martes, 26 de octubre de 2021

Alfambra. 1938. 2 de febrero. El Tabib Arrumi. La justicia bestia. Documentos para la Historia.

Víctor Ruíz Albéniz, El Tabib Arrumi, al lado de Franco. AHN.

 

             El Tabib Arrumi, el nombre árabe con significado de "médico cristiano", seudónimo que utilizó Víctor Ruiz Albéniz, cronista oficial de Franco mientras duró la guerra civil y aún después. Médico y reportero bélico de la guerra del Rif entre 1909 y 1922. Defensor de Sanjurjo y de Millán Astray, paladín vocero grandilocuente de Franco desde el golpe de Estado de julio de 1936 hasta su muerte en 1954. 

    Fue el abuelo de quien más tarde sería Alberto Ruíz-Gallardón, alcalde de Madrid y ministro de Justicia con el gobierno de Mariano Rajoy, a la vez que yerno del falangista José Utrera Molina, ministro también de Franco.

        Anduvo por estar tierras royas de Alfambra y alrededores y, entre otras perlas, nos dejó textos como el pongo ahora.

   Léanlo con calma. Los moros no fueron más que personas mercenarias enroladas en los ejércitos a cambio a veces de cobrar una peseta al día y derecho a las razias cuando entraban en alguna población.  Sus jefes, los generales Varela, García Valiño y Emilio Mola, el asesino del Norte, como le llama el historiador Paul Preston, además del generalísimo Franco, son en realidad los responsables de tantas barbaridades.

 

Texto de "El Tabib Arrumi"

 



aquí tienen la página completa fechada en Alfambra el 9 de fegero de 1938.





 

miércoles, 20 de octubre de 2021

Orrios. 1938. Documentos para conocer la Historia.

 

 

La Lonja de Orrios. El edificio más emblemático del lugar. Construido en la segunda mitad del siglo XVI. En él se juramentaban los vasallos ante el Comendador sanjuanista. Aquí se reunieron sus gentes para los actos más significativos. Carasol donde mujeres y hombres se relacionaban, jugaban los mozos a la pelota cuando sirvió de trinquete, tomaban la vez para los riegos y dialogan unos con otros. Antes de entrar en la escuela, situadada en la parte alta de este edificio renacentista, en la posguerra española, los niños cantaban el "Cara al sol" dirigidos por el maestro falangista. Hoy lleva varios meses restaurada esta hermosa Lonja, está totalmente equipada con mobiliario, equipo de proyecciones, servivios higiénicos... y espera, hasta ni se sabe, que en alguna ocasión "la autoridad competente" autorice algún acto cultural.  Larán, larán... como la carretera a no sé dónde.   foto cac.

     

martes, 12 de octubre de 2021

De cuando el maquis se acabó y se acabó.

 

Eran siete, Juan Rulfo, eran siete.

 

Frío, hambre, miedo. El maquis. Restos de la nada. @cac.



Eran siete, Juan Rulfo, eran siete.

