De camino con Juan Rulfo.
Te llevaré por allí, Juan Rulfo, ya viejo amigo de gentes, de tierras y caminos en esta tarde de temblores. Siéntate. Aspira tu cigarro. Avaricioso. Hundes los carrillos de tu cara escuálida. En ocasiones tragas todo el humo. Sabes que te hace daño. Y sigues y sigues. Dejaste el alcohol. Con el cigarro no pudiste.
El humo y tus silencios. Son ellos los que me hablan. Sigues ahí. Con tu mutismo intenso. Como el de mis gentes. Esas que están ahí enfrente. Silenciosas siempre. Mis gentes.
El Alcamín. Entre El Tormagal y El Regajo. Al otro lado del río. Debajo de la piedra de Rodrigo. Por donde trazaron la primera acequia, cuando les dieron la tierra. Tres peirones. En el prao San Miguel, en la subida hacia las cuevas de las arcillas, en el límite de Benialba. Barrancos. El mejor el de Las Suertes. Venidos a menos el del Sauco y el del Peñiscoso. Secanos. El monte y las carrascas. Los pequeños huertos. La vega entre las casas del pueblo y el río. Los chopos de la riera. Ovejas. Labradores y ganaderos. Poco de todo. Las gentes apretadas en casas, debajo de los cinglos limitadores de Los Planos. Donde comienza a atacar el cierzo. Desde Larroya se sigue el curso del río. Estrechas tablas de bancales regados con acequia tomada desde el azud. Los lunes el agua es de El Alcamín. El resto de la semana para Larroya. Larroya ahora sembrada de chopos. Porque el regadío dicen que no rinde. La falta de agua. Desde el azud para abajo. Justo hasta el molino Lamaquila. Cerradas las puertas. Abandono en los huertos de alrededor. Donde los mejores frutales. La entrada del agua a las ruedas de la molienda llena de olmos negros invasores. Dentro la maquinaria intacta. Los dueños ya no viven aquí. Donde la yegua sacudía un par de coces, harta de los arrumacos del Moro o del Bayo percherón. El puente de tablas. Allí está. Sólo para cruzar andando. A lo sumo con un mulo. Nunca pasó por él un carro. Iban por el cascajar, más abajo. Ahora uno ya no se moja cuando cruza por allí, ya digo. En el recodo del molino Lamaquila y el puente aún queda un buen badén de agua. Refugio de los barbos. De cuando en cuando echan alguna trucha. Justo les viene, los pescadores se hacen con ellas al momento. Se acabaron los cangrejos. Ni uno. Tantos antes. Te descalzabas, metías la mano en los caños, te dejabas pinzar los dedos con sus patas, los sacabas suave, y ya. Luego a la sartén. Un poco de aceite, puñao de sal, cangrejos y a esperar que se pusieran como tomates. Los goterones resbalando por los labios. Tiempos aquellos.
