viernes, 22 de octubre de 2010

Golondrina

                                          

                                                                          Golondrina




                Se sorbía los mocos. Lloraba. Ya sabía del sabor salitroso de las lágrimas. Le caían las gotas, como torrenteras, por las mejillas. Estaba acurrucado, sentado sobre sus propios talones, en la ladera del barranco Piazo, en una de las correderas marcadas por el paso, un día y otro, del caminar de las ovejas. Llevaba las alpargatas rotas, deshilachadas ya por la careta, perdida la entrama del esparto por las suelas. El pantalón corto, remendado en las culeras, sujeto por un tirante terciado y el pelo rapado, por lo de los piojos. Y lloraba. Lloraba en silencio mientras miraba el cuerpo hinchado, con las patas en alto, como cuatro mazas que intentaran batir sobre el tambor del cielo.
            “Ya se acabó, Golondrina. Y ahora quién me llevará hasta los Pelarchos. Ya ellos se han ido a segar hasta allá arriba. Han aparejado la mula y el macho y han tenido que repartir la carga que tú sola llevabas hasta allí. Ya sabes que la mula no es de las que aguantan samugas ni  serones y no sé cómo les habrá ido hasta llegar al tajo. Ella va buena para enganchada entre los tiros del carro, en medio del macho, en las varas, y tú como puntera. Pero ya no vas a estar nunca más, Golondrina. Tú eras quien conducía la reata. Los pariste a los dos y nunca más te volviste a quedar preñada. Capitana del carro, delante de los dos, con tu pelo bayo donde espejeaban los rayos reflejados del sol que abrasaba, con tu cuerpo espacioso, con tus ancas potronas, tu potencia de tiro y tu sabio conducir, sereno y firme, todo dominado desde esa cabeza altiva, surcada tu frente y cara por la raya blanca, traspasada con un rayo llegado hasta tus belfos, esos que ahora mismo están tiesos, los mismos que agitabas cuando me acercaba hasta ti y movías y movías para decirme no sé qué, que sólo te faltaba la palabra.
            Me lamías las manos con tu lengua, tirabas hacia arriba los dientes y entonces relinchabas, que parece que te reías, o me avisabas cuando venían unos y otros, que el relincho más alegre lo dedicabas a la abuela, cuando se llegaba hasta nosotros metidos en la acequia del Cubo, para que tú comieras la mejor hierba, la que más te gustaba, la fresca de las primaveras.
            Pero ahora estás ahí, patas arriba. Ya no eres yegua ni eres nada. Dentro de poco vas a reventar. Te has puesto tan hinchada que me das miedo. Me dan miedo tus ojos, aquellos donde me reconocí  una y otra vez, tus ojos azabaches, donde se miraban la casa y el corral y la abuela que iba de un lado a otro, metiendo vencejos en el serón y los cestos con los pucheros de las patatas cocidas sazonadas de grasa del último matapuerco, mientras yo te acariciaba y te miraba, y me miraba en tus ojos.
            Tus ojos, ahora, se han quedado abiertos, traspasados por este sol que calienta las lomeras y ya ni reflejan los rayos de este lorenzo que me taladra las sienes. No me atrevo a acercarme hasta ti, que estás ahí abajo, en la rambla por la que vienen las barrancas cuando las tronadas. Me das miedo Golondrina. Me das miedo. Me asustan tus patas, tiradas hacia lo alto, aporreando un cielo sin alcance. Temo que de un momento a otro revientes esa piel tan tiesa  que se te ha puesto y lances sobre estas laderas todas tus tripas hinchadas, por alimentar a esos buitres que ya han empezado ahí arriba la amenaza de su vuelo. De un momento a otro se van a dejar caer por aquí y yo no podré aguantar más y me tendré que marchar, dejándote para siempre. Dentro de unos días sólo quedará de ti la jabeda del esqueleto de tu vientre y una cabeza sin ojos que ya no será la tuya. Y habrás dejado de ser la mejor moza yeguaraz, la que engendraste con el más potente garañón, el Moro de crines hasta los suelos, en una apasionada cubierta en la libertad afemada del corral del molino Lamaquila.
            Ayer por la mañana apareciste muerta, despatarrada entre la paja fermentada por los orines y los boñigos de la cuadra. Fue la misma abuela quien te vio la primera. Ni siquiera una palabra. Vio que estabas muerta. Luego habló del mal de la gota o no sé qué. Al poco la cara de la abuela se llenó de arrugas, que parece que le labraban aún más los surcos resequidos sin semilla.
            Te trajeron hasta aquí con el cuello ya tronzado, caído sobre los flancos de las varas del carro, tirado por tus hijos huérfanos, el macho Noble y la mula Roma, que te subieron sin su guía puntera por el camino lleno de piedras aljezares hasta este barranco, taladrado ahora por el sol del mediodía y el afilar rasgado de las patas de las chicharras.
            Me das miedo. Ya los buitres están cerrando sus círculos y ya están cada vez más cerca. Se han parado allá arriba, donde comienzan las escorrentías del barranco. Ya me voy a ir de aquí, con las mangas de mi camisa llenas de mocos y de lloros. Ya no podré llegarme contigo hasta la acequia del Cubo a la salida de la escuela, ni la abuela nos mandará hasta los siegos de la mies en la rambla cascajera de los Pelarchos, ya no habrá reflejos en tus ojos, ni sorberás con ruido el agua fresca que te sacaba del pozo, ni risas relincheras, ni caricias sobre la raya blanca de tu cara.
             Que por eso te llamabas Golondrina.”


           

martes, 19 de octubre de 2010

Viejas fotografías. El abuelo Mariano.

                                                       

                                           El abuelo Mariano


              Pequeño, casi diminuto, desde joven le venía el nombre apelado, el mote de Repoyo. Había llegado al mundo cuando ya en su casa no se esperaba que apareciese nadie más. Y había nacido algo encanijado. Pero a base de golpes y de una inteligencia innata había conseguido ya de joven tener un carisma entre las gentes de su pueblo y cuando se casó con una de las llamadas estanqueras del lugar de al lado y supo levantar su casa a base de esfuerzo y de trabajo, construyendo sus propios edificios, sus pajares, sus parideras, haciendo frente a la desgracia de la muerte de las dos primeras hijas, que ya no volverían a nacer jamás, y que sólo se encarnizarían como hijos, adquirió una fama de hombre cuerdo en toda la redolada. Nunca había ido a la escuela y, sin embargo, engañaba a todos habiendo aprendido a leer viendo cómo los demás leían. Y de cuando en cuando, si algún espabilao comprero de ganado se las quería dar de listo, una salida del abuelo dejaba a aquel forastero con el culo al aire y jamás se atrevería, si es que volvía por allí a comprar corderos, a tratar de engañar a aquel abuelo sabio. Su inteligencia natural la expresaba con silencios que jamás se atrevió a explicar y que nunca comprendieron quienes le rodearon.
            Tenía una expresión seria en su rostro surcado por cruzadas arrugas en su frente partida en dos mitades. La inferior de un color casi quemado por los soles y los cierzos de esta tierra. La superior blanca, como corresponde a las gentes que andan por estos lugares, cubierto el cuerpo con la ropa de las rudas panas y la cabeza con un sombrero en los veranos y una gorra en las mañanas, las noches y la larga invernada. Hasta donde llegan las prendas de abrigo el color de la carne adquiere un blanco lechoso. En la cara, los pómulos, los ojos, la nariz, las orejas y las manos, señalaban el moreno cobrizo.


            Llamaban la atención sus manos y aún más los dedos en ellas insertados. Los de la mano izquierda eran duros y sarmentosos y se introducían en los vencejos de los fajos del alfaz o entre las pajas del centeno como si fueran garfios. Los de la mano derecha habían adquirido una deformidad extraña. El dedo corazón y el anular se habían reducido hacia el centro de la mano y no los podía extender hasta la altura que llegaban el índice o el meñique. Si le preguntaban decía que de tantas veces como había cogido el garrote. Lo cierto es que se apreciaba un tendón contraído desde la muñeca hasta casi la primera falange que hacía imposible extender los dedos. Pero nunca se le oyó quejarse aunque los cambios del tiempo le afectaban y, a veces, su rostro se contraía de dolor.
            Poseía una ironía mordaz. El abuelo no había fumado en su vida. No tenía vicios, decían. Y parece que esta su actitud molestase a las gentes del pueblo. Gentes del pueblo que tan sólo tenían aquel vicio escapista de fumar. Y ofreció no sé quién la petaca al abuelo para que liase un pitillo. Y el abuelo colocó aquella su mano contraída y dijo al portador de la petaca que echase allí, la mano boca arriba, el tabaco. Y el otro echó, y el abuelo dijo que pusiese más y más, y cuando ya la mano tuvo un buen golpe de tabaco, le dio la vuelta, puso la palma boca abajo, se desparramó todo por el suelo y dijo seco “ahora ponme por este otro lado”.
            El último invierno sintió que le fallaban las fuerzas y ya no se llegó hasta el viejo Reino con las ovejas preñadas. Unos días después de la Navidad cayó en cama tronzado por una pulmonía arrastrada tiempo atrás con las andadas por esos montes de Dios. Adivinó el día en que se iba a ir al otro barrio. Reunió a todos sus hijos y se fue despidiendo uno a uno de todos. Allí nadie derramó una lágrima. El nieto, aún pequeño, sintió miedo sin saber qué pasaba. El abuelo se agarró con fuerza a la mano sarmentosa y artrósica de la abuela y espiró cuando ya los copos de la primera nevada del invierno se posaban sobre las cruces del cementerio cercano.
           
