domingo, 1 de mayo de 2016

Aquí abajo, en el pudridero, ni golondrinas.







Fotografías original de Juan Rulfo.
  





Juan Rulfo, pronto llegarán las golondrinas. Cuando reviente la primavera. Se alegrará el campo. La abuela hablaba con ellas.

Claro que hablaba. Cómo no iba a hablar. Nuestra tierra cambiaba con ellas. Se terminaban los hielos, las fuentes echaban sus hilos de agua, luego chorros. Ya los trigos se encañaban. Se destripaban las femeras y sazonaban los huertos en el barranco de Las Suertes. En las tierras que nos dieron y en las que fuimos ganando a golpe de pico y pala, sobre las laderas de los cerros. Cómo no iba a hablar con ellas. Llegaban una y otra y otra. Con sus vuelos temblos, con sus cuerpos flechados. Entraban en la paridera, la que teníamos junto a la casa, la del nidal de las gallinas. Venían con sus gorjeos y se paraban en los gallones de las vigas. Iban y venían. Entraban y salían. Revoloteaban sobre mi cabeza. (Golondrina, golondrina). Se lanzaban, con la flecha de sus alas, sobre las lindes de la acequia del Regajo y arañaban el barro entre las garras de sus patas. Como un cuenco de barro bien trabajado. Una bola y otra de barro y ya estaba el nido. Muchas veces ocupaban el del año pasado. Me dieron ganas de agarrar alguna y ponerle cualquier señal, en las alas o en las patas, por ver si eran las mismas las que volvían. Silbaban y yo silbaba con ellas. Así una vez, y otra y otra, y nos entendíamos. Que ellas cuidaban de sus crías y yo de las mías. De mis hijos y luego de ti, cuando viniste aquí. ¿O ya no te acuerdas? Aquí mismo te enseñé a beberte los huevos recién puestos de las gallinas en el nidal. Tienes que acordarte. Un agujero pequeño en una punta y otro en la otra. Con la misma aguja de hacer media. La que me sujetaba el moño de mi pelo lacio, crinado un día y otro. Claro que te acuerdas, ya lo sé. Y de los mimbrazos que le sacudí a tu primo, el larroyano. Por atontao. Qué es eso de que tenía que escarzar los nidos de las golondrinas. Para qué. Si no son más que animales que se comen los mosquitos que atacaban los trigos. Y eso siempre con sus vuelos, siempre de aquí para allá, sin parar y sin parar. Y él que había que escarzarlos. Por el afán de hacer mal que siempre teníais los zagales. Y no se lo permití. Cuando estaba encaramado en la tarranclera que separa los cubiertos de las ovejas tempranas y las de rezago salí de la cocina y le sacudí con un mimbre. Buenas moraduras que se llevó. Un par de vergazos tan sólo. Luego, cuando volvía por aquí, se acordaba de la sacudida. Animalicos. Si no hacían mal a nadie. Hablaba con ellas también cuando salían los golondrinos. Y ellas me contestaban. Me decían de tus tíos. Iban y venían y yo les contaba, cuando la siega, que estaban en los Pelarchos. Y allá que echaban el vuelo. Me decían cuántos días les quedaban en el tajo. Y si les faltaban vencejos. Entonces me llegaba y sacaba a la yegua al corral. Por eso le puse a ella el nombre de Golondrina. Cómo no se iba a llamar así. Me miraba en el azabache profundo de sus ojos. Esos ojos nunca los puedo olvidar. Los tengo presentes aquí abajo todos los días. Me miro en ellos una y otra vez. Golondrina ni siquiera parpadeaba . Le decía los caminos que tenía que seguir, que te llevara bien y que no te cayeras. Y allá que subías tú. La arrimabas a la calzada del huerto, junto a la noguera del Regajo, para subir a su lomo, encima de la albarda y el serón. Y allá que te ibas. Si estaban en el Covacho pal Covacho, ni en los Planos pa los Planos, si en la Carrasquilla pa la Carrasquila. Golondrina siempre te llevaba. Nunca se equivocaba. No sé si le guiaban las golondrinas. O qué sé yo. La tiá Coja decía que si yo era un poco bruja o no sé qué. Qué bruja ni qué bruja. Cada animal tiene su sitio en la vida. El único que no conoce su sitio es el hombre. Pero ese es un animal que ni se sabe. Pero cómo no iba a saber de los demás animales. Si ellos nos daban la vida. Un día y otro. Nos anunciaban las lluvias y los hielos y los calores fuertes. Tiraban del carro para subir la mies a la era, labraban la tierra y nos la dejaban oreada, nos daban calor en las noches de invierno cuando estaban en la cuadra, debajo mismo de nuestra alcoba.

