miércoles, 22 de noviembre de 2023

¿Nos vemos en Valencia?

 



       Las atrocidades de las que se dan cuenta en este libro

 ocurrieron en Valencia puesto que quienes las sufrieron fueron

 torturados y enloquecidos allí.  La ciudad de Teruel, después de

 acabar la guerra civil, estaba tan destruida que los juzgados

 represivos se instalaron en Valencia. Fue en esta ciudad

 donde la brigada político social a las órdenes de un juez

 psicópata, Antonio Rodríguez Pineda, causó los dolorosos

 hechos investigados que aparecen en esta publicación.




Dejo aquí el índice.




















jueves, 16 de noviembre de 2023

Soledad.

 





 

      ¿Tú te acuerdas de Soledad o no? me dice Saturnino. No me digas que no te acuerdas cuando salíamos de la escuela echando virutas, a toda castaña y nos metíamos en el corral Soledad. Claro que a cagar, qué otra cosa podíamos hacer. En la escuela ni agua, ni cagadero ni cristo que lo inventó. Así que al sitio más cercano, al corral de Soledad. A cagar y a cascárnosla de vez en cuando. Total Soledad bien que chillaba, pero no se enteraba de nada.

            Sí, me acuerdo que yo la miraba desde las ventanas plagadas de cristales de hielo de la escuela. Subía por la cuesta llena de piedras arrastradas que nadie recogía.

            Soledad, en mi recuerdo, ya era una mujer que teníamos por moza vieja. Es posible que tan solo tuviera una veintena de años, que no lo sé, pero se nos antojaba moza vieja. Caminaba con los brazos cruzados como abrazándose a sí misma. Iba y venía una y otra vez y otra y otra. Hablaba con no sé quién y decía sin parar palabras  que sólo ella entendía. Vete tú a saber a quién dirigía aquello que farfullaba. Luego entraba en su casa y ya no sabíamos de ella.

 Cuando a medio día el Pintao y yo volvíamos hasta las masadas de El Alcamín la veíamos agachada entre las mimbreras de los zaicachos del prao, a la caza de alguna rana que de vez en cuando enganchaba por las patas traseras, le daba un estirón la dejaba sin piel con sus patas escuálidas y blanquecina y se la zampaba de un bocao.

            Soledad se come las ranas, le decíamos a la abuela cuando llegábamos a casa. ¡Dejadla en pan! nos decía la abuela, que bastante tiene con lo suyo. Nosotros no sabíamos más que lo suyo era coger las hojas más tiernas de las ortigas y los girasoles rastreros y las camarrojas tempranas que salían con las primeras lluvias. Las metía en un saco lleno de agujeros y se las llevaba a su casa por la calle de pedruscos y entraba en su casa pisando nuestras mierdas acumuladas allí mismo.

            Fue José el Novato quien me contó años más tarde, en presencia de Saturnino, quien me habló de Soledad. Salieron de aquí de Alcamín por Palomera y Aguatón y llegaron hasta una corraliza al otro lado junto al Jiloca. Los padres de Soledad no tenían más que una burra y un serón en donde metieron un lechoncico que tenía más hambre que nosotros. Sus padres, ya viejos, del tiempo de los míos, me dijo José. No tenían más hijos que Soledad. Cuatro días y otras cuatro noches tardamos en llegar hasta la corraliza donde nos refugiamos. Por el camino veíamos pasar una y otra vez los aviones de unos y los otros sin saber de qué lado eran y si nos iban a caer las bombas que sacudían.

            En la corraliza un grupo de soldados italianos que llevaban una pluma en su gorro nos traían parte de su rancho todos los días. Entonces Soledad estaba contenta, se reía y se levantaba las haldas de cuando en cuando enseñándoles el culo a aquellos italianos que presumían bigotes atildados. Organizaban bailes en las eras del pueblo aunque estuvieran los tomillos llenos de escarcha en aquellas rosadas mañaneras. Se refugiaban en los pajares donde hacían las bellaquerías. Soledad aquellos días reía y bailaba, iba de un lugar a otro y siempre volvía con comida para sus padres que guardaba en los jubones del serón sobe los lomos de la burra.