El prao San Miguel. Cruzado por la acequia que hace de sangría para regar Las Cañadas. Siempre cubierto de un verdín silvestre. Aunque digan que el agua de la balsa es salitrosa. Allí estuvo siempre. Sigue ahí. En tiempos fue de la tierra dada. En rotación. Como las parcelas. Cada cuatro años a una familia distinta. Fue cuando lo roturaron. Los dos primeros años, bien. Remolachas sembraron casi todos. Fueron años de lluvia. Luego se agostó la tierra. Allí es bien pobre. Debajo del verdín como ceniza. Se abandonó. Ni siquiera nacían los cultivos. Mejor cavar una acequia sangrada más honda, por conducir el agua hacia la balsa. Volvió a nacer el verdín. Ahora es lugar de femeras. Montones de fiemo. De unos y de otros. Los muchachos, hace unos años, dijeron de jugar al fútbol. Cuatro palos. Dos cuerdas. Levantaron las porterías. El mejor campo del altiplano. Con césped y todo. Al lado de los chopos. Los que plantábamos en andalán como nos indicaba el señor maestro. Una grulla despistada, algún pato y un par de fochas he encontrado estos días, cuando comencé a volver, por levantar mi casa. Dos parejas de martín pescador se posan de cuando en cuando en los cables del tendido eléctrico, aquí junto al poste del barranco Carnuzo. Tienen el nido abajo, junto al desvío del azud. Rebentón plumaje azulado. Vuelo rápido. Se lanzan como saetas y se clavan con el pico en el remanso del agua. La Vega Lambra se riega con el agua del río, en el camino hacia Larroya. Por la parte de arriba el secano pedregoso. Por donde el carro de las remolachas, en el invierno de los fríos. Los que rompían las sogas en la mañana de la lucha con los Zoqueros. Justo en el límite de los términos de El Alcamín y Larroya, donde las trincheras de la guerra. Algunos bancales ya en abandono, por la sequía de estos años. Imposible llevar allí el agua de la nueva balsa, esperanza de El Alcamín, orgullo de las gentes. Ya lo habías dicho tú, Repoyo. No te creyeron. Aún hoy Liborio va diciendo por ahí que no y que no. Qué le vamos a hacer. Al otro lado del río Las Cañadas. Ya en el camino de Elcamorro. No faltan polvaredas en los veranos, por el paso de los tractores y los ganados. Ya los mulos se acabaron. Ni uno. Ni por asomo. Miguelo trajo una yegua hace poco. Preñada. Parió. Un buen potro juguetón. En la esquina del corral los tiene, junto a las ovejas. Sólo por tenerlos. Su padre trajo el mejor percherón a El Alcamín. El que le partió la pierna de una patada. Recuerdo de Golondrina, la yegua baya con la franja blanca en la frente. Con la que hablaba la tia Novata mientras se miraba en sus ojos azabaches.
Se han salvado Las Cañadas con el riego de la balsa del prao San Miguel. Entubaron también las viejas acequias. Perdían agua por aquí y por allá. Ahora riegan. Aún hay quien gruñe de cuando en cuando. Encima del camino las cuevas de Roma. Nunca entré en ellas. Ya bastante con mi madre. Se refugiaron allí, cuando los bombardeos de la guerra. Y luego por miedo a las columnas moras. Ya sabes, tuvo que salir por la ventana del corral, saltando la acequia, por salvarse, huyendo. Era una niña. El hambre sexual del soldado. Por allí ya las tierras blanquean. Es en el otro lado del río, el que da al Este, donde les dieron la tierra. Las bermellonas son de Larroya. Aquí fueron heredadas. Por eso se creen tan flamencos. Ahora se joden, que no tienen agua. Por eso los chopos. Debajo de las cuevas de Roma lo que queda de la ermita de San Miguel. Para los viejos un recuerdo. Para quienes zagales entonces, diez años después de la guerra, cuatro paredes desmoronadas. Para mi madre visión desde las cuevas de Roma de los moros que entraban y salían en la ermita. Tanto frío tenían que acabaron quemando las vigas del tejado. Para calentarse. Ya ves. Qué cabeza. Un reguero de nada sigue hacia arriba por el barranco que llega hasta el Corral Royo. Allí donde se enriscaron las ovejas. El lado de la solana aún tiene buenas tierras. Con algo de cascajo, pero fuertes. En la umbría no se crían más que las aliagas y los espinos. Piedras deshechas. Convertidas en polvo blanco. Por eso allí la yesería. No queda más que un hoyo profundo excavado a base de pico. Allí dejó el yesero colgadas las albarcas, cuando le dio por meterse en el horno, porque no veía salida para sus hijos. Ardió en las mismas piedras. Algún día serán regadío. Ya lo verás Repoyo. Que tienen esperanza en la balsa. La que hicieron en El Campillo. Camino hacia El Alcamín, el lugar, digo. Ya enseguida los pajares.