   Diles que no me maten. Rulfo, tú y tus cuentos. Tú y tus muertos. Tú y tus vivos muertos. Por tus llanos ásperos, en llamas, en los planos altos de El Alcamín, te he encontrado una y otra vez.
   ¿Y quién mató a estos muertos que encontré aquí mismo, a mi lado, bajo ese escarpe de tierra? Fue cuando la sepultura del tio Rufo. Era una mañana que había salido fea. De esas de mala raza que atraviesen la tierra baldía algunos días de febrero. Amaneció oscura y se añilando. Por eso nos dimos prisa en cavar la fosa. Con José el Novato, que era el yerno, me vine hasta este lugar. Nos dimos una buena soba, porque sabíamos que se nos podía echar encima la ventisca. Y no nos pudimos salvar de ella. Pero había que cavar la sepultura y nos dimos fuerte con el pico y con la pala. Y bien mal que entraba el pico, que la tierra de primeras estaba helada y no se hundía ni a la de tres. Luego, después de las primeras tongadas, aquello ya se empezó a poner patas arriba. José era quien le daba al pico y yo el que paleaba. Y fueron saliendo los restos de las primeras botas y luego un montón de huesos y a la que nos dimos cuenta ya llevábamos siete calaveras.
    Chico, qué cosa tan rara, decía de cuando en cuando José, a quien llaman el Novato. Y a mí me dio por amontonarlas en la barda, junto al camino. Primero pensé si tirarlas derecho a la gusanera, donde van a parar todos los huesos que han ido saliendo cuando se cavan unas y otras fosas. Allí, al pudridero. Los huesos, sí. Que las costillas partidas que fueron apareciendo los tiré derecho a la gusanera. Pero las calaveras, no. Qué cosa más rara, volvió a decir de nuevo el Novato. Siete hemos sacado, ¿verdá tú?. Y eran siete, claro que eran siete, que bien que las venía contando. Y todas tenían un agujero. En la parte de abajo, la que se juntaba con el espinazo.    
    Al final nos agarró la ventisca. Con las prisas se nos vino abajo un morrón de la fosa. A José se le quedaron enganchados los pies embarrados por la tierra que cayó. Entonces le di la pala y acabó sudando la gota gorda mientras tiraba la tierra hacia arriba. Mojados. Más él que yo. Así acabamos. Porque la nieve nos había calado y porque, aun con el frío, nos había entrado la sudadera de tanto darle y darle con las prisas por acabar pronto.     
    Ya por la tarde, después del entierro, hablé con Forestal y me dio razón de los agujeros junto al espinazo. Fue después dejar en la tierra, con un palmo de nieve, el cuerpo del tio Rufo que ya hacía años se había ido de este mundo, desde el día en se enteró que el alcalde había vendido el pueblo por hacerlo barrio de Larroya. Locura senil le llamaban los médicos. Y preguntaba de vez en cuando que dónde estaba su casa y que por qué no lo llevaban a su pueblo. Cuando subíamos con el cajón y su cuerpo dentro por esa cuesta que llega hasta la cancela de entrada casi nos vamos los cuatro que lo llevábamos hasta el cerrado de Molinero. La nieve se había helado sobre el ralo verdín que siempre se agarra en los hoyos aljezares. Resbalones de unos y otros y para, que me caigo. Pero acabó en el agujero, como todos.  