            Por el Jiloca estuvimos hasta que nos dijeron que los moros y los legionarios ya habían entrado en Teruel y que ya los alemanes y sus pavas no aparecían más que de vez en cuando. Mis padres y los de Soledad, decía José, decidieron volver a casa por ver cómo podían retornar al dale y venga de la vida y malcomer para seguir como pudieran. Llevábamos a mi hermana Isabel bien tapada con la toquilla de lana protegida por mi madre. Isabel estuvo tosiendo y tosiendo los tres meses que pasamos junto al Jiloca. Siempre con los ojos abiertos como esperando un aire que no llegaba a los pulmones. Caminamos por los atajos entre los agujeros profundos causados por los obuses de los morteros abandonaos en los barrancos. Media docena de tanques destruidos nos encontramos en el camino. Nos tuvimos que refugiar de nuevo en la misma paridera que habíamos estado en nuestra ida, en la masada del Salobral, ya sin tejado, ni siquiera con vigas porque las habían quemado los soldados allí refugiados para calentarse.

            Volvían a pasar los aviones, algunos pintados con aquella cruz que marcaban en sus alas, otros eran como mosquitos que semejaban abejorros y que ametrallaban sin ton ni son. Salimos de la paridera con prisa porque queríamos dejar aquellos lugares y ya sólo nos quedaban un par de días para llegar a casa. Los padres de Soledad cargaron el serón encima de la burra y echaron a andar delante de nosotros. Mi madre a pie, cobijando a Isabel con su toquilla de lana. Soledad, su padre y la burra iban unos doscientos pasos delante de nosotros. Fue entonces cuando apareció una de aquellas pavas asomando por Castelfrío. Pegó un bombazo que tronó en toda la sierra y yo sólo vi, dice José, que la burra saltaba por los aires y caía despanzurrada. Oí gritar a Soledad que echó a correr justo en la dirección contraria a la que llevábamos. Vuelve Soledad, vuelve, le decía mi padre que aún sujetaba a los machos desbarrados por la ruidera del bombazo.

            La burra, el padre y la madre de Soledad quedaron despanzurrados alrededor del agujero del bombazo. A mí me dijeron mis padres que me quedara acurrucado en la tierra protegiendo a mi hermana Isabel quien tosía y se ahogaba entre lloros. Mis padres estuvieron buen rato recogiendo restos y piedras, que todo era uno de lo que quedó de la burra, de la madre y del padre de Soledad. Sólo llegó un largo silencio traspasado por la niebla que volvía y volvía a rebufo de los aviones, un silencio sólo roto por los lloros y las toses de mi hermana Isabel .

            No hubo manera de hacer regresar a Soledad, corría y corría como una endemoniada y no volvimos a saber más de ella hasta que a primeros de Julio llegó por el camino de la piedra picada y cuando se asomó hasta el río se paró en el puente y empezó a gritar y a gritar y, como a trompicones, subió hasta su casa ya medio desgajada y allí se quedó. Algún día la abuela, después de muerta Isabel, le llevaba un pan y una torta de cañamones cuando acudía hasta el horno para hacer su masada.

            Así que le dije a Saturnino que lo que yo recordaba eran aquellas subidas y bajadas de Soledad sorteando las piedras de la calle encosterada que nadie recogía. Con el tiempo le perdimos el miedo y nos acercábamos a ella que cuando le daba la gana se subía las haldas hasta la cabeza y hacía como que nos asustaba. Me fui dando cuenta de las pupas ensangrentadas que tenía Soledad en lo que le quedaban de sus labios, en la piel escamada de su cara que no paraba de rascarse, en su cabeza también llena de unos granos supurados de pus, en sus brazos que iban perdiendo la piel a tiras y en sus piernas llenas de manchas azuladas en las que no se reconocían más que unos huesos consumidos como de patas de gallina.


viernes, 3 de noviembre de 2023

De cuando le raparon la cabeza a la madre de Moñigo.

 




            Tampoco yo podía con aquella tía, decía Moñigo mientras Saturnino encendía el cigarro de siempre. Entre ella y el cura me amargaron la existencia en aquellos años con lo de la primera comunión y la hostia consagrada. Que me tenía que saber de memoria la doctrina aquella de los cojones. Si yo apenas sabía leer y que a vomitarla de memoria. Aún me acuerdo de que mi madre se tuvo que gastar un duro para comprarle a ella misma, a la de las tetas gordas, aquella cartilla que ella misma vendía en el mismo lugar del tabaco, del vino, de las sardinas y del poco azúcar que decían que había. A mí lo que más me gustaba era el chocolate aquel más duro que una piedra que nos cortaba a trozos con un cuchillo bien grande a mazazos, que lo deshacían como esquirlas y que buscábamos por el suelo. Rara vez trajo mi madre a casa una libra entera como la vendían envuelta en un papel que ponía Muñoz o no sé qué.

