martes, 20 de febrero de 2024
lunes, 5 de febrero de 2024
Torrero. En la madrugada del día de San Fernando.
foto autor desconocido. |
Llegó
y me dijo que ya tenía el tema sobre el trabajo de “fin de grado”, que le había
impresionado un papel desgastado encontrado en el trastero de su casa en donde
habían ido a parar los restos de los varios traslados efectuados por sus padres
y antes por sus abuelos. Y me enseñó el documento. Roto por alguna de sus
esquinas, amarillento y con las letras desgastadas en los rasgos del lápiz con
que había sido escrito. Conseguí leerlo. Luego lo leímos juntos. Así decía:
Llevo
dos noches sin dormir. De vez en cuando tengo que ir al retrete. Nos han dado a
todos, a los dos pelotones, cuarenta y horas de permiso, libres de servicio,
sin recargo alguno. Ni imaginaria ni nada. Sólo que tenemos que acudir a dormir
al cuartel. Pasar lista y a la cama.
A
la cama y a dar vueltas sobre la colchoneta y de cuando en cuando al retrete.
No he podido pegar ojo. ¿Por qué tenía que haberme tocado a mí? Me metí en esto
de la policía armada porque en mi casa ninguno, ni mis hermanos ni yo, teníamos
donde caernos muertos. Tuvimos que aguantar aquello de que éramos más gandules
que la chaqueta de un guardia civil.
Había
terminado la guerra y mira por dónde me mandaron a Fuerteventura. A vigilar a
los soldados de un batallón disciplinario. Sólo estuve allí seis meses. Allá,
bien lejos, por Jandía y el Morrojable. Los mejores días de mi vida. La primeva
vez que subía en un barco, la primera vez que veía el mar, la primera vez que
pisaba una isla.
Los
del batallón disciplinario se cuidaban solos. A dónde se podían escapar. Así es
que cigarros y gofio que cambiábamos todos los días entre nosotros. Y allí es
donde aprendí a leer y a escribir. Uno del batallón, un maestro desterrado
medio cojo a causa de un bombazo, impedido para tirar paladas de arena. Él fue
quien me enseñó. Yo no había ido a la escuela ni siquiera un año y medio. Luego
me pilló la guerra. Tuve suerte. No me tocó ni siquiera pegar un tiro y pude
comer todos los días un rancho que me llenaba bastante más que las gachas que
preparaba mi madre cuando teníamos harina. El hambre que yo había pasado se
convirtió en hambre de aprender con aquel maestro más bueno que el pan a quien
me afanaba en llevarle tabaco del que a nosotros los soldados no nos faltaba.
Cuando
volví al chuzo en donde nos cobijábamos, en la ladera que mira a los altos de
Cazorla, ya mis hermanos no estaban. Los dos se habían metido en la guardia
civil. Mis padres malvivían de la recogida de la oliva cuando llegaba. Les dije
que yo también me iba. A donde fuera. Y me fui a Baeza y me cogieron para la
policía armada. Mi hicieron un examen. Todo se lo debo a aquel maestro que
tanto me ayudó.
Pasé
por los cuarteles de Ciudad Real y Guadalajara y ya por marzo de este año me
dieron el destino en Zaragoza. Y cuando llegó aquel veintinueve de mayo me cayó
encima esta agonía que no me deja en paz y no me abandona desde la madrugada de
los gritos.
Que
como San Fernando era el patrón de los ejércitos y de los guardias civiles
teníamos que ser nosotros, los de la policía armada. Fue por la mañana, antes
de la hora de ir a comer, cuando nos dijeron que no podíamos salir de aquel
edificio cercano a la casa donde vivían los oficiales, junto al Portillo, que
teníamos un servicio especial que hacer. Ya se nos puso a todos la
mosca tras la oreja. Todos, los veinticuatro nombrados, los dos pelotones,
veíamos a los sargentos ir de un sitio para otro y llevando papeles de aquí
para allá.