  
     Fue cuando volvíamos, a la altura de los pedruscos de las Calzadas cuando le pregunté a Forestal. Entonces me enteré de los maquis y de las últimas matanzas. Él estuvo en el asunto. Por eso sabía del entierro. A estos también les dieron la tierra, a paladas. Y aun gracias, me dijo Forestal. Que bien malos que eran, añadió. Y así le saqué lo de los tiros de gracia, por lo de los agujeros en la nuca, casi en el espinazo.     Eran siete. Justo eran siete. Cayó toda la partida. Los venían siguiendo desde la raya de Aguilar. Eran la última partida. Fueron los últimos en caer. Forestal bien lo sabía. Le habían hablado de que unos meses antes los guardias civiles habían hecho la última batida. Ya estaban deshechos y vencidos. Luego me dijo que si se habían retirado hacia Francia y que los rojos, bueno, él precisó que comunistas, habían dado la partida por vencida. Pero él sabía de un grupo rezagado y aislado que no consiguió pasar cuando buscaban el mar al otro lado de los cinglos de Villarluengo, por donde la masada en que dejaron al dueño con la aguja de hacer media atravesada de oreja a oreja.    Aquello fue lo que más encorajinó a Forestal. Y por eso fue a por ellos.
    El masovero ya se había hartado de tantos corderos entregados a la gente del maquis. Ya no quería seguir haciendo el mondongo para entregar su parte a la partida de Sardinero. Y un día se puso farruco. Por eso no le valió. Ya no tenían ni un cartucho. Balas hacía tiempo que se les acabaron. Las escopetas sólo las llevaban por eso de presumir, porque ya digo que ni un cartucho. Y Pozolero lo sabía de tiempo. Por eso les hizo frente. Pero no le valió, ya te digo. Y entonces se lo llevaron por delante a lo salvaje. La misma aguja con que su mujer tejía los piales de algodón les sirvió para dejarlo tieso. Me supo mal. Y con Cayetano y el Hostias los rodeamos una noche, cuando dormían en el granero de la masada del Pozuelo. No tuvieron tiempo ni de decir mu. Ya no ponían centinelas ni nada. Yo creo que se sentían vencidos. Los hubiéramos agarrado de todas maneras. Ni se lo dijimos a la cuardia civil. Pa qué. 
     El Hostias dijo de pegarles un tiro allí mismo. Pero la noche estaba muy oscura. Así es que decidimos echar hacia abajo, hacia el pueblo. Los atamos uno detrás del otro, como una reata de mulos, con las sogas de acarrear que había en la misma masada. Y a trompazos los trajimos bajando por los linderos del Plano y la cuesta aguda de Val de Peral. Cayetano se fue a su casa a buscar la pistola. Allí mismo, donde tú dices que te fueron apareciendo las calaveras, el Hostias les sacudía el escopetazo, luego Cayetano les ponía el cañón de la pistola en el pestorejo y ya ni garreaban.
     No te creas que has sido tú el primero que ha encontrado los huesos. Por allí, por el medio del cementerio, en la parte que mira hacia el Regajo, siempre han aparecido algunos huesos. De verdad que tú has sido el último. La gente los iba tirando a la gusanera. Por eso no te cuadran las cuentas de los huesos y las calaveras. Es que las calaveras a todos nos daban no sé qué. Y las fueron echando medio juntas. Cuando se cavaba una fosa las iban tirando hacia la parte de arriba. Pero acuérdate que la del tio Rufo fue la última junto a la pared y ahí quedaron todas juntas. Los huesos salían enseguida con las primeras picadas. No los íbamos a dejar sin darles tierra. Pero eran siete y siete agujeros no íbamos a cavar, que además ya se había hecho de día. Así es que cuatro paladas. Ni siquiera medio metro picamos. Y allí se quedaron. Con el tiempo… pues ya ves. Han ido apareciendo. No hablamos nada a nadie. Pa qué. Se acabó el maquis y se acabó. Muerto el perro se acabó la rabia.
      Ya sé, Rulfo. No vas a decir nada. Nunca hablas. Sólo tu silencio. Arden los ribazos.
Restos, tristeza, recuerdos. @cac.
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1951
ES/AHPTE - GC/001031/000009 - Aparición de siete supuestos bandoleros en Cañada de Benatanduz

lunes, 4 de octubre de 2021

De cuando Víctor y Pedro andaban lisiados. De cuando Larroya era Alfambra y el Jiloca.

 

 

 

 
            Corre, corre, Victorcico que te gana Pedrico. 


 

     Era entonces cuando se metieron en el pajar que se convirtió en vivienda, en la parte alta de una casona desvencijada, incrustada en una falla terriza de roja arcilla pegajosa, salpicada de un yeso laminado hecho cristales, junto a las Chozas, al lado de la era del tio Cleto.
            La parte baja la ocupaba la cuadra donde los mulos del labrador más rico del lugar reposaban de sus labores en el tiro y el trabajo terrero. La de arriba daba derecho, por una puerta falsa, a la era donde se trillaba, y allí, en el pajar, les dejaron instalarse, más apretados aún cuando en los veranos se movían los rastros, trillos y torneadores que molían la parva a ritmo cansino.
            Elías, el padre de Pedro, de Víctor y de Teresa, era el sastre de Larroya, de aquel lugar alcaminiano atrapado en el frente de guerra. Allí, en donde en la casa que fue posada hasta hace poco y antes de quienes tuvieron el título de marqueses de la Cañada, se instaló el cuartel general en que el robledo cuerpo de Pasionaria y el espíritu que hacía honor a su nombre, visitó una vez para tratar de insuflar el ánimo necesario a unos soldados que dejaban sus vidas por mor de una causa que creían noble.
            Sastre en los años que siguieron a una guerra fratricida donde el odio aún queda plasmado en el monolito piramidal frente a la iglesia cuyos santos nombres grabados en la piedra se pregonan mutilados por el odio fusilero.
            Sastre en un pueblo sin más recursos que una aguja y un dedal, cosiendo remiendos en pantalones rotos una y otra vez por el desgaste que la propia mies castigaba en las musleras de los segadores.
            Sastre en la confección de los pocos trajes de pana negra rayada que se hacían los más pobres cuando la boda, y quizás alguno más pudiente de otra pana aterciopelada, la misma que utilizaba para vestir a los muertos de cuerpo presente, cuando les tomaba las medidas antes de amortajarlos con esa misma vestimenta de por y nunca quitar con que se marchaban engullidos bajo la tierra calcinosa al lado de la fuente del Saúco.
            Sastre había sido antes de la guerra, yendo de un pueblo a otro de la orilla del Larroya, siempre sentado sobre las angarillas, sobre las pulseras del carro, tirado por la burra tordilla que le aparejaba Teresa.