           

jueves, 14 de octubre de 2010

El molino de "La Maquila", en Orrios.

El molino de "La Maquila" en Orrios, desde su huerta.
                                                               



                                                                   El molino de “La Maquila”



   Aprovecha las aguas conducidas desde el azud de Orrios, las que sirven para regar la vega de Alfambra. Justo allí, donde comienza el regadío. Fue construido a finales del siglo XIX. Se precisó cavar una acequia nueva surgida desde el mismo azud y así se pusieron en regadío algunos bancales de Orrios que formaron la partida que desde entonces se conoce como “Sobre la Zaica”, porque estaban encima de la primitiva acequia que desviaba las aguas que ya regaban desde tiempos remotos la vega de Alfambra, justo desde este azud hasta el de Peralejos, quince quilómetros más abajo.
            Se ganaron media docena de bancales para el regadío y además se tomó la pendiente suficiente para que las ruedas del molino cumplieran su oficio. Y hasta se le dotó de un canal externo que alimentaba una dinamo y dio luz eléctrica al molino cuando ni siquiera la tenían en las casas de Orrios. Era el comienzo de una industrialización que luego no se consolidó en estas tierras, que aprovechaba  los recursos naturales y sólo producía servicios y beneficios.
  Por él, y hasta la década de los sesenta del pasado siglo, llegaban las gentes de Orrios, Alfambra, Escorihuela y hasta de lugares más lejanos para efectuar su maquila. Venían con sus granos en estos tiempos, por la sanmiguelada, cuando los sacaban de sus graneros y se cercaban por hacer la molinada, la conversión en harina del trigo que serviría para el pan de todo el año. Y también algo de cebada, o avena o centeno, que aprovecharía para el pienso de los animales. Se avecinaba el invierno y había que guardar para los malos tiempos.
            Más adelante, después de nuestra última guerra civil, mantuvo en sus cuadras una parada de sementales que fueron los padres de los mulos que sirvieron de fuerza de labranza hasta que la llegada de los tractores los dejó en el recuerdo.
            Cuando yo era un zagalote llegaba hasta allí con las talegas de grano que abocábamos sobre la tolva y asistía al runrún constante de las ruedas movidas por el agua tumultuosa que luego seguía bullendo en cascada hasta el río. Era el momento también de terminar de recoger el fruto ofrecido por los manzanos de la huerta que rodeaba el molino. Porque el lugar era, y aún es, un oasis que alberga un microclima. Allí, a la vera del molino, los ciruelos, cerezos, perales, membrilleros, azarollos, manzanos y hasta una morera, florecen, maduran y rinden su fruto según va caminando la añada. Y en el huerto,  las patatas, judías, bisaltos, habas, cebollas, ajos, tomates, lechugas, borrajas, acelgas, y otras especies llenan, todavía hoy, las necesidades de los propietarios, dos hermanos que viven en Escorihuela, hijos del último molinero que regentó también la parada semental hasta mediados de los pasados sesenta.
            Todos los lunes están por allí y mantienen la maquinaria del molino a punto por si un día se decidieran de nuevo a moler, tomando su derecho ancestral al riego, desde que un acuerdo de tiempo moro, anterior a la llegada de brabazones y vascones que vinieron a poblar según Fuero otorgado por Alfonso II a finales del siglo XII, estableció el sistema de riego  a cambio de ciertas tierras.
             Así, la partida que allí comienza, una estrecha faja de tierra entre la acequia y el río, donde comienza la vega de Alfambra, pasó a formar parte del término de Orrios con derecho a riego todos los lunes de sol a sol. Justo hasta donde se ensancha más el regadío en lo que es la partida de El Palomar ya de Alfambra.
            Y es entonces cuando el uso lingüístico comienza a hacer de las suyas. Los estudiosos filólogos le llamarán fonética lingüística y el molino de “La Maquila”, es decir de la molienda y del pago por derecho de la misma, devendrá en “La Maquina” por efecto del uso paroxítono que hace que en estas tierras digamos pajaro y cantaro frente al castellano pájaro o cántaro que nos lleva a la neutralización de máquina con maquina y maquila. Por eso hoy es complicado hacer entender a la gente que el molino de “La Maquila” debe su nombre al uso que se hacía del mismo.
   De igual manera debemos explicarle que la partida de tierra que allí mismo comienza y,  por la misma razón lingüística, tiene su origen en la “Vega de Alhambra” que devino en el uso de la “Vega Lambra”. Y así también la que hoy se rotula calle “Auces”, en Orrios, ha sido una corrupción lingüística, esta más grave, porque la adoptó  hace poco años, por ignorancia, el propio Ayuntamiento, de lo que fue calle de “Los Sauces”, la central de Orrios, por donde discurría una acequia, ahora subterránea, que alimentaba el lavadero público, riega los campos del pueblo y estaba protegida por estos sauces y sargas en donde en mis tiempos de zagal chapoteábamos en los veranos y sufríamos los resbalones con los hielos de los inviernos.
            Todo esto hará que se convierta en el territorio literario de “El Alcamín” donde los lugares se inventan en juegos lingüísticos que se nombran, para dificultar al lector, como Benialba, Larroya, Lamaquila, Manzanal o el propio Alcamín.

El molino de "La Maquila" desde el sobradero de aguas.
                                                

           
           

domingo, 10 de octubre de 2010

Patrimonio de Aragón

         He aquí un nuevo libro del veterano profesor Agustín Ubieto y del joven investigador José Luis Garrido[i].
        Maestro y discípulo se han juntado para ofrecernos este repertorio referido al rico patrimonio aragonés.
            Quien ahora, en la época de su jubileo, dirige la Universidad de la Experiencia en Zaragoza y ha sido Catedrático de Historia en Instituto de Bachillerato, en la Escuela del Magisterio, y de Didáctica de la Historia en la Universidad de Zaragoza, además de animador cultural y organizador y director de las anuales jornadas de Metodología de la Investigación Científica sobre Fuentes aragonesas, fue también, durante muchos años, Director del Instituto de Ciencia de la Educación. Un gran didacta y un maestro de maestros.
            Con su experiencia y su capacidad didáctica y con el empuje de la juventud, ofrecen ahora un repertorio de bienes patrimoniales de Aragón. Casi doscientas cincuenta entradas organizadas en forma de fichas que ocupan cada una de ellas una página. En ellas, acompañadas siempre de un grabado alusivo, se nos ofrece información, con rigor científico y exposición didáctica de los casi innumerables bienes patrimoniales de Aragón.
            El archivo de Agustín Ubieto contiene información para que nos pueda ir ofertando algunos libros más como éste. Sin embargo, en este libro de 335 páginas las agrupa en capítulos que tienen que ver con la naturaleza al desnudo, los sentimientos que dejan huella, el hombre agrupado socialmente, el agua y la sal como elementos esenciales en la vida del hombre, los símbolos del poder, el campo como fuente de vida, la muerte que siempre nos persigue, la cultura y el ocio, el arte y sus manifestaciones.
            A través de estos capítulos, que podrían ser muchos más, se nos ofrece un repertorio, científico y didáctico, que servirá para el lector primerizo, para el que comienza su andadura por la vida, para el conocedor del patrimonio, para el investigador, para el apasionado de la cultura, para el gozador de la vida sin más.
       Con estas páginas, que le remitirán a otras, conocerá mejor quien en ellas entrare el rico patrimonio aragonés.


[i]  Agustín Ubieto. José Luis Garrido.-  Comprender y disfrutar el patrimonio de Aragón. Mira editores. Zaragoza 2010.

miércoles, 6 de octubre de 2010

El Alcamín, territorio literario.

                                                                          
                                De camino con Juan Rulfo.



