Llegó a El Alcamín por el camino de la
piedra picada. Sin fuelle. Jadeante.
Se sentó encima de un poyo de la
orilla. Miró el lugar por encima de los chopos junto a la riera del río. Aún la
primavera se hacía tardana. Los vilanos no caían sobre el camino. Cruzó el
cauce por el puente de tablas. Siguió sofocado parejo a las aguas. Junto al
azud enderezó por la senda hasta llegar al corral Repoyo. No se cruzó con
nadie. Luego, ya, a dos pasos, abrió la puerta del corral de su casa. Se
alborotó la media docena de gallinas y al punto apareció su mujer.
Paula lo recibió con un abrazo sin
habla. Jacinto quiso apurar el encuentro y sus brazos sin fuerza confirmaron la
derrota.
Cinco años antes se le acabó el mundo.
Fue cuando en marzo del año de mil novecientos treinta y nueve, el que dieron
en llamar en los papeles tercer año triunfal, el consejo general de guerra
número uno de Zaragoza lo condenaba a la pena de “treinta años de reclusión
mayor con las accesorias de inhabilitación absoluta e interdicción civil
durante el periodo de condena como autor de un delito de adhesión a la rebelión
con la concurrencia de la agravante de daño causado a particulares y la
atenuante de nula peligrosidad compensadas mutuamente.”
Durante aquellos cinco años que le llevaron
de un penal a otro hasta acabar en el destacamento penitenciario de Orallo, en
la provincia de León, Jacinto sufrió un día y otro su nula peligrosidad, su
separación familiar, su trabajo forzado disfrazado de rehabilitación, su
enfermedad agravada en las galerías de la mina de carbón que le atrapó en la
silicosis, su derrota física y personal.
Así llegó hasta el llanto mientras, sin
fuerzas, abrazaba a su mujer después de aquellos cinco años.
Le habían concedido la libertad
provisional por resarcir penas a través del trabajo en la mina de un
propietario usurero en uno de los angostos valles del Bierzo leonés. Algunos de
sus compañeros penados no pudieron regresar junto a sus gentes porque se
quedaron atrapados dentro de las galerías por las voladuras y la asfixia del
polvo silicótico. Él, al menos, había
conseguido volver a su pueblo después de aquella licencia otorgada por el caudillo
vencedor a quienes antes condenó y ahora ya no podía ni siquiera mantener,
porque las cárceles y los lugares de expiación por el trabajo los tenía llenos.
Además Jacinto ya no era productivo. Ni siquiera podía con el pico que rebotaba
en las oscuras galerías hurgando en el carbón.
Jacinto no había bajado a una mina
hasta que no llegó a Orallo. Durante
diez años ejerció como secretario del Ayuntamiento de Cuevas Labradas, un lugar
situado a unos veinte quilómetros río debajo de El Alcamín. En aquellos diez
años habían nacido sus cuatro hijos y aunque el magro sueldo de chupatintas no
le daba para muchas alegrías mal que bien Paula y él podían alimentarlos.
Cueva Labradas queda a unos quince
quilómetros al norte de Teruel y, aunque en la capital se proclamó el estado de
guerra y la sublevación frente al gobierno legitimado de la República, sus
gentes esperaron a verlas venir sin saber muy bien por dónde iban a recibir los
tiros. Un mes más tarde, ya a mediados de agosto una columna anarquista se
estableció en el pueblo.
Jacinto fue confirmado como Secretario
de la misma forma que lo había sido cuando en mil novecientos treinta y uno se
proclamó la República. El Comité revolucionario le hizo seguir en el mismo
puesto que había ocupado hasta entonces. La misma columna que había dejado
algunos muertos junto a los corrales y parideras de Cedrillas y Corbalán aceptó
a los civiles dispuestos a no consentir los crímenes parejos de los que se
hablaba ocurrían en Teruel y en la sierra de El Pobo. Consiguió el Comité que
ni siquiera la gente de la milicia mandada por quien llamaban el capitán
Castillo se llevara por delante a quien había ejercido de cacique en años
anteriores. A aquel Molinero le ocuparon su casa y le dejaron una habitación
para su uso. Le dijeron que no intentara escapar y abandonar el pueblo. Intentó
huir una noche y no le valió. Escondido entre los ribazos protectores de una
acequia lo atraparon y allí mismo se quedó abatido por los disparos de los
columnistas.
La guerra fue dura en estos lugares. La
población civil quedó angustiada en pleno frente de batalla. Jacinto siguió
como Secretario del pueblo mientras el lugar se convertía en un tráfago de gentes
que iban de un sitio a otro, de improvisadas ambulancias que traían a los
heridos por la metralla en el hospital de sangre que se estableció en el pueblo.
Los lugareños siguieron trabajando los estrechos bancales y cuidando algunas
ovejas además de los animales de corral aunque no podían ni mantener la
avalancha de soldados en su trajín de un lado a otro. Su vida de siempre se
perdió en la angustia de la guerra, de los muertos, de la ignorancia
desesperada por saber por dónde andarían los jóvenes reclutados en las quintas.
Fue al comienzo de mil novecientos treinta
y ocho cuando comenzaron a sentir los bombardeos de las pavas alemanas que
sembraban el terror y luego repasaban los aviones más ligeros con sus
ametrallamientos. De poco valían los refugios entre las cuevas excavadas entre
la piedra caliza protectora o los túneles cercanos que dejó la vía nonata que
se trazó hasta Alcañiz.
