como yo la fui queriendo. Comenzamos a entendernos con miradas y silencios. Yo también senté la cabeza y comencé a guardar algo de dinero del que me pagaban los de la carretera.

Decidimos casarnos con el final de la contrata. Y fuimos de un lado a otro en el peregrinar de las máquinas con el sofoco del alquitrán. Me abrasaba en ocasiones las manos salpicadas. Por eso nos alegramos cuando llegaron aquí los de la Opel. Pero aquello sólo duró seis meses. Es lo malo de quienes somos especialistas en nada. Menos mal que entre nosotros las cosas siempre han ido bien. Nunca hemos discutido.

 En los momentos más duros ella busca mi protección. Como si se cobijara bajo el padre que tan pronto la dejó. Dos abortos hemos tenido. Los hemos llevado como hemos podido. Este no lo vamos perder.

Cada vez la niebla es más espesa. Hace un frío que pela. La moquita no para de gotear. El biafreño está temblando. A ver si acabamos de una vez y me meto en la cama. Espero que Mari aún no se haya levantado. Me acurrucaré junto a ella y conseguiré entrar en calor. A ver si consigo dormir. Mañana será otro día.









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