                      Te llevaré por allí, Juan Rulfo, ya viejo amigo de gentes, de tierras y caminos en esta tarde de temblores. Siéntate. Aspira tu cigarro. Avaricioso. Hundes los carrillos de tu cara escuálida. En ocasiones tragas todo el humo. Sabes que te hace daño. Y sigues y sigues. Dejaste el alcohol. Con el cigarro no pudiste.
                El humo y tus silencios. Son ellos los que me hablan. Sigues ahí. Con tu mutismo intenso. Como el de mis gentes. Esas que están ahí enfrente. Silenciosas siempre. Mis gentes.
                El Alcamín. Entre El Tormagal y El Regajo. Al otro lado del río. Debajo de la piedra de Rodrigo. Por donde trazaron la primera acequia, cuando les dieron la tierra. Tres peirones. En el prao San Miguel, en la subida hacia las cuevas de las arcillas, en el límite de Benialba. Barrancos. El mejor el de Las Suertes. Venidos a menos el del Sauco y el del Peñiscoso. Secanos. El monte y las carrascas. Los pequeños huertos. La vega entre las casas del pueblo y el río. Los chopos de la riera. Ovejas. Labradores y ganaderos. Poco de todo. Las gentes apretadas en casas, debajo de los cinglos limitadores de Los Planos. Donde comienza a atacar el cierzo. Desde Larroya se sigue el curso del río. Estrechas tablas de bancales regados con acequia tomada desde el azud. Los lunes el agua es de El Alcamín. El resto de la semana para Larroya. Larroya ahora sembrada de chopos. Porque el regadío dicen que no rinde. La falta de agua. Desde el azud para abajo. Justo hasta el molino Lamaquila. Cerradas las puertas. Abandono en los huertos de alrededor. Donde los mejores frutales. La entrada del agua a las ruedas de la molienda llena de olmos negros invasores. Dentro la maquinaria intacta. Los dueños ya no viven aquí. Donde la yegua sacudía un par de coces, harta de los arrumacos del Moro o del Bayo percherón. El puente de tablas. Allí está. Sólo para cruzar andando. A lo sumo con un mulo. Nunca pasó por él un carro. Iban por el cascajar, más abajo. Ahora uno ya no se moja cuando cruza por allí, ya digo. En el recodo del molino Lamaquila y el puente aún queda un buen badén de agua. Refugio de los barbos. De cuando en cuando echan alguna trucha. Justo les viene, los pescadores se hacen con ellas al momento. Se acabaron los cangrejos. Ni uno. Tantos antes. Te descalzabas, metías la mano en los caños, te dejabas pinzar los dedos con sus patas, los sacabas suave, y ya. Luego a la sartén. Un poco de aceite, puñao de sal, cangrejos y a esperar que se pusieran como tomates. Los goterones resbalando por los labios. Tiempos aquellos. 
    
El prao San Miguel. Cruzado por la acequia que hace de sangría para regar Las Cañadas. Siempre cubierto de un verdín silvestre. Aunque digan que el agua de la balsa es salitrosa. Allí estuvo siempre. Sigue ahí. En tiempos fue de la tierra dada. En rotación. Como las parcelas. Cada cuatro años a una familia distinta. Fue cuando lo roturaron. Los dos primeros años, bien. Remolachas sembraron casi todos. Fueron años de lluvia. Luego se agostó la tierra. Allí es bien pobre. Debajo del verdín como ceniza. Se abandonó. Ni siquiera nacían los cultivos. Mejor cavar una acequia sangrada más honda, por conducir el agua hacia la balsa. Volvió a nacer el verdín. Ahora es lugar de femeras. Montones de fiemo. De unos y de otros. Los muchachos, hace unos años, dijeron de jugar al fútbol. Cuatro palos. Dos cuerdas. Levantaron las porterías. El mejor campo del altiplano. Con césped y todo. Al lado de los chopos. Los que plantábamos en andalán como nos indicaba el señor maestro. Una grulla despistada, algún pato y un par de fochas he encontrado estos días, cuando comencé a volver, por levantar mi casa. Dos parejas de martín pescador se posan de cuando en cuando en los cables del tendido eléctrico, aquí junto al poste del barranco Carnuzo. Tienen el nido abajo, junto al desvío del azud. Rebentón plumaje azulado. Vuelo rápido. Se lanzan como saetas y se clavan con el pico en el remanso del agua. La Vega Lambra se riega con el agua del río, en el camino hacia Larroya. Por la parte de arriba el secano pedregoso. Por donde el carro de las remolachas, en el invierno de los fríos. Los que rompían las sogas en la mañana de la lucha con los Zoqueros. Justo en el límite de los términos de El Alcamín y Larroya, donde las trincheras de la guerra. Algunos bancales ya en abandono, por la sequía de estos años. Imposible llevar allí el agua de la nueva balsa, esperanza de El Alcamín, orgullo de las gentes. Ya lo habías dicho tú, Repoyo. No te creyeron. Aún hoy Liborio va diciendo por ahí que no y que no. Qué le vamos a hacer. Al otro lado del río Las Cañadas. Ya en el camino de Elcamorro. No faltan polvaredas en los veranos, por el paso de los tractores y los ganados. Ya los mulos se acabaron. Ni uno. Ni por asomo. Miguelo trajo una yegua hace poco. Preñada. Parió. Un buen potro juguetón. En la esquina del corral los tiene, junto a las ovejas. Sólo por tenerlos. Su padre trajo el mejor percherón a El Alcamín. El que le partió la pierna de una patada. Recuerdo de Golondrina, la yegua baya con la franja blanca en la frente. Con la que hablaba la tia Novata mientras se miraba en sus ojos azabaches.
      
Se han salvado Las Cañadas con el riego de la balsa del prao San Miguel. Entubaron también las viejas acequias. Perdían agua por aquí y por allá. Ahora riegan. Aún hay quien gruñe de cuando en cuando. Encima del camino las cuevas de Roma. Nunca entré en ellas. Ya bastante con mi madre. Se refugiaron allí, cuando los bombardeos de la guerra. Y luego por miedo a las columnas moras. Ya sabes, tuvo que salir por la ventana del corral, saltando la acequia, por salvarse, huyendo. Era una niña. El hambre sexual del soldado. Por allí ya las tierras blanquean. Es en el otro lado del río, el que da al Este, donde les dieron la tierra. Las bermellonas son de Larroya. Aquí fueron heredadas. Por eso se creen tan flamencos. Ahora se joden, que no tienen agua. Por eso los chopos. Debajo de las cuevas de Roma lo que queda de la ermita de San Miguel. Para los viejos un recuerdo. Para quienes zagales entonces, diez años después de la guerra, cuatro paredes desmoronadas. Para mi madre visión desde las cuevas de Roma de los moros que entraban y salían en la ermita. Tanto frío tenían que acabaron quemando las vigas del tejado. Para calentarse. Ya ves. Qué cabeza. Un reguero de nada sigue hacia arriba por el barranco que llega hasta el Corral Royo. Allí donde se enriscaron las ovejas. El lado de la solana aún tiene buenas tierras. Con algo de cascajo, pero fuertes. En la umbría no se crían más que las aliagas y los espinos. Piedras deshechas. Convertidas en polvo blanco. Por eso allí la yesería. No queda más que un hoyo profundo excavado a base de pico. Allí dejó el yesero colgadas las albarcas, cuando le dio por meterse en el horno, porque no veía salida para sus hijos. Ardió en las mismas piedras. Algún día serán regadío. Ya lo verás Repoyo. Que tienen esperanza en la balsa. La que hicieron en El Campillo. Camino hacia El Alcamín, el lugar, digo. Ya enseguida los pajares.

En el límite del secano con lo que se pueda regar. Por allí te pasaste unos años, Repoyo. Por trazar el camino y a su lado la acequia. Aprovechando al límite el terreno, por donde podía alcanzar el agua. Tablas estrechas de bancales desde el camino hasta el río. Por repartir bien la tierra. En El Alcamín todos tienen poco. Pero todos tienen. Aun los que se fueron conservan algo. Hoy son pajares abandonados. Algunos convertidos en parideras. Los muros de adobe. Paja y tierra. Metidos entre tablones y a esperar que seque. Se manmtienen en pie las paredes. Las eras de la trilla junto a ellas, llenas de aperos de los tiempos actuales. Algún día habrá que recogerlos. Hacia El Alcamín hay que cruzar la rambla Lacanal. Por allí desaguan los barrancos que vienen desde El Pobo hasta el río. Se recoge uno de los ramales que bajan desde Val de Peral. Bordeando La Muela, a la altura de El Campillo y de Los Planos. Separadas las moles por las barranqueras, las que arrastran y las que recogen el agua. Siempre el agua. Qué hubiera sido de El Alcamín sin estos barrancos. La casa que fue de Martina, en alto, encima de la acequia. Por eso veía irse el paso del agua. Y ella sin nada. El pajar del tio Pilaro. Toda la vida cerrado. Recibe todos los cierzos, justo en el límite de La Muela. Allí comenzaban los surcos en el concurso de la arada, por San Isidro. Pensé poner allí mi casa, antes de llegarme hasta aquí, en la era de Terrer. Debajo ya la casa del Repoyo y de Novata, el cementerio, los huertos y El Regajo. Camino hacia arriba Las Suertes. El mejor barranco. Ya ves, Repoyo. Donde más trabajaste, donde te empeñaste en trazar caminos, por preservar los bancales. No te cayó nada en suerte. Aún se conservan las calzadas que tú trazaste. Barbacanas llenas de los olmos que dijiste había que sembrar. Por sujetar las tierras. Allí siguen. De nuevo los negrillos han vuelto a brotar. Por allí me perdía buscando las moras en los ribazos. Los mismos que queman los mayorales en este viernes santo. Caminos que llevan a Val de Peral, y a su fuente, por seguir hasta Los Planos  y el Monte. Lugar de todos los cierzos ya te digo. Refugio de las liebres y las perdices entre las carrascas. Algunas arrancadas.Por aquello de la avaricia de la roturación hace unos años.La jodieron. Qué se le va a hacer. Allí nacían El Sauco y El Peñiscoso. Quién sabe si no se agotaron por eso. Desde Val de Peral a Los Planos el camino se hacía difícil. Volcaban algunos carros en la bajada. Por las piedras. No hubo manera de levantarlas a golpe de pico. Ya lo sé, Repoyo. Hubo que esperar muchos años después. Con los tractores de oruga. Desde este camino, el de la umbría, hasta el otro, el de la solana. En medio las tablas de los bancales cruzan el barranco. Surgen allí las aguas de los caños que llegarán hasta El Regajo. Y al fondo, arriba, junto a la ladera de las galindas, el nacimiento de El Vadillo. El que da la vida al lugar de El Alcamín. Que no se seque nunca. Si se seca El Vadillo, El Alcamín se muere. Que aguante. Salpicada la ladera de nogueras, en la umbría. Cuando no llegan los hielos tardíos dan sus buenos frutos recogidos en otoño.