En el límite del secano con lo que se pueda regar. Por allí te pasaste unos años, Repoyo. Por trazar el camino y a su lado la acequia. Aprovechando al límite el terreno, por donde podía alcanzar el agua. Tablas estrechas de bancales desde el camino hasta el río. Por repartir bien la tierra. En El Alcamín todos tienen poco. Pero todos tienen. Aun los que se fueron conservan algo. Hoy son pajares abandonados. Algunos convertidos en parideras. Los muros de adobe. Paja y tierra. Metidos entre tablones y a esperar que seque. Se manmtienen en pie las paredes. Las eras de la trilla junto a ellas, llenas de aperos de los tiempos actuales. Algún día habrá que recogerlos. Hacia El Alcamín hay que cruzar la rambla Lacanal. Por allí desaguan los barrancos que vienen desde El Pobo hasta el río. Se recoge uno de los ramales que bajan desde Val de Peral. Bordeando La Muela, a la altura de El Campillo y de Los Planos. Separadas las moles por las barranqueras, las que arrastran y las que recogen el agua. Siempre el agua. Qué hubiera sido de El Alcamín sin estos barrancos. La casa que fue de Martina, en alto, encima de la acequia. Por eso veía irse el paso del agua. Y ella sin nada. El pajar del tio Pilaro. Toda la vida cerrado. Recibe todos los cierzos, justo en el límite de La Muela. Allí comenzaban los surcos en el concurso de la arada, por San Isidro. Pensé poner allí mi casa, antes de llegarme hasta aquí, en la era de Terrer. Debajo ya la casa del Repoyo y de Novata, el cementerio, los huertos y El Regajo. Camino hacia arriba Las Suertes. El mejor barranco. Ya ves, Repoyo. Donde más trabajaste, donde te empeñaste en trazar caminos, por preservar los bancales. No te cayó nada en suerte. Aún se conservan las calzadas que tú trazaste. Barbacanas llenas de los olmos que dijiste había que sembrar. Por sujetar las tierras. Allí siguen. De nuevo los negrillos han vuelto a brotar. Por allí me perdía buscando las moras en los ribazos. Los mismos que queman los mayorales en este viernes santo. Caminos que llevan a Val de Peral, y a su fuente, por seguir hasta Los Planos y el Monte. Lugar de todos los cierzos ya te digo. Refugio de las liebres y las perdices entre las carrascas. Algunas arrancadas.Por aquello de la avaricia de la roturación hace unos años.La jodieron. Qué se le va a hacer. Allí nacían El Sauco y El Peñiscoso. Quién sabe si no se agotaron por eso. Desde Val de Peral a Los Planos el camino se hacía difícil. Volcaban algunos carros en la bajada. Por las piedras. No hubo manera de levantarlas a golpe de pico. Ya lo sé, Repoyo. Hubo que esperar muchos años después. Con los tractores de oruga. Desde este camino, el de la umbría, hasta el otro, el de la solana. En medio las tablas de los bancales cruzan el barranco. Surgen allí las aguas de los caños que llegarán hasta El Regajo. Y al fondo, arriba, junto a la ladera de las galindas, el nacimiento de El Vadillo. El que da la vida al lugar de El Alcamín. Que no se seque nunca. Si se seca El Vadillo, El Alcamín se muere. Que aguante. Salpicada la ladera de nogueras, en la umbría. Cuando no llegan los hielos tardíos dan sus buenos frutos recogidos en otoño.