            Elías no podía moverse con su andar deforme. Atrofiadas las rodillas, se daba trompicones, imposible andar derecho, haciendo imposible la posición estable, angustiosa, cuando no tenía más remedio que ir a tomar las medidas de brazos, piernas, cinturas y aun papadas de  quienes antes de la masacre cainita podían mercarse una capa diseñada para el evento de su boda.
            Su cojera la heredaron sus hijos varones. Caminaban a trompicones como su padre, agazapados como conejos. Y la zagalada les lanzaba aquel corre, corre Victorcico que te gana Pedrico. Y trompazo va, y trompazo viene.


 Su hija Teresa había amanecido desde el primer día tan tiesa como su madre. Y era ella quien llevaba a sus hermanos Víctor y Pedro metidos en el cuévano mimbrero sobre el carretillo, la burbuja discurrida hoy sobre el cable de acero que ahora trasporta a Victorio y Pietro hasta la exposición cartujana sobre el lecho del Guadalquivir hispalense.
            A Víctor le atraía con pasión trazar rayas sobre el Catón en el que aprendió a leer. Llenó de monigotes todas las márgenes del libro y así quedaron sangradas de figurines todas sus páginas, con sus mismas manos de otra sangre castigadas por el puntero manejado con destreza por un maestro de tripa hinchada y habla ceceante, aficionado a las buenas morcillas de las matanzas gorrineras, quien le sacudía un día y dos también por causa de aquellos primeros diseños que el docente llamaba mamarrachos.
            Pedro se las ingeniaba con las piernas calcadas de las de su hermano mayor, idénticas a las heredadas del padre, para ganarles todas las canicas arcillosas a los demás zagales de la escuela. Arrastrado por el suelo tenía facilidad para introducir la bola en el hoyo que le sirvió para superar los pares de los campos de golf que hoy holla calzado con blancos zapatos claveteados.
            Teresa era un ser anónimo a quien nadie hacía caso, ni siquiera considerada por la pulcritud con que bordaba sobre el bastidor en las tardes escolares, la actividad a que fueron condenadas las primeras hornadas de proyectos adolescentes en la posguerra alcaminiana de Larroya.
            Un verano en que la cosecha vino mejor y el pajar se llenó de sacos de trigo almacenado por el propietario de la era Elías y su familia se fueron reduciendo en su pajizo habitáculo y, sin que se enteraran las gentes del pueblo, vendió carro y burra, únicas propiedades y medio de locomoción necesario en su tomar medida para la confección de los trajes de pana, y, ayudado por su mujer, se subió al autobús rojo y gualda que le llevó con su tribu a rastas hasta una callejuela cercana a las ramblas barcelonesas, donde un taller de confección le ofreció trabajo y un más que magro jornal.
            De la salida del pueblo no supo más que el tio Cachaza, ya viudo tras la muerte repentina de su mujer, quien, de cuando en cuando después de terminada la trilla, intercambiaba con Elías unas hanegas de centeno por algunos pantalones cosidos para su media docena de hijos sin madre. En ocasiones Teresa también echaba una mano en su casa, cuando llegaban los tiempos de la matanza y las azarosas prisas morcilleras.
            En ocasiones se veía al propio Elías segar, arrastrado, las hierbas de los ribazos, las avenas locas de las cunetas, los lechecinos de junto al comunero que distribuía las aguas del riego, cargando luego todo, mal que bien, sobre el carro tirado por la burra, mientras Teresa quitaba las malas hierbas crecidas entre las remolachas y los patatares que en forma de costales echaba a su espalda hasta el carro.