Un día llevé por allí a mi amigo el de El Bierzo. ¡Que en aquellas tierras tan ásperas aquel nacimiento de agua! Y por eso los bancales de Las Suertes. Desde El Regajo hasta El Vadillo queda la tierra salpicada de nogueras. Todas se deben a la abuela Novata. Le dio por ponerlas en los bancales. En los que se podía regar, que la noguera requiere agua. Hizo un plantero en el huerto, junto a la iglesia. Y dio nogueras a quien las quiso. Hasta las puso ella misma en los lugares que le decían. Centenarias son algunas. Qué le vamos a hacer. Las cosas son como son. Desde el huerto del tio Victoriano, junto a la cueva de Andrés, protegida por la mejor encina de El Alcamín, sube el camino hasta El Campillo. Empinado, lleno de escorrentías, peligroso en las bajadas. Allí han puesto la balsa, orgullo hoy de los alcaminianos. Ojalá la hubiesen levantado antes. Ya tú Repoyo lo pensaste. Se pudo haber trazado la acequia algo más arriba. Y los demás que no y que no. Que no se ganaba la altura. Bien medida la tenías tú. Veces y veces habías andado arriba y abajo. Que sabías que ganaba en altura. Pero ahí perdiste. Que había mucho que picar y que no acabarían nunca. Que ya tenían bastante con los caminos para llegar a la tierra, la que les dieron. Y tú que había que pendar en los que vinieran. Nada. Que si quieres arroz, Catalina. Allí levantaste Los Corrales, cerca de La Mezquitilla. Ya sabías tú de los muertos que aparecían. Todos con la cabeza hacia el Este. Tierra de moros en tiempos. Quién sabe. Orgullo de El Alcamín hoy la balsa del agua. El año pasado regaron por primera vez. No les faltó agua. Aún se necesitan acequias por terminar. Aún falta un empujón. Habrá que ayudar. Quien pueda.

Debajo de las eras que se asoman por el cinglo queda  El Alcamín. Justo la acequia de El Cubo limita los pajares. Queda el lugar arracimado, entre las calles estrechas, retorcidas. Llegan desde la Mayor, donde la iglesia. Todo queda por aprovechar el terreno. El baldío para trazar las casas, casi como nuevas, la tierra buena para el cultivo. Debajo mismo del molino, justo en el barrio alto, donde la vieja herrería. Más allá el horno, al lado de la iglesia que fue cural, con sus piedras talladas en la puerta aún hoy. En la cuesta el trinquete donde le dábamos a la pelota. Encima la escuela. Allí Raimundo te enseñó a escribir, un poco antes de echar el vuelo hacia abajo como las golondrinas cuando barruntaban el frío. La iglesia y la calle Mayor. Y la casa del Marqués de la Cañada, con el tejado a punto de desmoronarse. Desde los pajares de El Campillo, junto a San Cristóbal, se ve muy bien. Queda el escudo heráldico y algunas piedras de la antigua capilla. San Cristóbal a mi lado, desmoronado. Sólo los muros de las paredes, recuerdo de los antiguos juegos: Tres navíos en el mar… y otros tres en Portugal. Jugando a descubridores de la mar océana. Nosotros. Los de la tierra adentro. El Alcaidao. Buena hoya. Rojiza. Mirando al Sur. Y las tierras hacia Benialba y Manzanal. Los Pelarchos, al otro lado de la rambla del té mieloso. A lo lejos Palomera. Y el cerro testigo de Larroya con el Santocristo arriba. Tio seronero, dice Benito. Hermosa la vega hacia Benialba, en el camino hacia el Tormagal. Con la balsa en los veranos presumen los panizos y los alfaces. De cuando en cuando castigados con un apedreo. Pero aun así ahí están. El Tormagal abastece el río y sirve para que rieguen las cuatro familias que quedan en Benialba. Qué sería Larroya sin este manantial.


                En los comienzos del otoño tengo mi cita anual con El Tormagal. El abandono de los campos por sus dueños han hecho de él un lugar salvaje. La casa del masovero y el viejo molino han quedado cubiertos por la selva arbolada. He encontrado ya allí mis propios senderos. Camino entre zarzas, espinos, negrillos, cerezos silvestres, rebollos, alguna carrasca, chopos y álamos, además de la ajedrea y los espliegos perfumados. Todos muestran su diverso colorido. Toda la fuerza marcada antes de empezar la muerte aparente cuando llega poco después el invierno. El manantial discurre, borbollando. Hacia abajo, buscando el río. Entre las hojas caídas, los hilillos de agua discurren sin ser vistos. Mis botas camineras marcan la humedad y por ella me guío. Es el momento del regreso. Desde allí queda la vega de El Alcamín, con el lugar y sus casas y sus gentes en medio, mirando hacia Larroya.
                Aquí levanté mi casa, Juan Rulfo, sobre la era de Terrer, al otro lado de El Regajo, por dialogar con mis muertos.

                                                                               Invierno 1.999.-

lunes, 4 de octubre de 2010

La sanmiguelada.

     En estos días de finales de septiembre, con el inicio de la sanmiguelada, el manzano que ofrecía sus flores en primavera rindió su fruto. Es el anuncio que indica que el ciclo de la añada va a terminar. El cereal ya se rindió. Los campos labrados vuelven a recibir el grano preparándose para la invernada. Se están abonando los rentos de las tierras con las cuentas ajustadas. Es tiempo de contar según a cada uno le fue en la feria que días se celebra en la llanada de la Sierra, en el lugar de Cedrillas. Antaño pasaban por Orrios las reatas de mulos camino de la feria. Cada uno atado al rabo del que le precedía. Luego los lugareños se llegarían hasta allá arriba por si ver si podían vender alguna punta de ovejas, o llevarían a lomos del mulo o de la burra los zaquilotes de patatas metidos en los serones. Con su venta verían si podían comprar algún mardano para sanear la sangre de su hatajo de ovejas. Es posible que necesitaran un mulo que se ajustara a su presupuesto. Cerrarían los tratos con un apretón de manos con el chalán gitano y puede que acordaran el tiempo en que el corretxer se llegase por el pueblo para reparar alguna collera que reventó con la trilla o, si aún quedaba alguna perra, moldeara un aparejo para la labranza o para los enganches del carro. Los rabadanes se apañarían con los amos de los ganados para preparar la bajada en el invierno al viejo Reino con las ovejas preñadas, las vacías se quedarían en la Sierra aguantando los fríos.
      Pronto empezarán las rosadas mañaneras. Los pocos tomates que quedan en los huertos no madurarán, las esquerolas se quemarán con los hielos aunque las protejan con hojas de guardalobo,los chopos comenzarán a tomar su color amarillento y, poco a poco, dejarán caer sus hojas alfombrando los caminos, las nogueras ofrecerán el esqueleto de sus ramas mientras las nueces caerán entre las hierbas de los ribazos.
     Los niños que aún quedan en estos lugares habrán vuelto a la escuela y no harán caso a los tractores que sustituyeron en los pasados años setenta a la fuerza mular. Los adolescentes irán y vendrán al Instituto y sus padres se refugiarán en el silencio de las noches esperando un futuro que no adivinan.
     Son los tiempos que vuelven con la sanmiguelada.

martes, 28 de septiembre de 2010

Consulado de España en Santo Domingo. Crónica de un suplicio.