Fotografía original de Juan Rulfo.
Cómo gozaba yo cuando venían los mulos resecados de los bancales con los acarreos del centeno y llegaban al corral. Se revolcaban sobre el mismo fiemo mientras sacaba los calderos con agua del pozo. De un trago se engullían todo el pozal. Entonces les llenaba otro y otro. Y bebían hasta que querían. La mula Roma y el macho Noble. Los hijos de Golondrina. Los demás animales también cumplían. Sin gallinas no teníamos huevos, sin ovejas no había corderos, sin los puercos no podíamos comer a lo largo del año, sin los perros no había manera de guardar los hatajos de las ovejas, sin los buitres hubiéramos tenido enfermedades cuando se morían los mismos mulos y las mismas ovejas. Los gorriones no me gustaban nada porque cuando les daba nos dejaban los huertos pelados. Hasta las coles picoteaban. Pero aún así supe que eran necesarios. Me alegraba cuando los burlapastores y los abejarucos, además de los aguadores, anunciaban la lluvia. Los vencejos, en la chicharrina de los veranos, nunca paraban y volteaban una vez y otra, y otra y otra, la veleta de la torre de la iglesia y la de la casa del marqués. Cómo no iba a querer a las golondrinas. Me hablaban de mis hijos. Me traían y llevaban sus mensajes. Conocía cuándo iban a terminar de segar el último cornejal. Y te conducían a ti a lomos de la yegua. Por eso le puse Golondrina. Ella se guiaba por sus vuelos. Yo hablaba con ellas y con la yegua sin palabras. Miradas a sus ojos azabaches y miradas lejanas cuando echaban el vuelo al salir de la paridera. Todo con mi ojo bueno. Que ya sabes que el otro no me servía de nada. No sé cuándo empezó a salirle algo así como la ceniza que aparece entre las mazorcas del panizo. Pero ya me acostumbré. Ya qué más daba. Ellas me entendían. Y la yegua también. Y tú encima de ella, con los pantalones que cosí con cuatro pespuntes, con la misma pana rayada que llevaban tus tíos.

Sí que las echo de menos. Aquí abajo no hay golondrinas. No sé, pero no entran nunca. Le doy vueltas y le doy vueltas y no hay manera de que entren. Las pienso y las sigo pero no van ni vienen con sus vuelos. Eso sí que lo echo de menos. Me acuerdo de cuando venían a comer en mi boca. Mascaba algunos granos de trigo y se lo enseñaba entre mis dientes. Ni se paraban con sus patas en mi cara. Iban  y venían. Hasta que me cansaba y las dejaba para darle y darle a las faenas de la casa. Cómo no me voy a acordar de ellas. Lo que siento es que aquí no se llegan. Ya sé que no. Pero ojalá pudieran. Ya sé que tú piensas en ellas, que te veo sentado sobre la era de Terrer y las sigues con sus vuelos.

Fotografía original de Juan Rulfo.
Juan Rulfo también sabe de ellas. Si parece un golondrino. Él trina hacia adentro. Conozco sus silencios. Pero trina y trina. Y tú bien que lo sabes. Que bien conoces sus trinos. Los que dejó escritos. Y vuelves a ellos. Ya sabes que las golondrinas vuelan y vuelan pero no siguen nunca el mismo camino. Como los libros rulfianos. Vuelves y vuelves a ellos y siempre encuentras un nuevo camino. Cómo no voy a acordarme de las golondrinas. Cómo no las voy a querer. Sígueles tú el vuelo que aquí abajo no llegan. Diles que traigan la lluvia. Sé que hace falta. Que la tierra se está cuarteando. La que nos dieron y la que fuimos ganando.