Regreso al huerto de la abuela muchos años
después.
Lo encuentro hoy invadido por las hierbas crecidas a lo largo del verano. Está lleno de
armuelles y espiguillas. Las lluvias y el descuido han hecho que las judías
quedaran sin encañar, que sus flores se soflamaran con los calores del primer
julio y que el fruto no apareciera. Las patatas se han quedado escuálidas,
devoradas por las mariquitas que aquí llaman, sin más, sapos.
Se me agarran a la ropa las raspas
delas espiguillas y aún los pinchosos carruchos que se alzan entre las ortigas
amenazantes con sus granículos plenos de alergias sobre mi piel.
Es entonces cuando observo el dedo
meñique de mi mano izquierda. Es entonces cuando me doy cuenta de nuevo de las
heridas que aún conservo tantos años después. Mis falanges guardarán siempre el
rastro que dejaron en ellas las numerosas veces que me corté, y casi segué, un
trozo de mis dedos. Es entonces cuando remedo esta fotografía de la abuela,
otra vez en un día de fiesta en este lugar de Orrios, cuando los mozos y las
mozas bailaban el pasodoble en la Lonja levantada por los villanos servidores
de esta Encomienda sanjuanista, cuando ella, con su carretillo, con su vencejo
entrelazado con un nudo sabio trabado con sus expertas manos extraído del
bálago del centeno aporreado en la era, cuando ella, con su delantal trabajado
lleno de manchas, se acercaba hasta aquí para retratarse con su nieto que no
debía tener más de tres años y conservar para siempre la imagen del final y el
inicio de una vida.
Algunos años después, a mi vuelta aquí
en los estíos de mi infancia emigrada a la ciudad, retornaba al regazo de la
abuela y ella me iba enseñando, a golpes de trompazos con la vida, el cuidado
de las judías, de las patatas, de las acelgas, de las borrajas, de la recogida
de las hojas de los olmos, de la siega del alfaz con la hoz que aquí aún se
llama corbella, con la que me cortaba una vez y otra estos dedos que entonces,
aún sangrantes, me curaba mi abuela con las hojas aterciopeladas de guardalobo
que ella misma machacaba con sus dientes.
Era entonces, cuando el sol se escondía
por Palomera, cuando volvíamos a la casa y al corral y esta mujer de venga y
dale toda la vida, con su voz, convocaba a los conejos y a las gallinas que un
día y otro andaban escarbando entre el fiemo, y era entonces cuando les lanzaba
los restos de las hierbas escardadas en el huerto atadas con el vencejo sobre
el carretillo, recién arrancadas entre las judías, las patatas, las acelgas y
las borrajas del huerto hoy inundado de hierbajos.
Con los últimos rayos de sol la abuela
entraba en la paridera donde ramoneaban los corderos recentales a los que
ofrecía los tallos tiernos del alfaz fresco en ocasiones salpicado con mi
sangre. Y entonces levantaba sus ojos cansados hasta el nido de golondrinas que
un verano y otro, allí mismo, anidaban y permanecían hasta el inicio del otoño,
cuando, como yo, emigraban de nuevo.
Y entonces, ya casi en la anochecida,
sin saber yo nunca cómo ni conocer su lenguaje, las golondrinas y la abuela
conversaban entre gorjeos y aleteos, entre revoloteos alegres en torno a su
cabeza, mientras le quitaban algún grano de trigo que la abuela mantenía entre
sus dientes.
Muchos años después recuerdo, evoco la
fotografía con la abuela y su nieto, el carretillo, el vencejo de centeno, el
delantal manchado, el pelo lacio recogido en un apretado moño, el rostro
arrugado por los surcos labrados de la vida entre el niño boquiabierto, con su
cara de extrañeza, y la mujer madura que va enseñando en el día a día de quien
vive del trabajo de sus manos sobrevolada por las alegres golondrinas.
El huerto de la abuela, hoy.@cac |