miércoles, 20 de julio de 2011

Segar. Cosechar.



Segar.

           A la que salga el sol en el tajo. Unos días antes las hoces, corvellas, y la dalla en su punto, las zoquetas preparadas, los vencejos remojados, los serones en las vigas cruzadas de la cuadra, los palos de atar dispuestos. La tinaja de la conserva llena y el boto de vino lleno.
         Ayer llegaron los piones. Acudieron por la tarde, cuando aún calentaba el sol, y en seguida se aparejaron, en la primera casa del pueblo, allá junto al Regajo. A peseta el día y otra para el cabezollero de la partida que luego repartiría entre toda la cuadriila, para asegurarse  que cumplían.
zoquetas
          Y así fue. Era de noche y ya echaron a andar. Subieron Suertes arriba, y engancharon en Los Planos. Poco a poco irían parcelas arriba hasta rematar en el Monte y acabar en La Batiosa. Manchegos de fuertes brazos, cejijuntos, renegridos, buena gente.
         Las corvellas grandes, como de medio metro, las muñecas apretadas con abrazaderas de cuero, el antebrazo protegido con un pedazo de lona y el sombrero de paja en la cabeza. El trago de aguardiente y el bocao de torta resobada. Y a darle.
          A chincharrada limpia, a ver si podían dejar atrás al atador, a ver quién podía con quién. En silencio. Con el sol de mediodía el alto para comer, patatas revueltas con tocino o las judías con oreja. Lamparazo de la bota y trago de agua del botijo. Un fajo plantado en pie para coger algo de sombra para la cabezada de la siesa y otra vez a darle y venga.
         Eso el que podía pagar los piones. El que no, lo mismo pero sólo. Y atar apretando bien los vencejos con el nudo sabio  y recoger los fajos, y levantar las cargas atrenaladas a la espera del acarreo, cuando ya la siega estuviera en su fuga. Ya entonces por los finales de julio. Todo sin parar, de sol a sol.
         Y luego dispner el carro, con las samugas ajustadas y las sogas enhebradas, el eje bien ensebado y los tiros de los machos reparados. Y otra vez con el sueño de todos los días para que al hacer de día ya nos cogiera en el bancal y ser los primeros en volver a la era. Poco a poco se iba levantando la hacina, bien sacadas las esquinas con el pico de la capota cerrado en su punto para escupir la lluvia que arreciaría de cuando en cuando. Si era posible presumir de buen trigo.
         Y a trillar. Una parva todos los días. Vueltas y vueltas con los trillos de pedernal y el que pudiera con los de cuchillas afiladas. Y tornear de cuando en cuando y recoger las orillas con las espigas dentro y zagal trata bien a los machos que con el acarreo y la trillas acaban en los huesos. Y recoger la parva ya molida con la barrastra y si hay suerte y entra el viento en la era a aventar que decían ablentar, y el trigo a la talega y luego a lomos de los mulos hasta y a hombros del hombre de la casa  al granero.
         Y eso con los días en que todo se torcía y entonces estallaba un cagoendiós como un trallazo cuando los morrones de las nubes se amorataban por Palomera, y se jodía todo si antes no se había jodido con otro apedreo cuando ya estaba  el tallo en la mano, o las barranqueras se llevaban todo por delante arrastrando los fajos perdidos para siempre.
                      

 Cosechar.

    
       La boca polifémica de la cosechadora devora en un día lo que costaba días y días de dentelladas de las hoces nombradas corvellas. Los remolques esperan a que el grano sea descargado y luego arrastrado por los tractores hasta el almacén de la cooperativa.
     El esfuerzo mucho menor, el gasto en maquinaria el mismo o mayor que el del contrato de los piones, el seguir de pobres novelado por Ignacio Aldecoa el mismo, los tiempos nuevos porque el mundo gira y el día a día pasado de la vida no vuelve.
                                         … … …

         El recuerdo para quienes ya tienen vivencias del tiempo pasado, el presente para quienes trazan el futuro.

         Cualquier tiempo vivido, si mejor o si peor, tan sólo fue.

              

lunes, 4 de julio de 2011

A garrotazos, Juan Rulfo, a garrotazos.