Víctor se acuerda ahora, sumergido en la burbuja con aire acondicionado, mientras vuela sobre el Guadalquivir, de sus primeros diseños sobre maniquíes antes de su aprendizaje barcelonés, mientras duraba la larga y sufrida secuencia de las intervenciones quirúrgicas dolorosas a las que se sometió junto a su hermano en la clínica de la ciudad condal.
            Las mazorcas espigadas que su madre y hermana traían cuando en las mañanas del verano ya empezaba a picar el sol de fuego en alto y las tábanos sembraban su constante zumbar entre la cuadra y el pajar, le servían a él para convertirlas en maniquíes vestidos con las talegas vacías de los granos.
            Su madre y hermana, al volver del espigueo de los secanos, aporreban los granos sobre un trillo despedrado y los recogían luego en las propias haldas para ir guardándolas en el arca.
            Víctor pedía que le guardasen aquel abultado puñado de cañotes sin grano y formaba su bálago. Sudaba la gota gorda para trenzar de una u otra manera dándole cuerpo a la tiesa paja, conseguía moldear un cuerpo humano y luego  lo vestía con los sacos talegos, con el deseo de dar un tijeretazo aquí o allá, imposible de producir por no romper los envases de los granos que luego llenaría el dueño del pajar.
            Aun entonces, cuando se quedaban hinchados, tripudos en su almacén móvil, volvía a ellos y dibujaba en sus panzas figurines con clariones de las obras que luego borraba con el brazo para no llevarse un buen rapapolvo, o iba lijando con afilados tejos desportillados las tizas sustraídas de la escuela, convertidas una vez más en figuras humanas que no eran más que maniquíes vestidos en su relieve tiznado.
            Mientras mira Triana, al otro lado de la torre del Oro, recuerda a su silenciosa hermana Teresa en el autobús rojo y gualda, la preocupación del padre y la madre que había dejado su máquina de coser en prenda pagada a una hija del tio Cachaza, y aterrizaron los más pequeños en la escuela, y Teresa entró como aprendiza en la fábrica de tejidos donde sus padres cosían y cosían prendas de vestir de diseño industrial, sin necesidad de dar impulso con las piernas imposibles de Elías y la pasión que Teresa imprimía a los recios trajes de pana rayada dejados en Larroya, en el pajar que fue su hogar, junto a la Puentecilla por donde se sumergían los barros rojizos con la arcilla que las rambladas arrastraban.
            Los buenos años antes de la caída de las fábricas textiles de la depresión ofrecieron puestos de trabajo a los dos hermanos al poco de cumplir cada quien los catorce. Primero entró a trabajar Victor, el mayor, en las mismas máquinas sobre las que cosía su padre. Al cabo de dos años Pedro, que siempre presentó en la escuela mejores trazas que su hermano para eso de las letras. Ocupó un puesto en la oficina por donde arrastraba su cojera.
            Víctor seguía trazando rayas sobre la misma mesa desde la que iba alimentando las telas para confeccionar los trajes en serie, monigotes punzados, diseños que no pasaron sin interés por quienes querían situar la fábrica en lugares punteros de la industria costurera.
            Ya en el departamento de diseño aprendió de los más veteranos y ofreció con prudente humildad aquellas figuraciones que su imaginación trazaba.
            Fue al cumplir los veinte cuando se decidió a acudir a una clínica para que le corrigieran las malformaciones óseas que aquejaban a los dos hermanos, cada día más dolorosas en su maltrecho cuerpo.           
            Más de alguna lágrima amarga le resbaló con dolor por sus mejillas. Al cabo de seis meses ya se tenía en pie y comenzaba a andar y al poco comenzó a dar paseos por las calles del barrio gótico. 