            Casi sin saber leer y la cartilla, hala, de carrerilla, repetida y repetida todas las tardes durante tres meses hasta el día aquel en que llegaba la primera comunión  y para mí la última, ya te digo. Y venga y venga a repetir cantando aquello de quién es Dios, que estaba en el cielo, en la tierra y en todo lugar. Y otra vez con el padre nuestro y el Dios te salve y no sé qué de aquello que si concibió sin pecado. Yo no sé qué quería decir aquello de que concibió. Nadie me lo explicó nunca. Tampoco me dijeron nunca qué era aquello de virgen hasta que un día la Perijuana me dijo que no me preocupara que ella hacía mucho tiempo que había dejado de ser virgen y que acabara pronto, allí, así, mientras le daba que te pego detrás de la puerta en el corral de su casa.

            De lo que sí me acuerdo es que el día de antes de aquel circo que montaron las beatas capitaneadas por la estanquera esta, la de las tetas gordas, que de eso sí me acuerdo, nos juntaron a todos, bueno a los zagales por un lado ya las muchachas por otro. No sé qué les dijeron a ellas y tampoco me acuerdo de lo que me dijeron a mí. Lo que sí te dio es que hablaron de los pecados capitales y también los veniales. Qué iba a saber yo de lo que eran los unos y los otros. Sólo sabía que capitales cercanas no teníamos ninguna y que El Alcamín estaba aquí y ni siquiera nunca habíamos salido de él. En fin que ni me acuerdo si aún llevaba pantalones cortos o el sastre de la risa me había hecho algunos largos cuando me calzaron las primeras albarcas, y de las tetas gordas que la estanquera apretaba con su camisa azul bien abotonada de los días de las fiestas.

            Sí me acuerdo que cuando ya era de noche encendieron unas velas y en la iglesia casi no se reconocían nuestras caras y empezamos a pasar de uno en uno hasta aquel cajón donde estaba metido el mosén y que si a confesar los pecados. Fue la única vez que no me hicieron mal las manos del cura cuando me cogió la cara con las dos manos a la vez, ya te digo. No me acuerdo lo que me dijo si es que dijo algo cuando me preguntó por los actos impuros. Mecagúen su madre. ¿Y qué era aquello de los actos impuros? Le dije que no sabía qué era aquello. Y él que si me había tocado, que si me había tocado entre las piernas y me había crecido lo de en medio. Yo le dije que sí, que cuando me tocaba me se ponía pita, así le dije. Levantó la mano. Creía que me iba a sacudir una hostia como tantas veces. Y resultó ser que enderezó los dedos de su mano y me echó como una bendición y me dijo que rezara un padrenuestro.

            Por lo que hablábamos después sentados en aquellos bancos en la escuela donde nos sacudíamos patadas a todos les había dicho el cura más o menos lo mismo. Fue al poco de entonces, como ya llegaba la primavera, cuando salíamos de la escuela nos íbamos al ribazo grande, aquel que había detrás de los sauces, algo más allá del lavadero, nos sacábamos la pirula y le dábamos al manubrio. Aún tardamos un año o más, cuando también venían los de otras quintas anteriores a la nuestra y, entonces sí, cuando nos la cascábamos ya salía como un chorritón de algo que parecían mocos. Y así hasta que la Perijuana cuando me dijo que yo con ella tampoco era virgen. La madre que la parió.

            Saturnino sigue dándole al cigarro que no consigue encender mientras me dice que Moñigo es de su quinta y que hoy anda con la lengua suelta. A ver si te dice que aquel año la estanquera se encargó de echarle a la cara al mosén que Manuela la Tuerta y Moñigo no podían comulgar. Nosotros no sabíamos por qué los dejaron sin pasar a los bancos delanteros cuando la misa y el pontifical y la biblia en verso que organizó el cura. Moñigo no tenía más que unas alpargatas rotas que las llevaba atadas con cuerdas que se encontraba entre las femeras. En la tienda en donde vendía las albarcas  y las alpargatas ya a su madre no le daban nada al fiado porque sabían que ni siquiera en su casa tenían algún conejo para venderle al pollero cuando llegaba con su camioneta y así, con aquellas cuatro perras, comprar algo.

            La estanquera dijo que no y que no era posible y que en la fila que se formaba para que nos dieran la hostia se notarían mucho las alpargatas rotas al lado de las demás y de las sandalias que llevaban tres o cuatro.




A este Moñigo, sigue Saturnino, tampoco es que le importara todo una mierda. Él entonces ya iba a la dula recogiendo alguna oveja de aquí, una cabra de allá y hasta algún toro modorro de aquellos de los navarros. Lo que quería Moñigo es que no le cortaran nunca más el pelo a su madre y que a su padre se le pasara aquella tos que sacudía y sacudía mientras se ahogaba cuando llegó del penal y no tenía fuerzas ni para andar.