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Casi siempre tomábamos el camino de abajo, el de la vega, el de junto al río, por acercarnos hacia Larroya. Mis padres se metieron por él la noche en que bajaron desde El Alcamín hasta Larroya, por lo de la muerte de Leonor. Había llegado recién mi padre con un zurrón repleto de bellotas traídas de las carrascas de La Basquilla. Las estaba poniendo alrededor del fuego porque se enjugaran un rato húmedas como venían. Luego podríamos comerlas, con su sabor áspero que duraba un buen rato en la boca. Dos peroles grandes hervían sujetos por los badiles junto a las llamas en sortijas rojas que producían los cepurros de leña. Uno con agua para escaldar las sopas, el otro con las berzas de la cena. Fue entonces cuando apareció Mingarra, que decía que le habían dicho unos de Larroya que Leonor se había puesto muy mala, que muy mala muy mala y que mejor que se fueran para abajo. Y mi madre que dime la verdad, que si mi madre aún está viva y que si llegaré a tiempo. Y mi padre que si ya era noche cerrada y que mejor acercarse de madrugada. Y ella claro, como no es tu madre… Y mi padre que ya sabía la verdad, que la abuela estaba muerta, que le había dado un de repente y que se había quedado. Y mi madre rabiosa y de aquí para allá, sin acertar a hacer nada.
Así es que vino y se me llevó el abuelo Repoyo. A la mañana siguiente nos fuimos por el camino de abajo, por el de la vega, junto al río. Y ya llegamos al entierro. En la casa, ya en Larroya, las gentes en la cocina oscura no paraban de entrar y salir. Las primas masoveras, de las que había oído hablar pero no conocía, preparaban los pucheros y las frituras en la sartén, alumbradas por las llamas del fuego. No había luz en la casa y la cocina con sólo un ventanuco que miraba a la bodega, hundida y húmeda. Y arriba, en la alcoba, mi madre, ya enlutada, lloraba y lloraba, junto a sus hermanas.
Me habló el Repoyo por el camino de las tierras labradas, del tiempo de la siembra, de los momentos del riego, de los secanos barbechos, de los linderos larroyos. Fue entonces cuando me dijo cuando les dieron la tierra, de los trabajos del concejo, de los inviernos pastores en el viejo Reino. Me dio la lección cuando caminamos hacia Larroya, por el entierro de Leonor. Allí, en el entierro le vi por primera vez su calva blanca, cuando se descubrió ante su consuegra. Y miré a mi madre con su pañuelo negro sobre la cabeza, el que duró un par de años ya en El Alcamín, en invierno y en los veranos, cuando le caían las gotas de sudor por su cara a la hora de recoger los alfaces o en el entrecaveo de las remolachas. Y sus hermanos también de luto, sin poder salir de casa. Luego, a los dos años justos, una buena borrachera, por celebrar el primer día en que se enterraba el luto. Padre arriba, en un rincón, encerrado en silencio, como casi siempre.
A la vuelta, en El Alcamín, el fantasma de Leonor se me aparecía en todos los rincones. En la alcoba de mis padres, en el corral estrecho de altas tapias ocupado por el puerco y sus orines fermentados, en la cuadra sin mulos donde aparecieron las pistolas y las balas de la guerra pasada entre la paja abandonada del pesebre. Cuando volvimos a la casa seguían los pucheros junto al fuego apagado. Toda la casa habitaba el helor del abandono. Por las noches siguientes se acercaban las vecinas, por velar junto a mi madre, que lloraba y lloraba siempre tapada su cara por el pañuelo negro, y las sayas también negras, tintadas en el agua hirviendo de los calderos de cobre, tejiendo la toquilla, negra como el hollín, que le siguió con los años.
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En las veladas seguían hablando de la noche de perros cuando el camino a Larroya. No había luna y los barros estaban helados. Llegaron bien hasta el prao San Miguel pero ya no acertaron a encontrar el paso del puente de vigas de chopo cubierto con ramas y céspedes cavados. Cruzaron, a tentón, el cauce helado, y ya sufrieron el primer talegazo. Los dos por el suelo, levantados después de una buena costalada. Echaron hacia el camino de la vega, por ir más a lo seguro. Un poco más hallá de la Vega Lambra ya las ramas desnudas de los chopos les dejaban como ciegos. Así que volvieron otra vez atrás por el borde la glera del río. Distinguieron el molino Lamaquila y echaron hacia arriba por la cuesta de los gamones, la misma que tú descendiste, Rulfo, entre los tropezones por las piedras afiladas. Alcanzaron las trincheras del alto y de nuevo volvieron a tropezar y a caer cuando el descenso hasta la masada de La Lamia, en aquellas horas sin ni siquiera un candil encendido que les marcara el camino, que los masoveros dormían su sueño.
Por la curva de los olmos comenzaron a ladrar los perros, cuando ya estaban en la casilla de los camineros. Aúuuuuu, aúuuuuu, el aullido de la muerte. Una y otra vez. Y mi madre el es mal presagio. ¿Ves? Está muerta. Y mi padre metido en su silencio. Luego ella lo contaba una y otra vez, en las veladas al arrimo de la estufa, cuando nos juntábamos por quitar el frío, cuando las vecinas se llegaban por acompañarla, dándole al venga y venga del tejido de los piales, en los largos silencios y en los ay suspirantes de mi madre, el largo lamento silencioso, de la nostalgia de los tiempos pasados, de la vida que se acaba, del que no somos nada, de total son cuatro días, del que no hay más remedio, del que a la larga todo se acaba.
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He vuelto, Rulfo, en esta noche lunera pisando los barros helados. Desde el porche miro el camino por encima de los tejados de las casas de Catalán, de Fraile y de Antón, veo el camino y los prados y me llego sin moverme hasta la Vega Lambra, por el rastro del río marcado por los chopos, y me dejo llevar por todos los caminos de la mano del abuelo Repoyo, una y otra vez por los ribazos y las trincheras de los gamones y las piedras afiladas, cuando los perros de Rufino y de Gregorio me ladran sin conocer las sombras que la luna recorta desde la barbacana de la era de Terrer.