                                                                 

Grajas en las tripas.-



                        Me desperté cuando los rayos del sol entraban de lleno por el ojo semicerrado de la ventanilla del avión.
                         El gordo del asiento de al lado dijo algo así cómo vaya dormida o yo qué sé. Ya había refunfuñado cuando llegué para ocupar mi asiento y le solicité si podía retirar un par de bolsas negras que había dejado en él. Vestía un pantalón corto, graso en la bragueta, y camisa despechorrada. Se había quitado los zapatos sin calcetines y los había apartado hacia la puerta de emergencia, en donde estaba el asiento de la azafata. Fue ella quien le dijo que los retirara de allí. Frunció el entrecejo y ya roncaba cuando aún nos estábamos elevando sobre la costa para tomar la ruta y cruzar el charco. Y ahora me decía no sé qué de la dormida.
                        Yo había necesitado un par de somníferos para coger el sueño. Las últimas dos pastillas que me quedaban. Me las tomé con el bizcocho achocolatado que sirven como postre en la monótona comida del pollo amaizado de todos los viajes. No comí nada más. Me eché la manta sobre la cabeza y me la quité, ya digo, cuando entraba el sol por el ojo medio abierto de la ventanilla del avión. Había conseguido dormir unas cinco horas seguidas. Las primeras sin turbulencias en los últimos diez días. Las primeras sin grajas en las tripas.
                        Las grajas se instalaron diez días antes de esta mañana del cuatro de septiembre, cuando desperté, por fin sin sobresaltos, un par de horas antes de llegar a Madrid, aunque el runrún había comenzado muchos otros atrás.
                        Las tripas comenzaron a revolverse cuando llamé a Reina el 29 de junio por saber cómo le había ido en la Embajada de España en Santo Domingo. Fue entonces cuando me dijo lo de la huelga y que no sabía, como dicen allá.
                        Era viernes. Por suerte una voz con acento caribe me indicó el lunes siguiente que la huelga había terminado.
                        El martes tres de julio a las nueve de la mañana ya estaban en la cola Yissel y Reina, con todos los documentos que un año y otro presentan renovados.
                        Dos horas después de la espera que desespera la funcionaria de turno les dice que no, que el pasaporte no sirve, que tiene que ser digital. El pasaporte de Yissel tiene validez hasta el dos mil nueve. Faltan dos años para que caduque y nadie nos ha dicho nada de eso del digital, ni figura para nada en la relación de los documentos que el Consulado señala para obtener el visado. Tiene que ser un prieto que está en la misma cola quien les indica que sí, que lo hacen en Macorís, que tarda unos dos meses y que cuesta dos mil pesos.
                        Reina, la madre de Yissel, ya es veterana en esta brega. Son cuatro años seguidos y todos la gaita suena como les da la gana. Menos mal que la Western Union es eficaz y los euros depositados en Correos de España se convierten de inmediato en los pesos dominicanos que nos sacan del apuro una y otra vez.
                        Ciento cuarenta quilómetros otra vez y vuelta a La Romana, para al día siguiente llegar a Macorís. El negro, como llaman allí al pasaporte digital, se obtiene a los dos meses, pero siempre aparece una mano que por mil pesos te lo consigue en un par de días.
                        Y el mismo cinco de julio, jueves, vuelta de nuevo a la Embajada, y de nuevo paga cincuenta pesos para que algún espabilado te guarde el celular que no te dejan pasar en el control del Consulado. El mismo conchavado con la misma espabilada que en la misma puerta tampoco te deja pasar un botellín de agua. Aquí todo el mundo se la busca. Luego repartimos, los de dentro y fuera, cuando termine la jornada. Este negocio tiene un buen sueldo.
                        Otra la vez la cola y la misma funcionaria que se niega a recibir los veintinueve folios que contienen la documentación necesaria para el visado de todos los años. Ahora que las dos fotografías no sirven, que son antiguas. Pero si sólo tienen dos meses. Que no y que no. Que en el pasaporte no lleva trenzas y que en estas sí. Y vuelta a la calle y al trajín por Independencia atiborrada de guaguas y carros de concho. Y paga lo que quieren cobrarte porque necesitas esas fotos y las necesitas ya.
                        Y de nuevo en la cola. Y ya casi a la hora de cierre, que espere, que la tienen que entrevistar. Y Yissel con doce años aguanta la entrevista a ella y a su madre. En años anteriores la acusaron de mala madre, que qué era eso de que con nueve años la dejara ir para España. Que en La Romana también podía estudiar. Y ahora siguen con la misma vaina, y que quiénes son esos tan potentados que pagan los viajes y la estancia y los vestidos. Y que mire usted. Pero Yissel aguanta con su dura fibra mientras Reina la mira con el apoyo de sus silencios. Y entonces la funcionaria admite que es verdad, que acaba de terminar su último curso de primaria, que sus calificaciones tienen esa D mayúscula de destaca, que la mano del tutor de sus dos últimos cursos ha escrito que es una alumna extraordinaria, que sí, que conoce los ríos de España, que es cierto que ha estado en el Pirineo, que ha visitado junto a sus compañeros Albarracín y Cantavieja, que el curso anterior estuvo en Sos y una semana por el parque de Cabárceno, que sí, que ya veo que estás aprovechando el tiempo. Que vuelvan en un mes.Y sonríe.
                        Y un mes más tarde, el tres de agosto, viernes, Reina recibe una llamada en el celular que siempre lleva consigo, por si acaso. Que tiene que volver de nuevo al Consulado, que el Jefe de Visados tiene que hablar con ella, que faltan papeles, que no sé qué del seguro.
                        Y ya las tripas me entran en runrún. Ha presentado el pasaporte, el negro, el digital, las fotografías sin trenzas, la solicitud en donde aparece bien claro que el motivo del visado es por estudios, el preceptivo informe positivo del Gobierno de Aragón, la reserva de plaza escolar para el curso siguiente, el certificado médico que indica que no padece enfermedad infectocontagiosa alguna, el seguro de responsabilidad civil, la autorización notarial que ella hace todos los años, la firma ante notario que nosotros trazamos una y otra vez por el mes de mayo con nuestro compromiso de cargo de viajes, estancias, mantenimiento, cuidados y la aceptación por nuestra parte de ser introducidos en el programa Vigía de la Interpol. ¿Y ahora qué falta? Pues que no aparece el nombre de la niña en el seguro. Que sí aparece, que mírelo bien, que ustedes se quedaron la copia, que yo tengo el original. Ah sí, sí, es que son tantos papeles. Claro, claro, aquí está. Bueno, pues ahora a esperar, que hay que enviarlos a España, que unos dos meses. Pero, oiga, que el curso escolar comienza el diez de septiembre, que no va a poder comenzar. Sí, sí, ya, ya, pero hacemos lo que podemos. Y…además, me tiene que traer un acta de nacimiento de su hija. Y Reina, veterana en estas lides, saca de la carpeta de plástico azul, donde lleva todos los documentos para protegerlos de los aguaceros caribes, el papel del acta de nacimiento, que en los tres años anteriores nadie le pidió, y se la entrega. Y el jefe de visados la agarra y la pone encima del montón de documentos donde aparece la fotografía de Yissel, esta vez sin trenzas.
                        Algo me huele mal. Más de un mes y los papeles siguen dormidos, abandonados por la indolencia de unos funcionarios que se escudan en que hacen lo que pueden. El mismo seis de agosto escribo al Consulado. Contéstenme, por favor. Les expongo los hechos ocurridos hasta hoy, les reitero mis ruegos, espero que me contesten. Nadie contesta. Toda la semana esperando. Escribo a la Embajada. En el mismo edificio que el Consulado. Les envío el mismo texto y me remiten al Consulado. Es éste quien se encarga de los visados.
                        Es ya el diez de agosto, viernes. Estamos en plenas vacaciones en España. Sospecho que el tiempo nos quiere agarrar este año. En la sección de extranjería de Zaragoza hoy hay menos cola. El funcionario me dice que Exteriores no les ha remitido ninguna solicitud para confirmar el placet de acogida. La Jefe del servicio, amable y sensible al caso, revisa el expediente de años anteriores en su ordenador, intenta contactar con Exteriores en Madrid, nadie recibe su llamada. Le pido y me extiende un documento como que hoy he estado aquí y no consta que el Consulado haya solicitado ningún documento. Vuelvo el viernes día diecisiete. Estamos en pleno puente de mediados de agosto. Hoy está de guardia un alto jefe. Me indican que presente una solicitud por escrito y que exponga las causas de mi visita. Sólo se trata de que revisen entre la docena de folios si alguno hace referencia al placet solicitado. En todo caso que vuelva el lunes.