            Por mor de andar y andar se empapó de los saberes de las piedras de la catedral, cuando hablaba con los picapedreros instalados en los bajos de la Sagrada Familia y con el loco cuerdo que habitaba entre los difíciles equilibrios de los chapiteles que él mismo esculpía. Por aquellos lugares comenzó con las muestras modernistas del paseo de Gracia. Fue cuando comenzó a imaginar las telas con los motivos de los cuadros admirados de los colores picassianos y los desmayados objetos del astifino bigotes figuerense, de las figuraciones de Tapies y del joven Mariscal, y cuando se puso a leer tratados de arte que concretaba en las piezas de la industria del tejido.
            Al poco, aún con bastones, le dio por recorrer Montjuich desde la misma base de las Atarazanas, desde el cementerio que mira al mar y pensó la historia reciente entre los muros de la fortaleza salpicada en sangre.


            Los domingos ascendía andando hasta el Tibidabo y desde allí, mientras miraba la ciudad a sus pies, soñaba los silencios entretejidos de telas soleadas.
            Eligió Menorca, y casi sin proponérselo, comenzó la aventura que llevó a Teresa y Pedro rehabilitado con una ligera cojera que le quedará de por vida.
            Con los ahorros temporeros en lo que fue cueva albergadora de faluchos menorquines, invertidos luego en almacenes ya con venta directa y tiendas abiertas en Ciudadela, Mahón y la cala de Fornells, además de los envíos a las franquicias montadas en Palma y en el enclave de la vila vieja de Ibiza, decidieron dar el salto e instalarse ya etiquetados como Victorio and Pietro en Barcelona.
            Habían pasado los años y los eventos olímpicos y la exposición universal hispalense se acercaba. Consiguieron entrar en los circuitos comerciales, inauguraron colecciones sobre pasarelas con modelos que lucían exclusivos vestidos. Tiendas en Italia acogieron sus modelos y los premios les llegaron desde los comercios parisinos.
            Sevilla fue un atractivo desafío para la imaginación de Víctor dos años antes de este mismo día en que circula cruzando el Guadalquivir protegido por Triana y la Maestranza. Había llegado hasta la tierra de María Santísima atravesando los campos de Jaén, se había detenido antes sobre la alcazaba natural que supone el peñasco de Cazorla, admiró desde aquel minarete el vasto traje de faralaes que visten las faldas de las blanquecinas lomas jienenses cubiertas por las notas verdes de sus olivos. Por Baeza y sus viejas casas y palacios en su canto a la belleza fue atrapado mientras se ponía el sol tras la sierra de Mágina y la salida, sobre Antequera, hacía resaltar aún más la peña de los Enamorados.
 Atrapó, entre sus ojos de mirar suave, los colores que luego fueron traspasados por la punzada que le causó el dolor popular en la exaltación de la saeta expresada por el canto roto de un gitano, mientras cruzaba el Cachorro el puente de Triana en un viernes santo sangrado por el sol poniente.
            Con aquella visión irisada soñó que iba a ganar el concurso para diseñar y producir en su industria la vestimenta de cuantos empleados, en sus diversos trabajos, ocuparían por unos meses la atención mundial.
            El trabajo fabril se convirtió en fiebre de producción sin paro. Cumplieron los plazos del trabajo. La empresa Victorio and Pietro había alcanzado su punto álgido, la universal exposición se inauguraba y esta mañana soñada de un octubre histórico Víctor recuerda el cuévano trenzado con mimbres en donde su hermana Teresa lo llevaba junto a Pedro a la escuela, allá en su Larroya arcillosa, mientras se desliza en la burbuja aséptica volando hacia la Cartuja.

   Corre, corre Victorcico que te gana Pedrico.