domingo, 17 de marzo de 2024

Fue en el Instituto "Luis Buñuel", en donde la cárcel de mujeres.

 












martes, 12 de marzo de 2024

Pepe el tonto.

 





Fue cuando aquello de la cátedra ambulante y de la sección femenina de la falange y el y venir de la estanquera que no paraba de un lugar a otro cuando Pepe el tonto comenzó a decir que el mosén jode y jode. Nosotros creíamos que lo soltaba porque siempre le iba diciendo que se apartase de un lugar a otro, que se metía en las casas para escuchar lo que decían allí dentro, que se atascaba cuando le acercaba las cruces de la iglesia a Celestino el sacristán con el que se entendía sin decirse entre ellos ni una palabra, que no era capaz el mosén de darle ni una miserable propia, que siempre le decía cuando le importunaba con aquel cigarro, cigarro que el mosén liaba y le sacudía aquel hala pa casa, a cuidar a tu madre.

         Por eso creíamos que a Pepe el tonto le jodía un día y otro el mosén. Pero en aquellos tiempos en que las gentes forasteras no paraban de llegar por Larroya,  Elcamorro y Manzanal le entendimos que el mosén respondía a aquel jode y jode de otras maneras.

         Cuenta, cuenta le decía el más trasto de todos nosotros, aquel volantinero y medio titiritero que era Remigio el cojo, quien siempre nos ganaba cuando jugábamos a las chapas y que con el tiempo se especializó en ganarles también a las gentes que jugaban al guiñote y aun al subastao y se quedaba, como él decía, con todas las perras que apostaban.

         Remigio el cojo engatusaba de cualquier manera a Pepe el tonto y entonces nos decía con aquella voz a medias, entrecortada y como que parecía que chiflaba en vez de hablar y nos decía que la estanquera entraba muchas veces en casa del cura, que luego, cuando las otras beatas, después de rezar el rosario de todas las tardes, ella se quedaba enredando en la iglesia limpiando los candelabros y hasta sacudiendo las vestimentas del nazareno que se llenaba de telarañas y que luego se metía en la sacristía y casi siempre salía de allí sofocada, con los colores de su cara más relucientes que los que marcaba las venas cuando le daba al morapio en su estanco.

         Y que el mosén salía de allí por el hueco que había hecho en la pared de la iglesia que mira al mediodía, donde por sus santas partes, como todo lo que se le antojaba, había abierto y puesto una puerta aportillada por la que accedía directo a la sacristía que fue antes refectorio de los frailes sanjuanistas.

         Antonio el cojo le sonsacaba a Pepe el tonto y todos sabíamos ya lo que quería decirnos cuando hablaba de el mosén jode y jode y yo he visto y he visto.

         Nosotros aún nos acordábamos por entonces del corte en cruz que les sacudió el mosén a dos mujeres que se le habían metido entre ceja y ceja. Una era la que se había casado por lo civil antes de la guerra con aquel alcalde que puso en manos de los falangistas aquel cura Pumareta que luego fue alférez y capellán entre los legionarios. La otra era la madre de Moñigo quien se había convertido en el capazo de las hostias que repartía el mosén cuando los zagales no se sabían la doctrina y la estanquera siempre con la máquina preparada para raparles el pelo.

         El mosén jode y jode y a cargar con los sacos de patatas y de trigo. Porque al mosén, unos años antes de la endiosada locura que le dio cuando levantó el santocristo sobre los restos del antiguo castillo, le dio por salir a pedir patatas y trigo y hasta huevos cuando era la temporada y sabía que las gentes llevaban tiempo acumulando los que ponían las gallinas porque el pollero no había llegado aún con su camioneta. Y los zaquilotes de trigo o de patatas se los hacía llevar al hombro a Pepe el tonto hasta su casa, la del cura, y nunca nadie supo qué pasaba con aquello que decía que quien sirve a la iglesia de la iglesia ha de vivir.