   Oí ladrar a los perros la tarde en que los toros de Navarro andaban revueltos por el reguero del fondo del barranco Piazo. Quemaba el sol y picaban como diablos los tábanos.
         Oí ladrar a los perros abajo, enfurecidos, con ladridos que decían de rabia y de fierezas. Fue entonces cuando los vi, enzarzados a garrotazos. A Samuel hace poco que lo han traído hasta este lugar, ahí está detrás de las tapias. Quedó cojo para siempre después de la paliza. El otro zascandileó una temporada como adormecido luego de la brecha que le quedó en la cabeza. Vi cómo se sacudían el uno al otro. Se pegaban con toda la saña de sus tripas. Me tiré al suelo, temeroso de que me descubrieran. No reblaba ninguno de los dos. Si Samuel sacudía con fuerza Sacristán venía desde atrás y le cascaba más duro. Se defendían uno a otro con sus propios garrotes. Pensé que no irían a más y como las ovejas tenían prisa por quitarse de encima los tábanos me tocó echar a correr y dejar a los dos allá abajo.
         Cuando me fui estaban separados. Se miraban uno a otro hinchados sus pechos en un sofoco entrecortado. Los perros dejaron de ladrar, gruñían enseñando sus dientes. Un par de días después me enteré de que los dos habían quedado medio muertos. Llegó la guardia civil y todo el lugar estuvo revuelto una temporada. Tres o cuatro años después Sacristán se fue a vivir a no sé dónde y Samuel arrastró su cojera para siempre.
          El odio venía de atrás. Se cogieron manía de zagales. Eran de la misma quinta. Ya se pegaban patadas cuando en la escuela se calentaban junto a la estufa. En los partidos de pelota del trinquete  se desafiaban uno al otro y siempre acababan a guantazos. Cuando ya mocearon iban detrás de las mismas jovenzanas. Tenían que acabar a palos.
         El día de los tábanos andaba Sacristán cuidando los toros de Navarro por el barranco Piazo. Al tio Navarro le dio por quitarse las ovejas y traer un par de docenas de vacuzas escuálidas, desecho de alguna ganadería de las tierras de Ávila. Primero fue el hijo del tio Navarro quien las cuidó buscando la hierba de los regueros. El último año las llevaba Sacristán y después de la pelea con Samuel ya las vacas desaparecieron y nunca más tuvimos en El Alcamín.
         Que por allí estuviera aquel día Sacristán era de pensar, porque tenía el corral cerca, justo debajo de la era Marquesa, al lado de la de Antón. No tenía más que quitar la viga que hacía de tarranclera y ya las vacuzas echaban hacia arriba buscando el barranco Piazo. No sé por qué acudió por allí Samuel, que casi siempre andaba labrando en los Cuadrones, donde su gente tenía las mejores tierras. Samuel se las daba siempre de mozo rico, se creía por encima de la casa de Sacristán. El padre de Sacristán malcomía como chupatintas cuando comenzaron los comités y el agrupamiento de tierras. Por aquello fue que luego lo encerraron y cuando volvió al pueblo después de cuatro años de cárcel ya no hizo tiro. Lisiado y bien lisiado.
         Aquel día en el barranco Piazo se buscaron y la verdad es que se encontraron. Los perros también se enzarzaron y acabaron a bocaos, ensangrentados.
         El de la pierna rota tuvo que seguir labrando sus buenas tierras todos los días y crio sus buenos hatajos de ganados ya cuando los hijos mozos no quisieron saber nada de estudios. El otro, Sacristán, desapareció un día del lugar, como atacado por un aire de los que de vez en vez le daban después de la paliza. Casó por tierras lejanas con una moza de El Alcamín que ejercía de criada para todo. Luego volvieron aquí. Desde hace cuatro años ocupa la casa que antes fuera de su madre, justo donde comienza el camino del barranco Piazo. No se entera de nada. Lo tienen atado a la silla porque si no se escapa y luego no sabe volver, desaparece por los caminos de los huertos o de las Suertes, perdido a la deriva en el mar de Alzheimer.
         Ya no sabe del día de los tábanos, de la paliza, ni de los sofocos por apagar la hacina en la era de la gente de Samuel. La vio arder desde ese mismo lugar, desde la casa en que se encuentra ahora despojado de los recuerdos sin ninguna memoria. Mira y no ve con sus ojos acuosos, blandos, perdidos, los mismos que años antes estaban abrasados por las llamas avariciosas de los fajos.  Fue él quien prendió fuego a toda la cosecha de trigo hacinada en la era de los samueles.
         Cuando caía la tarde de deslizó por los prados y cruzó el río sobre el azud. La puesta de sol y el rojo de las llamas se confundió con el abrasado del sol poniente mientras resbalaba por Palomera. La hacina era una enorme pira de fuego que iluminaba las piedras calizas de los Molinares, mientras la campana de la iglesia llamaba a todos los del lugar a llegarse hasta el río, por comenzar a baldear los calderos que no pudieron ni siquiera salvar un fajo.
         Las miradas le acusaban y al poco dejó el pueblo. Sigue ahí abajo, con su mirada perdida para siempre, acurrucado en la casa en que nació, justo donde se abren los caminos que llevan hasta el barranco Piazo y al cementerio, donde ya enterraron al que quedó baldado para siempre por los garrotazos.
         Los dos están bien muertos, no importa que Sacristán aún respire, ni siquiera se da cuenta de la pareja de perros que ahora pasa delante de su casa, enriscados en sí mismos, unidos por los cuartos traseros, a la espera de la calma después de la furia posesa.
         Rulfo, ni oye ladrar a los perros.