¿Tú te acuerdas de Soledad o no? me dice
Saturnino. No me digas que no te acuerdas cuando salíamos de la escuela echando
virutas, a toda castaña y nos metíamos en el corral Soledad. Claro que a cagar,
qué otra cosa podíamos hacer. En la escuela ni agua, ni cagadero ni cristo que
lo inventó. Así que al sitio más cercano, al corral de Soledad. A cagar y a
cascárnosla de vez en cuando. Total Soledad bien que chillaba, pero no se
enteraba de nada.
Sí, me acuerdo que yo la miraba desde las ventanas
plagadas de cristales de hielo de la escuela. Subía por la cuesta llena de
piedras arrastradas que nadie recogía.
Soledad, en mi recuerdo, ya era una mujer que teníamos
por moza vieja. Es posible que tan solo tuviera una veintena de años, que no lo
sé, pero se nos antojaba moza vieja. Caminaba con los brazos cruzados como
abrazándose a sí misma. Iba y venía una y otra vez y otra y otra. Hablaba con
no sé quién y decía sin parar palabras
que sólo ella entendía. Vete tú a saber a quién dirigía aquello que
farfullaba. Luego entraba en su casa y ya no sabíamos de ella.
Cuando a medio día el Pintao y yo volvíamos
hasta las masadas de El Alcamín la veíamos agachada entre las mimbreras de los
zaicachos del prao, a la caza de alguna rana que de vez en cuando enganchaba
por las patas traseras, le daba un estirón la dejaba sin piel con sus patas
escuálidas y blanquecina y se la zampaba de un bocao.
Soledad se come las ranas, le
decíamos a la abuela cuando llegábamos a casa. ¡Dejadla en pan! nos decía la
abuela, que bastante tiene con lo suyo. Nosotros no sabíamos más que lo suyo
era coger las hojas más tiernas de las ortigas y los girasoles rastreros y las
camarrojas tempranas que salían con las primeras lluvias. Las metía en un saco
lleno de agujeros y se las llevaba a su casa por la calle de pedruscos y
entraba en su casa pisando nuestras mierdas acumuladas allí mismo.
Fue José el Novato quien me contó
años más tarde, en presencia de Saturnino, quien me habló de Soledad. Salieron
de aquí de Alcamín por Palomera y Aguatón y llegaron hasta una corraliza al
otro lado junto al Jiloca. Los padres de Soledad no tenían más que una burra y
un serón en donde metieron un lechoncico que tenía más hambre que nosotros. Sus
padres, ya viejos, del tiempo de los míos, me dijo José. No tenían más hijos
que Soledad. Cuatro días y otras cuatro noches tardamos en llegar hasta la
corraliza donde nos refugiamos. Por el camino veíamos pasar una y otra vez los
aviones de unos y los otros sin saber de qué lado eran y si nos iban a caer las
bombas que sacudían.
En la corraliza un grupo de soldados
italianos que llevaban una pluma en su gorro nos traían parte de su rancho
todos los días. Entonces Soledad estaba contenta, se reía y se levantaba las
haldas de cuando en cuando enseñándoles el culo a aquellos italianos que
presumían bigotes atildados. Organizaban bailes en las eras del pueblo aunque
estuvieran los tomillos llenos de escarcha en aquellas rosadas mañaneras. Se
refugiaban en los pajares donde hacían las bellaquerías. Soledad aquellos días
reía y bailaba, iba de un lugar a otro y siempre volvía con comida para sus
padres que guardaba en los jubones del serón sobe los lomos de la burra.
Por el Jiloca estuvimos hasta que
nos dijeron que los moros y los legionarios ya habían entrado en Teruel y que
ya los alemanes y sus pavas no aparecían más que de vez en cuando. Mis padres y
los de Soledad, decía José, decidieron volver a casa por ver cómo podían
retornar al dale y venga de la vida y malcomer para seguir como pudieran.
Llevábamos a mi hermana Isabel bien tapada con la toquilla de lana protegida
por mi madre. Isabel estuvo tosiendo y tosiendo los tres meses que pasamos
junto al Jiloca. Siempre con los ojos abiertos como esperando un aire que no
llegaba a los pulmones. Caminamos por los atajos entre los agujeros profundos
causados por los obuses de los morteros abandonaos en los barrancos. Media
docena de tanques destruidos nos encontramos en el camino. Nos tuvimos que
refugiar de nuevo en la misma paridera que habíamos estado en nuestra ida, en
la masada del Salobral, ya sin tejado, ni siquiera con vigas porque las habían
quemado los soldados allí refugiados para calentarse.
Volvían a pasar los aviones, algunos
pintados con aquella cruz que marcaban en sus alas, otros eran como mosquitos
que semejaban abejorros y que ametrallaban sin ton ni son. Salimos de la
paridera con prisa porque queríamos dejar aquellos lugares y ya sólo nos
quedaban un par de días para llegar a casa. Los padres de Soledad cargaron el
serón encima de la burra y echaron a andar delante de nosotros. Mi madre a pie,
cobijando a Isabel con su toquilla de lana. Soledad, su padre y la burra iban
unos doscientos pasos delante de nosotros. Fue entonces cuando apareció una de
aquellas pavas asomando por Castelfrío. Pegó un bombazo que tronó en toda la
sierra y yo sólo vi, dice José, que la burra saltaba por los aires y caía
despanzurrada. Oí gritar a Soledad que echó a correr justo en la dirección
contraria a la que llevábamos. Vuelve Soledad, vuelve, le decía mi padre que
aún sujetaba a los machos desbarrados por la ruidera del bombazo.
La burra, el padre y la madre de
Soledad quedaron despanzurrados alrededor del agujero del bombazo. A mí me
dijeron mis padres que me quedara acurrucado en la tierra protegiendo a mi
hermana Isabel quien tosía y se ahogaba entre lloros. Mis padres estuvieron
buen rato recogiendo restos y piedras, que todo era uno de lo que quedó de la
burra, de la madre y del padre de Soledad. Sólo llegó un largo silencio
traspasado por la niebla que volvía y volvía a rebufo de los aviones, un
silencio sólo roto por los lloros y las toses de mi hermana Isabel .
No hubo manera de hacer regresar a
Soledad, corría y corría como una endemoniada y no volvimos a saber más de ella
hasta que a primeros de Julio llegó por el camino de la piedra picada y cuando
se asomó hasta el río se paró en el puente y empezó a gritar y a gritar y, como
a trompicones, subió hasta su casa ya medio desgajada y allí se quedó. Algún
día la abuela, después de muerta Isabel, le llevaba un pan y una torta de
cañamones cuando acudía hasta el horno para hacer su masada.
Así que le dije a Saturnino que lo
que yo recordaba eran aquellas subidas y bajadas de Soledad sorteando las
piedras de la calle encosterada que nadie recogía. Con el tiempo le perdimos el
miedo y nos acercábamos a ella que cuando le daba la gana se subía las haldas
hasta la cabeza y hacía como que nos asustaba. Me fui dando cuenta de las pupas
ensangrentadas que tenía Soledad en lo que le quedaban de sus labios, en la
piel escamada de su cara que no paraba de rascarse, en su cabeza también llena
de unos granos supurados de pus, en sus brazos que iban perdiendo la piel a
tiras y en sus piernas llenas de manchas azuladas en las que no se reconocían
más que unos huesos consumidos como de patas de gallina.