                        La semana próxima Encarna y yo tenemos que viajar a la isla. Tenemos el billete reservado desde marzo, cuando compramos el de Yissel. El lunes veinte abro mi correo. La agencia de viajes me comunica que nuestro vuelo del sábado veinticinco ha sido cancelado. Comienza la agitación telefónica. Es posible viajar el veintiocho, o quizás el veintitrés. Aceleramos los trámites, cambiamos billetes de autobús. Estamos en Madrid el veintitrés a las doce de la mañana. Nos presentamos en el mostrador de Air Europa. Somos los primeros. Nos adjudican nuestros asientos. Pero miren el avión tiene cuatro horas de retraso. Ya empezamos.
                        Si se cumplen los plazos por muy pronto llegaremos pasadas las diez de la noche a Santo Domingo. Ya no podemos llegar hasta La Romana. Tampoco tenemos hotel para esa noche. Andrea y Diego, desde Toulouse, nos consiguen una habitación en Santo Domingo. Desde Madrid se lo comunicamos a Reina. Le pedimos que acuda con Yissel mañana viernes a las nueve a la Embajada.
                        Casi a las diez llegan. Han tenido que salir temprano. El carroconcho destartalado ha rasgado el pantalón de Yissel y tuvieron que esperar la salida de otra guagua. Colas en la puerta de la Embajada, celulares que guardan los muchachos conchavados. A los españoles nos los permiten. No se atreven a plantearnos el negocio. Guardo el de Reina en mi bolsillo. Cincuenta pesos cada vez, más el precio de la guagua desde La Romana, y el concho hasta la Embajada, se meten en los ochocientos pesos de cada viaje que sólo se obtienen con los envíos por la Western Union.
                        Dos horas esperando ante la puerta del Jefe de Visados. Las personas que van saliendo de la entrevista tienen el rostro ensombrecido. Es el no al visado. Por fin entramos. Ah, sí, la recuerdo, usted estuvo aquí hablando conmigo. Dígame su nombre. Pero no hay nada, mire, en el ordenador no hay nada. Exteriores no nos ha contestado. Le indico que ya estamos a veinticuatro de agosto, que el curso comienza el día diez de septiembre, que tenemos el billete de vuelta para el día cuatro. Y una y otra vez me corta con el que hacemos lo que podemos. Le enseño el certificado de Extranjería de Zaragoza. Y me dice que ese día envió un fax él mismo para solicitar el placet.
                        Ha tardado cuarenta días en diligenciar el papel. Me lo trago. Sólo que yo también sé lo que es estar al otro lado de la mesa. No quiero decirle que a los documentos nadie les ha hecho caso durante ese tiempo. Es un diplomático con habilidad para no dejar hablar a nadie. Me dice que el Cónsul conoce el caso. Es entonces cuando solicito una entrevista con el Cónsul. Entra y sale. Otra vez entra y sale. Se lleva mis documentos de identidad. En todo caso el Cónsul nos recibirá el veintinueve, miércoles. El Cónsul adjunto, me subraya, que el titular no está.
                        Las grajas se han instalado de nuevo. El húmedo sopor caribe me sacude un primer latigazo ya de nuevo en Independencia. Tenemos que ir a la Junta Central Electoral, para legitimar el Acta de Nacimiento de Yissel. Una firma que cuesta setecientos pesos y es el único sitio del país donde la ponen. El edificio está en obras. Las oficinas instaladas en cuatro barracones protegidos por un toldo insuficiente para proteger a quienes esperan la misma firma. Cae un aguacero que nos empapa. Protejo los papeles en la carpeta azul. En otro barracón, ya en la calle, un muchacho ensopado en sudor nos hace fotocopias de uno y otro papel que necesitamos presentar en Migración.
                        Tenemos euros, pero no disponemos de pesos suficientes para llegar hasta la Procuradoría y luego regresar a  La Romana. Nos acecha un hombre con abundantes pesos en sus manos. A cuarenta y seis, les cambio a cuarenta y seis. Cien euros a cuarenta y seis. Maneja los billetes con rapidez. Cuenta. Veo que faltan veinte. Los vuelve a contar. Y mire, guárdelos, que está la policía. Y que la policía. Y me empuja. Los guardo en mi bolsillo. Le pago a cuarenta y siete por doscientos. No, sólo cien. Guárdelos. Ahí está la policía. Reina le dice que no empuje. Caminamos y sigue empujando. Me dice que suba al motoconcho y que su amigo nos lleva hasta Migración. Todo ha ido muy rápido. Reina le dice que ya vale. Y entonces sube él al motoconcho. Miro en mi bolsillo. Me ha dejado el menudo. Me ha dado el cambiazo en mis propias narices doblando los billetes. Nos ha timado. Un asalto como aquí dicen.
                        Asfixiados caminamos cuatro cuadras más allá hasta la Pocuraduría General de la República. El año pasado no me dejaron entrar aquí porque llevaba sandalias. Este año, la culona sentada que abre los bolsos le dice a Yissel que lleva la falda demasiado corta. Oiga, que sólo tiene doce años. Entran y salen los abogados con toga y una pareja de policías custodian a una trigueña esposada.
                        Otra vez la espera de todos los años para que nos pongan el sello en el documento firmado por el abogado notario de La Romana, en el que Reina nos autoriza que Yissel pueda pasar el curso escolar con nosotros. Cola y pago de ochocientos pesos. Y espere para recibir el documento. Media hora después nos llaman. Que el abogado notario ha cambiado de firma y que esta no es la autorizada. Pero mire, si es la misma que la del año pasado, aquí tiene esta fotocopia, mírela. Pero es que hace mucho que no viene por aquí. Otra vez Reina demuestra su veterana eficacia. Le ha llamado a su celular. Me lo pasa. Le señalo el problema. Quieren impuestos. Pasa de mano en mano el celular y nos estampan la firma.
                        De nuevo en carroconcho hacia la oficina de Migración. Ya conocemos los lugares de todos los años y hasta a los funcionarios. Bombones que hemos traído de España. Ah, sí, les recuerdo del año pasado. ¿Y cómo les fue?  Y otra vez fotocopia de pasaporte y autorizaciones del notario de aquí y de allá y acta de nacimiento y setecientos pesos o mil quinientos si lo quieren VIP y lo tienen hoy mismo.
                        Estamos ya en el hotel para recoger nuestras maletas y marchar a La Romana. A Reina le reconforta un café negro que le aplaca la tensión que acumula un año y otro con estos trámites. Cambiamos de nuevo euros por pesos en una garita frente al hotel. Esta vez sin timo. Comunicamos con España. David ha estado en Extranjería, el expediente se ha dormido de nuevo en Exteriores, la oficina del Defensor del Pueblo ha comprobado que nadie levantaba el teléfono en el Consulado, que era cierto lo de los cuarenta días de indolencia, que todos los documentos estaban en regla, que no faltaba nada. Y ha conseguido que el expediente sea informado en Zaragoza y de inmediato, confirmado, remitido a Madrid.
                         Casi dos horas después estamos en casa de Felicia, donde su madre, La Doña, nos deja una habitación al fondo del patio bajo el mango y las manzanas de oro.
                        Díganme, y cómo les fue. Es la bienvenida de todos los años de la mujer sabia que nos acoge en el fondo de su patio, en el barrio de Savica.
                        A las ocho de la tarde ya ha caído toda la noche en La Romana.Y es entonces cuando comienza el apagón. Puede durar varias horas. O toda la noche. La perra, amarrada, gruñe a los ratones, como conejos, que corren por la tapia.
                        La mañana del sábado veinticinco. Caminamos hacia la guagua por llegarnos a Bayahibe. Diez años ya desde el primero que llegamos. Patanas cargadas con sacos de azúcar sujetos por cuerdas, autobuses de oscurecidos cristales que transportan turistas hacia Punta Cana y Altos de Chavón, motoconchos que van y vienen, carros de concho que suenan bocina una y otra vez reclamando viajeros, puestos de comida señalados con caligrafía temblorosa, colmados y puestos de carne enjambrados de moscas, y al final de la calle el supermercado a la europea de Jumbo, junto al monolito de los rosacruces donde esperan las guaguas para Bayahibe, en las que siempre cabe un viajero más.
                        Tomamos una habitación en el sencillo hotel de otros años, junto a la pequeña bahía donde embarcan los turistas que llegan desde Bávaro y Punta Cana para pasar el día en la Saona.  Sol, mar y ron. Es la imagen que se traen de estas tierras. Aquí, en Bayahibe, paran pocos turistas. Algún despistado de Europa que tiene su negocio de venta de tabacos al asalto de turistas, una pareja de italianos que prepara unas pizzas, una cubana amable que ya no sirve comidas de su país, el par de puestos con guisos de arroz, tostones y el pescado frito, las más de cien barcazas y catamaranes que llevan y traen a los turistas a la Saona. Y las bocinas a todo volumen del centro cervecero que abre cuando los muchachos del lugar que vuelven a sus casas después de servir en los barcos y catamaranes a los turistas.
                        El único espacio de playa que les queda a los dominicanos, aunque ya vendida, es un centenar de metros entre el cementerio y el límite de uno de los hoteles, por donde un guachimán te impide pasar si no llevas la pulsera de la dichosa barra libre.
                        Debajo de la uva de playa nos protejemos del sol. Huele a lodo podrido. La semana pasada un ciclón barrió parte de Jamaica y los latigazos de su cola sacudieron estos lugares. Están los fondos removidos. Las rocas donde se refugiaban los peces arcoiris no están en el lugar de otros años. Sólo se repiten los italianos de distinta cara y mismo cuerpo seboso, babosos tras los esbeltos juveniles de lindas trigueñas apretadas. Ahí les saquen todos los hígados.
