Alejandro Sáez Fernández.- |
Tuvieron
que pasar treinta y ocho años para que nos encontráremos de nuevo.
Nos
habíamos conocido en 1971, recién terminados mis estudios universitarios.
Alejandro
era entonces religioso salesiano. Le habían encomendado poner en marcha el
primer COU de aquella Ley llamada Villar Palasí. Fui uno de los profesores
contratados de aquel primer COU en el inolvidable curso 1971-72, comenzado en
el Colegio situado al final de la calle de Sagunto, en Valencia.
Estuvimos
juntos durante cuatro cursos escolares. Hasta entonces, durante el largo
franquismo, la enseñanza se mantenía separada. “Los chicos con los chicos y las
chicas con las chicas”. Aquel cursó inauguró la mezcolanza que llamaban mixta.
Era enriquecedor observar cómo adolescentes de ambos sexos compartían pupitres,
pasillos, ideas, discrepancias, libros, amistades.
Siempre,
a todas horas, Alejandro estaba rodeado de unos y otros entre clase y clase. Él
ejercía de tutor de todos e impartía su materia de Física. No paraba. Nunca le
vi echar una bronca a nadie, siempre estaba escuchando a unos y a otros y su
despacho nunca se cerró. Cuando él se marchaba a impartir su clase sus papeles
quedaban a disposición de quien quisiera. Se ayudaba en sus explicaciones de un
proyector de cuerpos opacos cuando ya su mano no alcanzaba más arriba en la
pizarra. Su cuerpo había quedado partido en dos desde el accidente que lo sentó
para siempre en su silla de ruedas. “Airon”, Ironside, como le moteaban los
alumnos, era muy respetado y muy querido por todos ellos y ellas. Alejandro
organizaba veladas de teatro que él mismo dirigía, traía a cantantes como Jorge
Cafrune, conversaciones con Salvador Távora que nos conmovía a todos con su
grupo “La Cuadra de Sevilla”, organizaba veladas musicales de convivencia los
sábados en el gimnasio del colegio, después de unas maratonianas sesiones de
evaluación en donde todos y cada uno de los alumnos recibían el trato que
necesitaban. Curas obreros, filósofos de la Universidad de Lovaina, y hasta el
primer objetor al servicio militar obligatorio, entre otros, pasaron por aquel centro gracias a la labor
de Alejandro.
Aquel
lugar de trabajo fue un aprendizaje continuo en lo pedagógico y en lo personal.
Jamás nos dio Alejandro una pauta en nuestra actuación en clase. Siempre nos
sentimos libres en nuestras explicaciones y enfoques de la materia. Y hasta a
algunos nos apoyó cuando los textos seleccionados para estudiar escandalizaban
a ciertos profesores anclados en el tufo del nacionalcatolicismo de entonces.
Fue mi maestro sin saberlo.
Allí
estuve hasta finalizar el curso 1975-76. Aquel verano, el del setenta y seis,
hicimos un viaje juntos un viaje inolvidable que nos llevó hasta Londres.
Imagino que se le ocurrió a él, como tantas cosas se le ocurrían. Mi mujer
estaba embarazada de siete meses y decidimos que ella hiciera el viaje en
avión. Él y yo, junto a una alumna de aquel año, nos metimos en mi coche y
recorrimos hasta la frontera por La Junquera, tomamos el valle del Ródano y,
por Lyon y París, llegamos a Calais donde embarcamos hasta Dover y de allí a
Londres.
Alejandro
ocupaba el asiento de atrás. Se acercaba con su silla hasta la puerta, se
agarraba con sus fuertes manos y brazos, daba un empujón y se quedaba sentado.
Yo guardaba su carro de ruedas detrás y recorríamos los kilómetros. No puedo
recordar dónde dormíamos en nuestro camino. Sí nuestras paradas en las áreas de
servicio, nuestras comidas ligeras en las mismas y nuestros aseos en sus
servicios.
Recuerdo cómo crujía el viejo transbordador que nos llevó hasta Dover en un día de
mar brava. Cómo subiríamos por aquellas escaleras empinadas de madera hasta la
cubierta no lo sé. Pero las subimos y las bajamos y nunca nos caímos. Desde
Dover llegamos, sin hacer ninguna pregunta a nadie, hasta Londres. Sólo guiados
por un viejo plano que manejaba Alejandro entre la guía de carreteras.