         Y no me da nada, no me da nada, decía Pepe el tonto.

         La única persona que le daba algo era la madre de María la Miguela cuando tocaba en su puerta y le decía pan, pan. Le daba algo más que pan. Sabía que Pepe el tonto era muy laminero y le guardaba siempre unas magdalenas que tenía en el arca. Entre otras cosas porque Pepe el tonto andaba desdentado con tan sólo un par de quijales que le sobresalían de su boca belfa y una lengua llena de llagas casi tan azules y aún moradas como las que le saturaban de pus las piernas de las que no paraba de rascarse.

         Antonio el cojo decía que no sólo se rascaba las piernas, que también se rascaba otras partes escondido detrás de la puerta del corral de la Pirijuana, cuando los mozos andaban por allí  a encasquetársela a la hija del seronero, siempre con hambre, en los momentos en que el mosén de los cojones, según Antonio el cojo, se sofocaba con la estanquera después del runrún rosariero de todas las tardes, que bien que lo sabía Pepe el tonto con aquel ya te digo el mosén jode y jode.





miércoles, 6 de marzo de 2024

El NOI

 




 

Le llamaban el Noi porque tenía una cara en la que no se le marcaba nunca la barba. Sólo una filigrana de bigote como un arco parecido a una ceja que cuidaba con esmero y en ocasiones relucía cuando lo acariciaba con sus dedos impregnados de vaselina entremezclada con el tizne de sus uñas amarillentas saturada por el pringue de la nicotina.

        Nadie sabía a qué se dedicaba el tal Noi para poder pagarse aquellos trajes de tela gris con su chaqueta cruzada y abotonada sobre la que se marcaba la curva henchida de la corbata, sujeta con un bucle que el Noi mantenía como de oro. Un pañuelo de color amapola asomaba su cresta por el bolsillo de la solapa.

        El Noi solía acercarse cuando los sociales se reunían para echarse las copas de coñac después de haber entregado a los guardias los cuerpos torturados de quienes habían sido conducidos hasta los sótanos húmedos de aquel siniestro lugar de la calle Samaniego, donde iban a parar para las diligencias ordenadas por el juez especial militar conocido como El Sapo.

        Era en la mañana de los jueves cuando se dejaba ver por los corros formados por los tratantes y chalanes gitanos, con sus varas y sus cayados de adornos arabescos, debajo del puente de madera, junto al cauce famélico del Turia, cerca de las torres de los Serranos.

        Cuando descendía pavoneándose, apoyada su suave mano marcada en su dedo anular por un anillo salpicado por una perla que él llamaba su diamante, ya los gitanos más veteranos, los de los bigotes gruesos indicadores de su rango, marcaban entre ellos las señas secretas que señalaban su lenguaje. Sabían que el Noi presumía en su cadera izquierda aquella pistola que siempre insinuaba cuando era el momento de la dentellada en forma de mordida dineraria bajo amenaza de denuncia, de cárcel o de paliza cuando se le terciara, ejecutada por sus secuaces que no eran más que los subordinados de aquellos sociales con los que compartía sus copas de coñac.



        El Noi presumía de chulapo y echaba su cuerpo hacia atrás mientras saludaba a los chalanes con un gesto altanero como aviso previo del regreso al final de la mañana cuando los tratos hubieran terminado y los duros arrugados en los bolsillos le iluminaran los ojos.

        Cercano al puente de la Trinidad tenía el Noi su refugio, estrecho, largo y paralelo a la defensa de piedras marcadas defensoras del cauce sin agua. Allí recibía sus órdenes secretas y los sobres con el pecunio que se le ofrecía a quienes como a él, sin figurar en ningún registro, formaban parte de lo que ellos mismos se llamaban como la guardia de Franco.