Nos
dijeron que no nos metiéramos entre los jergones y al pronto que cogiéramos los
mosquetones y los sargentos nos revisaron las cartucheras y comprobaron que
llevábamos los tres peines con cinco balas en cada uno. Ya todos nos la
tragamos. Nos hicieron subir en las camionetas. Doce en cada una, con nuestro
sargento. Una camioneta más pequeña iba delante. Se paró en la puerta del
edificio donde vivían los oficiales. Recogió a un teniente. Ya entonces mi
sargento hizo que nos fuéramos pasando de boca en boca la botella de coñac.
Cuando
llegamos a la cárcel ya habíamos empezado a beber de otra y junto al café que
nos dieron cuando cayó la noche pasaba de mano en mano otra botella que sabía a
matarratas. Entonces metieron en capilla a los siete hombres. El cura no sé qué
les dijo mientras levantaba la mano y los guardias del primer pelotón los
empujaban hasta la camioneta.
A
mí me tocó en el pelotón de las mujeres. Eran siete hombres y dos mujeres.
Separados. Los hombres en una camioneta, las mujeres en la otra. Ellos salieron
de la cárcel antes que nosotros. Cuando llegábamos a la puerta del cementerio
de Torrero oímos una retahíla de tiros, todos a la vez. Cuando estaban bajando
las dos mujeres siete tiros secos, espaciados. Andábamos todos, los doce
guardias, un poco empapuzados con el coñac que nos habíamos metido en el cuerpo
porque no sé dónde aparecieron un par de botellas más. Ya casi se estaba
haciendo de día en aquella noche tan negra como mi suerte.
Una
de las mujeres casi no podía andar. Se apoyaba en la otra y aún así fueron a
trompicadas desde la puerta del cementerio hasta la tapia de rasillas. Y
nosotros uno detrás del otro. A los demás ya no nos los veía aunque ya clareaba
aquella mañana de san Fernando. Todo daba igual. Yo seguía en mi noche. Las
piernas no me sostenían. Temblaba. Y cuando el teniente le dijo al sargento que
adelante el tembleque lo tenía en todo mi cuerpo.
La
mujer que se apoyaba en la otra se cayó al suelo. Acurrucada con los brazos
apretados contra su pecho, como abrazando a no sé quién. Sólo la oí cuando con
su voz arrasada repetía y repetía mis hijos, mis hijos.
Cuando
abrí los ojos después de apretar el gatillo sin saber dónde fueron a parar las
balas ya el teniente apuntaba sobre la cabeza de aquellas dos mujeres que aún
garreaban.
Sólo
recuerdo que estábamos delante de una pared hecha con rasillas y al lado estaba
el monumento a Joaquín Costa que parecía que nos miraba lleno de ira. Nos
devolvieron al cuartel. Y entonces vino lo de libres de servicio.
Esta
mañana me han llamado a declarar delante de un capitán. Y que si cuando
subieron los fusilados a la camioneta desde la cárcel cantaron, chillaron,
dijeron palabras en contra de no sé quién y si dieron vivas a la República, a
los socialistas y a no sé cuántas cosas más. Yo no oí nada. El coñac me había
sentado como una lavativa. Sólo aquello de mis hijos, mis hijos.
Luego los de mi pelotón nos hemos sentado en el suelo
y que si el capitán que es fiscal ha dicho que por qué les dejamos chillar y
vivas a no sé qué y a no sé cuántos. Mientras íbamos encendiendo un cigarro
detrás de otro. No sé quién dijo que el tal fiscal o capitán o lo que sea dice
nos iba a llevar a juicio a nosotros, a los sargentos, al teniente, al jefe de
la cárcel, al cura que les echó el sermón, a los de la sangre de Cristo que
recogieron los cuerpos desmadejados llenos de sangre y hasta al encargado de
conducir el carro donde echaron a aquellos desgraciados.
Miro
a los otros guardias, todos fumando, con la cabeza agachada, cada uno a lo
suyo, sin hablar.
De cuando en cuando tengo que ir al
retrete. Llevo así desde que en la madrugada de san Fernando, cuando la mujer se
quedó en el suelo con mis hijos mis hijos, con el tiro en la
cabeza que le pegó el teniente. Entonces fue cuando me hice en los pantalones.
Rosas de sangre sobre la tapia de rasillas. Cementerio de Torrero. |