Conduciendo por la izquierda Alejandro me guió por los caminos ingleses hasta Londres. Recorrimos toda la ciudad indicados por él. Cuando le pregunté
si nos faltaba mucho para llegar a la casa que ocupaba nuestro acogedor,
cruzada ya toda la ciudad, en el barrio de Hasmtead, me dijo, “apaga el motor
que ya estamos en la puerta”.
Allí
estuvimos quince días. Fuimos al teatro, a locales imposibles sumergidos en
sótanos donde escuchamos el jazz que tanto le gustaba, nos acercamos a Oxford y
Cambridge, comimos los chicken and chips londinenses, nos reímos con los locos
de Hyde Park, espantamos los cuervos alicortos de los Beefeater, caminamos
por Picadilly, subimos y bajamos al metro londinense y hasta asistimos a las
acaloradas discusiones de anarquistas y comunistas españoles en los momentos
vibrantes tras la muerte de nuestro dictador.
Regresamos
un tanto silenciosos y nos detuvimos en Zaragoza por visitar a una alumna
nuestra que el curso anterior había tenido un accidente y estaba en coma en el
hospital. La atendía en la UVI un médico amigo y nos dejó estar un rato a su
lado junto a aquella muerte en vida. Fue la única vez en que vi que a Alejandro
se le caía una lágrima.
Dejé a
Alejandro en la puerta del Colegio y ya no le volví a ver hasta el pasado 22 de
noviembre de 2014. Una oposición me llevó por tierras lejanas a Valencia.
Tuvieron que pasar esos treinta y ocho años para que por una casual fortuna nos
volviéramos a encontrar. Aquellos alumnos del primer COU, un par de años antes,
decidieron celebrar su cuarenta aniversario y acordaron seguir haciéndolo. Esta
era la tercera vez y la casualidad se alió con los medios de comunicación. Yo
había encontrado las fichas con mis anotaciones personales de aquellos alumnos
y pude conectar con algunos de ellos. Me invitaron ese pasado 22 de noviembre y
acudí. Allí fui cuando me volví a encontrar con Alejandro.
Nuestro
abrazo fue hondo, emotivo y silencioso. Estuvimos hablando varias horas. Supe
de su peripecia personal después de nuestro viaje, de su comenzar de nuevo como
profesor por tierras de Tortosa, de Sagunto, de Valencia, de sus dos hijas, de sus viajes de un lado para otro con su caravana y su bicicleta. El
tiempo había pasado para los dos. El cuerpo de Alejandro ya estaba mucho más
roto de lo que siempre estuvo. El accidente con la bicicleta, el parkinson, el
cáncer de próstata lo estaban doblegando. El 24 de noviembre lo operaron por segundad
vez. Desde la cama en el hospital hacía esfuerzos por que escucháramos su voz ya
quebrada. Nos comunicábamos por correo. En las Navidades le visité en su casa.
Tenía momentos en que se notaba que sufría aunque él jamás en su vida lo
manifestó y mucho menos lo verbalizó. El siete de marzo pasado estuve con él en
su casa. Acudió también una alumna de aquel primer COU, Amparo Aloy Martínez,
recién jubilada como profesora. Era un día de esos dulces que suceden en
Valencia con frecuencia. Caminamos hacia un restaurante cercano al domicilio de
Alejandro entre viejos algarrobos y almendros en plena floración. Nos detuvimos
en un altozano desde donde teníamos ante nosotros la llanada hasta Liria y la
sierra Calderona. Ya Alejandro no podía con la palabra atenazada en su
garganta. Muy débilmente en un momento dijo “qué buen día”. No pudo probar
bocado ni beber un sorbo de agua. Cuando ya se ponía el sol volvimos a su casa.
Tenía frío, lo pusimos en su cama, lo tapamos. Su mano ya no tenía fuerza en la
despedida. Le di un beso y me fui.
Ya sólo me
dio tiempo a acudir al mediodía del 19 de marzo a decirle adiós para
siempre mientras Rafa Cuesta, otro profesor y amigo de entonces hablaba, con
versos de Machado, del hilo que se había roto entre los dos. Cuando Valencia
ardía en sus fallas y la luna eclipsaba al sol sus hijas miraban las volutas de
su vida convertidas en polvo de estrellas.
Fue
entonces cuando se rompió el hilo, pero no el vínculo, con aquel hombre bueno
que fue Alejandro. Fue como una muerte dulce en la ceremonia del adiós.