        En aquel refugio tenían lugar la prácticas de tiro que efectuaba con sus colegas a quienes los provocaba con su chulería presumiendo del revólver que siempre manipulaba mientras levantaba el seguro del disparo. Les hablaba de la media docena que tenía en lo que fue lugar de los aperos de labranza ya en desuso, en una casa entre los huertos de Rocafort, en donde se había apropiado con el cuento embaucador de amores a una moza madura a quien chantajeaba con un noviazgo estirado en el tiempo que nunca llegaba al casorio.

        Les decía a sus secuaces que aprendieran a limpiar y a tener bien dispuestas sus pistolas como él mantenía su revólver y que mirasen cómo circulaba el cargador al que hacía girar y los intimidaba con la amenaza del juego a la bala perdida de la ruleta rusa.

        Entre los chalanes aparecían algunas de las jovenzanas que vendían cacahuetes y altramuces y hasta alguna rosquilla preparada por ellas mismas con harina de estraperlo. Con las artimañas de siempre el Noi las amenazaba sibilino, con la arrogancia sin disimulo de su mano al revólver, el cigarrillo puesto a encender con aquel utensilio del que salía chasqueando una llamarada, los dedos tiznados por la nicotina y el aderezo del retoque en su bigote suavizado con vaselina en su cara barbilampiña.

        Las mozas ya sabían que tenían que coger su canasta, entrar en el largo pasillo donde él practicaba el tiro de pistola, levantarse las faldas y poner el culo a disposición del Noi que disfrutaba baboso.

        Andaban por allí también las hijas de las mujeres presas en la cárcel de santa Clara por entregar algún trozo de pan y sacar la ropa para lavar de sus madres.



        El día aquel, jueves, dejaron en la calle a Rosario, cuando las mismas monjas de las Claras la echaron a rastras y la dejaron en la acera, junto a la puerta de entrada, desde donde se arrastró hasta el puente de madera se remalió de gusto el Noi. Ya Dámaso y Simón el carbonero estaban en el manicomio perdidos en su catalepsia causada por los sociales con los que el Noi echaba al cuerpo sus colpazos de coñac. Ya a Rosario la habían dejado tan baldada y tan en los huesos en que se había quedado por las cagaleras causadas por las dosis de ricino que le daban entre paliza y paliza. Ya entonces las monjas carceleras dijeron al director de la cárcel que ni un día más los olores y los restos entre los que resbalaban dejados por aquella mujer que ya ni podía andar y no llegaba nunca hasta las letrinas colectivas. Y que a la calle y que la limpiara su hija si es que pudiera, que ya tenían bastante con los piojos, con la sarna y con el pus purulento que salía de las heridas de las demás presas, que a la calle, que al fin y al cabo aquella tullida no se podía escapar. Y que se apañara como pudiera con su hija entre las piedras y bajo los puentes del río, que algo le darían los gitanos, los chalanes y los arrieros.



        El Noi ya llevaba tiempo detrás de aquella aun casi adolescente que llevaba a su madre alguna patata asada y algún boniato del espigoleo por los campos de Rocafort. Llevaba ya tiempo observándola y había visto cómo se le fueron llenando sin remedio las tetas a la hija de aquella Rosario a quien ya sabía que llamaban la Tripera. Una adolescencia sin remedio estallaba en ella día a día y las caderas redondeadas se iban convirtiendo en lascivia desatada en el Noi.

        Fue cuando la hija de la Tripera recogió a su madre y la cobijó limpiándola con el agua escasa del cauce del río cuando apareció el Noi y le enseñó el revolver de cachas niqueladas, cuando le dijo aquello del cañón corto, negro y reluciente de su pistola, cuando más chulo que un ocho llevó la mano a su entrepierna y le dio a elegir entre el tiro a su madre o llegarse hasta el refugio donde los de la guardia de Franco practicaban sus disparos. Antes, delante de su madre, tirada en el suelo, le dijo aquello de que le enseñara las tetas que  se le marcaban tiesas con sus pezones como dos capullos a punto de reventar.