                        Lunes veintisiete. Es día de llegar a la escuela San pedro, de dejar pagado el curso escolar a los niños que alcancen nuestros dineros y los de mis cuñados. El curso comienza hoy. Va y viene el trajín del primer día y apenas tenemos tiempo de abrazar a las maestras con quienes años antes trabajamos en este mismo lugar. Nos comprometemos a volver días después si nuestro trajín consular nos lo permite. Una vez más dejaremos a la gente en la espera.
                        Nos llegamos hasta Villaverde, siempre con el carroconcho para arriba y para abajo  en el sistema de transportes de La Romana, apretujados en los carros destartalados, como sacados siempre de una chatarrería, con el cristal delantero siempre astillado, con las puertas sujetas las más de las veces con cuerdas, con los bajos por donde se filtra el agua cuando los aguaceros. El abrazo a Cobi y Miguel Ángel, los hermanos pequeños de Yissel, que van creciendo todos los años y ya andan por los nueve y siete. Intentan buscársela poniendo en una olla a la puerta de la casa unas chinolas a dos pesos la unidad, o llevando el botellón de agua a una y otra casa por el que obtienen cinco pesos. La mirada vivaz y generosa de Cobi, la dulce y vergonzosa de Miguel Ángel. Llegamos con diez libras de arroz y otras cinco de habichuelas, y las dos docenas de huevos, y el salami, y el café y muchas menos de las cosas que un día y otro se necesitan en esta y otras casas, a un precio europeo con unos sueldos de miseria. Sueldos que nunca alcanzan en una y otras casas en donde siempre aparece una nueva boca y en donde a nadie se le niega un cuenco de la comida que haya.
                        La escuela de Cobi y Miguel Ángel ha subido de precio y Reina, pudorosa, no se atreve a decírnoslo. Nos llevan de la mano como en años anteriores los niños. En el patio que es la escuela donde tratan de levantar dos pizarras metálicas que servirán también para proteger de los aguaceros lo que quiere ser aula. Han cambiado también el uniforme y son nuevos los polochés. Nos alcanza nuestra reserva dineraria y los niños acudirán a la escuela todo el año. Al menos la tienen cerca, tan sólo a cien metros de este cajón azulado a quien, en parte, han renovado la uralita, el cinc, que es la casa donde habita Reina, madre protectora, para soportar los aguaceros. El patio es pedregoso, aunque amplio, y por él corretean los nietos y sus amigos y unas gallinitas pintas que los niños no quieren sacrificar, y en medio, una pileta que acumula el agua cuando llega, y donde acuden unos y otros del vecindario, por echarse encima unos cuencos y disfrutar del sabroso baño de todos los días.
                        De nuevo hemos conectado con el abogado notario para que mañana tenga preparada la autorización renovada de todos los años, la que tendremos que presentar en España para iniciar de nuevo los trámites del visado. A mil pesos papel. Porque somos nosotros y porque sabe cual es el objetivo, y él es cristiano. Imposible todo para la economía de Reina. Sin lamento porque ha sido nuestra opción y sabemos que esto cuesta lo suyo todos los años. Pero es nuestra opción. No hay lamento, sólo preocupación, angustia, que se transmite en nerviosismo a la hora de precisar un término u otro en los papeles.
                        Con Gertrudis. La asistente social que lleva más de veinte años trabajando en el centro micaelino que las madres Adoratrices tienen en el centro de La Romana. Nos dan ganas de demostrar que Yissel fue la hija fruto de una relación extramatrimonial mía, que hasta tenemos testigos y la Corte Suprema tendría que aceptarlo, otra cosa fuera el Consulado de España. Y Gertrudis también se lamenta de la nueva situación del lugar donde trabaja. Le han reducido el sueldo, o mejor, no le aportan ya el suplemento que le daban. Está allí todo el día orientando a las mujeres de la prostitución, procurando que las gentes de los negocios cumplan con las revisiones médicas obligatorias de quienes ejercen el oficio, entregando condones, siendo crítica con las gentes que quieren que estas personas acudan a formarse en un oficio cuando están descansando después de una noche violenta en los prostíbulos. Difícil la salida cuando en una sola noche obtienen más jornal que durante un mes fabricando pan o velas. Aunque valora el trabajo de las cuatro monjas ajadas ya por el castigo de los años caribes y por lo que hacen con sus hijos acogidos en la guardería y escuelas. Cuando nos despedimos de Gertrudis siempre se me recuerda Santica, la niña que conservo en una fotografía, junto a otras mujeres de un batey perdido por Guaimate, ya atacada entonces por la vorágine del sida, marcada en su triste cara, niña de siete años, muerta de inmediato, hace ya diez años.
                        Allí estábamos, a las diez en punto de la mañana, como nos habían dicho. Mejor que entre yo sola, me dice Encarna, que tú siempre andas con tus papeles para arriba y para abajo y que te crees que todo se resuelve con argumentos y razones.
                        Y entra. Y al poco ya está en el patio del Consulado y Embajada. Y todo la tristeza en su cara y las lágrimas a punto. Que no hay nada que hacer. Me ha recibido de pie, con una actitud altanera, soberbia, que no conformes con lo que nos había dicho el jefe de visados, acudíamos al Cónsul, que estábamos recibiendo un trato de favor, que qué era eso de hacer intervenir al Defensor del pueblo, que él no podía hacer nada, que si tanto interés teníamos por qué no pagábamos los estudios de esa niña aquí en el país, que hay muy buenos colegios, que aquí al lado tienen uno, y que si no en los cursos de Altos de Chavón si tan válida es la niña para las artes, que mucho interés teníamos, que además nos iba a costar más caro uno y otro año, que si seguro que no era familiar nuestro. Treinta y seis mil casos tenemos. Buenos días señora.
                        David desde Zaragoza nos comunica que los informes desde Extranjería han salido a Exteriores y desde aquí han sido enviados al Consulado de Santo Domingo. Hoy mismo día veintinueve. Aún no son aquí las once de la mañana por tanto han tenido que llegar. Ya son las cinco de la tarde en España. De nuevo en la cola del visado. Y vuelta. Que no, que el fax o el correo electrónico no han llegado. Oiga que me han dicho que sí. Que de este mismo número de teléfono que le señalo. Y otra vez entra y sale. Mire que no ha llegado fax ni correo. Y, bueno, sólo vale que llegue por vía telemática. Vengan el lunes. Es posible.
                        Se nos acaba el tiempo. El martes, cuatro, a las cinco de la tarde tenemos nuestro vuelo a España. Debemos actuar. Me entra el sofoco de la presión Caribe. Me tengo que tumbar en la acera y recuperarme después de la fría sudadina que me derumba. De nuevo para Migración, con los papeles que guardaba para el año próximo porque autoricen a Yissel a viajar sola, si fuera preciso, con una azafata de la línea aérea. Otra vez por la vía del VIP. Agarra de nuevo un taxi después de averiguar con el móvil en contacto con Internet dónde están las oficinas de Iberia. Lejos y con el tráfico del centro de Santo Domingo. Sacude el sol del mediodía. Dentro, en la oficina de Iberia, el frío del aire acondicionado. Están todos los vuelos completos hasta el diecisiete de septiembre. No tenemos más remedio que reservar un billete para ese día, por si no tenemos el visado antes del cuatro. Confirmaremos por teléfono y abonaremos los cuatrocientos euros de más.
                        Sólo nos queda aguantar la espera. Entramos en un supermercado de corte europeo. No siento ningún apetito a la hora de comer. El plátano acaramelado frito que me recuerda los trabajos en Venezuela levanta mi presión arterial. Reina está preocupada pero disimula tras su escuálido esqueleto. Sólo sus ojos a veces la delatan. Yissel guarda el tenso silencio manifiesto repitiendo una y otra vez la misma palabra en la servilleta de papel.
                        Aguantamos la espera el viernes, cuando se nos ha olvidado que teníamos que acudir donde Ruth, la maestra que se casó hace unos meses y nos quiere obsequiar en su casa. Lo recuerdo cuando a las nueve de la noche llega de nuevo el apagón de todos los días. Acudimos, aunque tarde, sin poder olvidar las palabras altaneras y soberbias del cónsul. Pero es que esta mañana hemos tenido que llegarnos de nuevo a la capital. Para repetir de nuevo los trámites. Primero en guagua hasta la zona colonial, allí un carrito de concho nos lleva hasta la Procuraduría. Aguardamos la cola mientras un barrenado traspasado por la fiebre conversa nos intenta vender no sé qué publicación para la salvación eterna. Nos entregan el papel compulsado, la misma funcionaria que no reconocía la firma del abogado notario. Tenemos que ir de nuevo a la oficina de Migración para que autoricen a Yissel a viajar con una azafata de líneas aéreas en caso de que no tenga visado para el martes. Pasan los taxis atiborrados de gentes. Viene uno vacío. Duda. Luego dice que sí sabe y arranca por el Malecón arriba. Pasamos por el helipuerto y luego por el edificio de la policía nacional. Le digo que no es allí, que dé la vuelta. Por un momento pienso en el individuo del timo de los billetes. Le digo que dé la vuelta. Acelera por el Malecón abajo. En una esquina cercana a la Embajada de España le digo que se detenga. Un carro de la policía está allí apostado. El policía se llama andana. Ni se inmuta cuando le digo. Vocifera el taxista, que él ha hecho una carrera y que le demos sus cuartos. Nos metemos en otro taxi. Migración estaba a dos cuadras. Llegamos con el tiempo justo. Ya nos conocen. Esta vez nos dicen que nos dan dos por uno. Tenemos autorización para que Yissel viaje con nosotros y también con otra azafata.
