El contenido de estos botes alimentó a los soldados. @cac. |
Unos botes oxidados y una bala. Los encontraron Max y León mientras esquivaban las piedras aristadas, las aliagas, los erizos y una encina enraizada entre los restos atacados por el peso y el paso de los tiempos, en una de las trincheras picadas en zig zag sobre el cabezo pedrizo que domina el descenso de la carretera entre Alcañiz y Teruel, justo en la mojonera divisoria de los términos de Orrios y Alfambra.
Uno de los muchos lugares marcados por aquella guerra incivil, por muy civil que la llamaran. Uno de los abundantes asentamientos de los soldados marcados por el destino de sus vidas a ocupar un día sin otro estos lugares señalados en los planos como cotas a defender u ocupar.
Desde aquí, desde este lugar en donde mis nietos aún niños han encontrado, aún hoy, estos botes y esta bala, los soldados rebozados en sus mantas, casteñeteando sus dientes en la tembladera del frío, hartos de picar trincheras, derrumbados por el sueño en las noches de hielo y los días de niebla congelada, desde aquí, digo, estos soldados maltrechos calzados con rotas alpargatas de esparto, maldecían su destino mientras veían en su vigilancia sin espera los altos de Palomera al oeste y la sierra de El Pobo al este, al aviso del discurrir sobre la carretera que por el Esquinado y San Just quedaba atrapada en los estrechos mineros de Montalbán y Aliaga.
Mozos veinteañeros venidos de no sé dónde en la geografía española, sin conocer ni siquiera dónde estaban, ni por qué tenían un arma entre las manos. Algunos valencianos enfebrecidos de miedo por el frío, atacados en las orejas y los dedos por las escoceduras de los sabañones. No entendían nada. Sólo un día y otro el recuerdo de la novia que quedó allá o la espera de un paquete con algo de comida que hiciese olvidar por un rato esas judías, esos garbanzos, esas sardinas que albergaron estas mismas latas que hoy han enconmtrado mis nietos.
Judías, garbanzos, sardinas en lata calentadas con un minúsculo fuego de aliagas, tomillo y alguna rama de carrasca entre las piedras que hacían de trébedes.
Ahí están ahora con el recuerdo de la señal de un machete que sirvió para abrir lo que hoy no es más que una herrumbre de hojalata, y una bala de aquellas mismas que en los años cincuenta, ya del siglo pasado, los entonces zagales vendíamos al chatarrero por la nada de aprovechar el cobre, cuando no la expotábamos entre la lumbre de alguna hoguera donde nos dejamos algún dedo amputado.
Frío, hambre, soledad, muerte, en el recuerdo de unas latas y una bala.
La incivil guerra.