Una mañana de espesa niebla de aquel
enero del treinta y ocho, una de las casas cercana a la vivienda que ocupaban
Jacinto y su familia reventó por una explosión. Su hija mayor se quedó sin un
trozo de pierna y su más pequeño, casi de tres años entre las piedras que lo
habían sepultado. Un mes después los soldados republicanos abandonaron el
pueblo en desbandada ante la llegada de los regulares de Yagüe. Los mercenarios
rifeños tenían licencia para arramblar con los pocos bienes que encontraran y
aun perseguir a las mozas lugareñas.
Jacinto y su familia se quedaron entre
aquellos escombros porque no tenían otro sitio adonde ir. Su bonhomía de
siempre siguió con él cuando ya las carencias y el hambre se comían a todos. A
él le atrapó una venganza sin causa.
El nueve de marzo de aquel tercer año
triunfal, según decían los papeles, sin esperar siquiera a que el caudillo
vencedor decretara aquel “cautivo y desarmado el ejército rojo” tuvo que
apechugar con que el juzgado establecido en Mora de Rubielos ratificara un
proceso que se iba a celebrar en Zaragoza.
Allí el fiscal militar de turno pidió
se le aplicase la pena de muerte. El también militar defensor renunció a su
defensa. Así, sin más.
Aun
cuando el tribunal señalaba en la sentencia que había quedado probado que el
tal Jacinto era individuo de buena conducta y se caracterizaba por su
independencia e imparcialidad, que no se llevaba mal con el terrateniente
Molinero, que cuando fue ocupado el pueblo por las fuerzas marxistas se le
nombró secretario del comité revolucionario, que al parecer cuando fusilaron al
susodicho Molinero el Jacinto no participó en el hecho, que por lo tanto el
hecho era considerado como rebeldía completa y absoluta identificación
espiritual con sus principios inspiradores, aunque no tenía relevancia su
actuación durante la dominación marxista, por lo tanto se compensaba la pena de
muerte con la condena a treinta años de reclusión mayor e inhabilitación para
cualquier cargo.
Jacinto
ni siquiera oyó aquel sonsonete de la prosa condenatoria. De allí a San Juan de
Mozarrifar y luego en un tren borreguero con trasbordos de aquí para allá,
hasta que dio con sus huesos en el penal de Orallo. Y un día y otro bajando a
la mina, y cada vez con más sin fuelle en los pulmones, hasta que la silicosis
le asfixió y en el año cuarenta y cuatro le declaran la libertad provisional y
le dan cuatro perras como salario por quien llenaba sus harcas con el trabajo
de los prisioneros esclavos.
Llegó
ahogado a la casa en donde se habían refugiado Paula y sus hijos, aquí en El
Alcamín. Dos cuartos tabicados en lo que fue pajar junto a la era ahora
convertida en corral. Sin fuerzas para ningún trabajo, sin ni siquiera poder ir
detrás de la burra con que su hijo mayor, que ya había dejado la escuela,
trajinaba entre los barrancos abancalados y la recogida de los boñigos
desperdigados con que abonada un huerto encosterado.
Y
a los pocos días de llegar una pareja de la guardia civil llegó cansina desde
Larroya por el camino de la vega y le hizo firmar unos papeles Que tenía que
hacer una declaración de los bienes que tenía porque se le había abierto un
nuevo juicio para incautarle los bienes.
¿Qué bienes, ni qué bienes? Se decía
cuando el alcalde, el jefe de falange, la propia guardia civil y aún el cura mosén
Servando escribieron que no tenía ninguno.
Y entonces la Paula y otros familiares
comenzaron a rumiar que por su culpa les venían todos los males, que no tenía
que haber sido como fue, que había que estar a verlas caer, que ahora les
quitarían a sus parientes los pocos bienes que tenían, que los cuatro pegujales
y el arreñal de un pariente que resultó ser más tozudo que la yegua de el Pepo
se los llevaría por delante el mejor postor, que tanto cuento y tanto cuento,
que se levantase de la cama todos los días, que el aire en El Alcamín era sano,
que se dejase de hacer el dengue y que además de ir a espigar los cañotes del
trigo que quedaban después de la siega en los bancales y que le echase huevos
al asunto, que coger camarrojas y girasoles ralos para hervirlos o buscar
caracoles lo hacía cualquiera. Que ya estaba bien y que menos cuento.
Y
Don Prudencio, el practicante, que no podía hacer nada por él, que no había
inyecciones que curasen aquella silicosis, que era verdad que no podía con su
alma, que la vida era como era y que lo que no tiene remedio no lo tiene y
sanseacabó.
El
sanseacabó le llegó a Jacinto al inicio de la primavera cuatro años después. La
noche final de mayo cayó una rosada de las que aquí te espero y la mañana del
primero de mayo heló las flores que habían aparecido en los manzanos reinetos
de las lindes de los bancales. Las nogueras del barranco de las Suertes dieron
con el moco de su flor quemado por el frío.
Jacinto,
por no hacer mudanza, siguió el mismo camino de los perales, manzanos y nogales
arrasados. Con su silencio de siempre. Ni un suspiro.