                        Ya junto a las guaguas de vuelta, mediada la tarde, en el comedor de un colmado, damos cuenta de un pescado frito y un abultado plato de arroz que ejerce de pan cotidiano.
                        Ruth y su marido nos obsequian con su amable amistad mientras mi cabeza está en otros lugares.
                        Nos marchamos de nuevo a Bayahibe. A la misma habitación del mismo hotel. Sigue la mar revuelta, aún así Encarna se sumerge entre las aguas caribes que tanto disfruta y yo, debajo de la misma mata de uva, no consigo leer una línea del libro que me acompaña ni trazar una palabra escrita. Es domingo y llega una cuadrilla de mujeres y niñas haitianas con sus mejores galas para pasar una mañana de playa. Tres cooperantes europeos les hablan de orden de aquí para allá. Se despojan de sus ropas de fiesta. Muestran sus prietos cuerpos cuando se quedan en camiseta y un pantalón, resuenan sus risas salpicadas de blancas dentaduras ya dentro del agua.
                        Desde el balcón de la habitación observo cómo uno de los babosos del otro día atrae hacia sí a dos mulatas convertidas en cueros por unas horas. Quizás sólo obtengan una comida y poder bañarse en un cuarto aseado. Ojalá que les saquen los hígados.
                        Ni siquiera hemos podido llevar a los niños un rato a la playa. En la misma oficina del abogado-notario, arreglando más papeles, le indico a Reina si podemos llegarnos hasta Caleta, para que los niños pasen una tarde en el agua. Hacia las tres llegan a Savica. Caminamos hasta la parada de guaguas por delante del centro cervecero donde suenan duro las bocinas que marcan el merengue y la bachata. No cabemos todos en la guagua. Han venido con Reina, Cobi y Miguel Ángel, y Keren con sus dos hijas pequeñas, además de las gemelas Lisita y Masielita, nietas de Felicia y dos nietos más que son hijos de Edi. Los trece llegamos hasta los escasos metros de playa que llaman Caleta, donde vienen las gentes de La Romana, apretada entre el territorio que ocupa el Central Romana, dueño y señor de los intereses económicos que se mueven por estos lugares. No tengo ganas de baño ni me apetece jugar con los niños. Las grajas otra vez. Comienzo a caminar  solitario, pero al punto los niños me siguen, salen del agua, me dan la mano, quieren venir conmigo. No tengo humor. Nos paramos sobre una barca que acaba de llegar con pescado fresco. Ya volvemos. Recogiendo conchas y caracolas diminutas que seleccionan Keren y Yissel. Serán para Max y León. Es la hora de la vuelta. La guagua tarda en llegar. Ha caído de golpe la noche caribe. Un muchacho veinteañero, prieto prieto, descalzo, lleno de arañazos en brazos y piernas, tan sólo protegido por un pantalón corto deshilado, camina sobre las piedras y se introduce entre los yerbajos de un descampado. Los niños se arrumacan temerosos. Un carajito llega con un colgajo de peces de los que han pescado hace un rato. A cien pesos. Habrá cena abundante.
                        Nos deja la guagua en la esquina del centro cervecero. Duro y duro, la bachata y el merengue hacen el reclamo, junto a los cuerpos de prietas y trigueñas esbeltas que esperan el acecho de los tigres. Aquí mismo la tarde anterior a nuestra marcha, cuando volvíamos en un carroconcho desde el parque Duarte, con Felicia y Lisita y Masielita, nos sobresaltó la policía en una redada.  Tirado en la misma calle, un muchacho con pañuelo rojo anudado a la cabeza que se me antojó sangre, aullaba bajo la bota del soldado guachimán que le apuntaba en los mismos ojos, mientras los carros salían a toda velocidad persiguiendo no sé qué.
                        El Jefe de Visados nos dijo aquello de “el lunes es posible”. Si el lunes es posible, el martes también. Decidimos jugárnoslo todo a una carta. Iremos el martes, pronto, a la hora en que abran la Embajada. Con las maletas preparadas. Incluida la de Yissel. Si tenemos el visado, se viene con nosotros, si no esperemos que esté para el diecisiete y que venga con una azafata.
                        Roberto es familiar de una prima de Yissel y hace la carrera del taxi con un carroconcho en La Romana. Nos trasladará al Consulado y luego al aeropuerto. Pedirá un carro a un amigo porque en el suyo no cabemos. Que no nos preocupemos.
                        A la seis y media ya nos despedimos de Felicia. Ya ustedes saben. Yissel sigue sin abrir la boca. Teme que le toque volver a La Romana. Roberto ha llegado con el mismo carro que ayer. Encarna y yo nos miramos en silencio. Salimos de La Romana, enfilando hacia la capital. En la cuesta que supera el río Blanco, antes de llegar a Macorís, el carro se ahoga. Ranquean las ruedas. Ya en el llano, parada. Encarna monta en cólera. Roberto, que te dije, que nos dijiste, que lo sabía, que tú sabes lo del Consulado y lo del aeropuerto.
                         De nuevo el celular de Reina. Felicia nos consigue otro taxi desde La Romana, que tarda y tarda. Otra y otra llamada. Que ya salió. Y de nuevo otra llamada. Que se devolvió porque no nos encontró. Y es que estábamos ya en el llano, superada la cuesta. Una hora después por fin acude. No sabe dónde está el Consulado. En silencio, ensimismado, no oigo que ha sonado de nuevo el celular de Reina a quien han enviado un mensaje que queda grabado. Que ya está el visado. La voz del Jefe. Me lo pone en el oido y no oigo nada. Tengo que dirigir al chofer. Siga por el puente levadizo sobre el río, debajo de la casa de Colón, luego por el Malecón, junto a los hoteles de lujo, más adelante a la altura del obelisco gire a la derecha, la siguiente cuadra, pare aquí, Embajada de España. José ha venido con nosotros y se queda en el taxi con las maletas.
                        Cola otra vez en el servicio de Visados. Asoma la cara por la puerta entreabierta el Jefe que nos dijo aquello del lunes es posible. Por encima de la cabeza de las gentes sudorosas que esperan y esperan. Nos entrega el pasaporte. Buen viaje.
                        Respiramos. En el último minuto. Hacia el Aeropuerto. Tenemos tiempo hasta las cinco de la tarde. Pero el taxi no va a esperar hasta entonces para devolver a Reina y Yissel. A ver si podemos facturar y se vuelven con el mismo taxi. Sólo quiere esperar media hora. Iberia no tiene oficina en el aeropuerto de Santo Domingo. Es preciso esperar. A las dos abren. Somos los primeros. El empleado, veterano y amable, nos da un buenas tardes, bienvenidos. La reserva de los billetes. Pero no, Yissel no puede viajar. Que no tiene billete. Pero, oiga. Y Encarna, ya rota en lágrimas, que no puede ser. Se nos agotan todas las reservas del celular de Reina llamando a la oficina de Iberia en Santo Domingo, que el billete ha sido vendido, que no existe a nombre de Yissel, que además el avión va completo. David desde Zaragoza habla con Madrid y también la misma historia. Que el nombre de Yissel no está entre los pasajeros. La veteranía del empleado. Acepta la propuesta. Me quedo yo en tierra y viaja con mi billete Yissel. Pero hay que cambiar el nombre. El servicio de policía no dejará pasar a Yissel. Conseguimos el cambio.
                        Sólo American Airlines dispone de pasajes dentro de unas horas a Madrid vía Nueva York. Reservo un billete. Me lo guardan hasta las cuatro. El funcionario de Iberia, que espere, que hablará con el supervisor de Air Europa. Que tiene que haber algún billete. Cuatro y diez minutos, abren la oficina de Air Europa. Soy el primero. Dígame su apellido. Sí, tiene una reserva. Fue el señor Delaville quien se la hizo. Treinta y siete mil setecientos pesos. No importa.
                        No llevo ningún equipaje y los de la cola de facturación me permiten el paso. Controles de salida. Relleno papeles. Rápido. En Internacional. En la fila de embarque aún llego a ver a Encarna y Yissel. Cuatro horas después saldré yo.
                                                …

                        Abrí los ojos cuando estábamos sobre la costa andaluza y me dijo aquello el de la camisa despechorrada.


                                                                                         Clemente Alonso Crespo.-  Octubre 2007


  La experiencia de este verano del 2010 aún ha sido más angustiosa. Algún día la contaré.
   Las fotografía corresponden a las viviendas de quienes nos acogieron.