Un día llevé por allí a mi amigo el de El Bierzo. ¡Que en aquellas tierras tan ásperas aquel nacimiento de agua! Y por eso los bancales de Las Suertes. Desde El Regajo hasta El Vadillo queda la tierra salpicada de nogueras. Todas se deben a la abuela Novata. Le dio por ponerlas en los bancales. En los que se podía regar, que la noguera requiere agua. Hizo un plantero en el huerto, junto a la iglesia. Y dio nogueras a quien las quiso. Hasta las puso ella misma en los lugares que le decían. Centenarias son algunas. Qué le vamos a hacer. Las cosas son como son. Desde el huerto del tio Victoriano, junto a la cueva de Andrés, protegida por la mejor encina de El Alcamín, sube el camino hasta El Campillo. Empinado, lleno de escorrentías, peligroso en las bajadas. Allí han puesto la balsa, orgullo hoy de los alcaminianos. Ojalá la hubiesen levantado antes. Ya tú Repoyo lo pensaste. Se pudo haber trazado la acequia algo más arriba. Y los demás que no y que no. Que no se ganaba la altura. Bien medida la tenías tú. Veces y veces habías andado arriba y abajo. Que sabías que ganaba en altura. Pero ahí perdiste. Que había mucho que picar y que no acabarían nunca. Que ya tenían bastante con los caminos para llegar a la tierra, la que les dieron. Y tú que había que pendar en los que vinieran. Nada. Que si quieres arroz, Catalina. Allí levantaste Los Corrales, cerca de La Mezquitilla. Ya sabías tú de los muertos que aparecían. Todos con la cabeza hacia el Este. Tierra de moros en tiempos. Quién sabe. Orgullo de El Alcamín hoy la balsa del agua. El año pasado regaron por primera vez. No les faltó agua. Aún se necesitan acequias por terminar. Aún falta un empujón. Habrá que ayudar. Quien pueda.
Debajo de las eras que se asoman por el cinglo queda El Alcamín. Justo la acequia de El Cubo limita los pajares. Queda el lugar arracimado, entre las calles estrechas, retorcidas. Llegan desde la Mayor, donde la iglesia. Todo queda por aprovechar el terreno. El baldío para trazar las casas, casi como nuevas, la tierra buena para el cultivo. Debajo mismo del molino, justo en el barrio alto, donde la vieja herrería. Más allá el horno, al lado de la iglesia que fue cural, con sus piedras talladas en la puerta aún hoy. En la cuesta el trinquete donde le dábamos a la pelota. Encima la escuela. Allí Raimundo te enseñó a escribir, un poco antes de echar el vuelo hacia abajo como las golondrinas cuando barruntaban el frío. La iglesia y la calle Mayor. Y la casa del Marqués de la Cañada, con el tejado a punto de desmoronarse. Desde los pajares de El Campillo, junto a San Cristóbal, se ve muy bien. Queda el escudo heráldico y algunas piedras de la antigua capilla. San Cristóbal a mi lado, desmoronado. Sólo los muros de las paredes, recuerdo de los antiguos juegos: Tres navíos en el mar… y otros tres en Portugal. Jugando a descubridores de la mar océana. Nosotros. Los de la tierra adentro. El Alcaidao. Buena hoya. Rojiza. Mirando al Sur. Y las tierras hacia Benialba y Manzanal. Los Pelarchos, al otro lado de la rambla del té mieloso. A lo lejos Palomera. Y el cerro testigo de Larroya con el Santocristo arriba. Tio seronero, dice Benito. Hermosa la vega hacia Benialba, en el camino hacia el Tormagal. Con la balsa en los veranos presumen los panizos y los alfaces. De cuando en cuando castigados con un apedreo. Pero aun así ahí están. El Tormagal abastece el río y sirve para que rieguen las cuatro familias que quedan en Benialba. Qué sería Larroya sin este manantial.
En los comienzos del otoño tengo mi cita anual con El Tormagal. El abandono de los campos por sus dueños han hecho de él un lugar salvaje. La casa del masovero y el viejo molino han quedado cubiertos por la selva arbolada. He encontrado ya allí mis propios senderos. Camino entre zarzas, espinos, negrillos, cerezos silvestres, rebollos, alguna carrasca, chopos y álamos, además de la ajedrea y los espliegos perfumados. Todos muestran su diverso colorido. Toda la fuerza marcada antes de empezar la muerte aparente cuando llega poco después el invierno. El manantial discurre, borbollando. Hacia abajo, buscando el río. Entre las hojas caídas, los hilillos de agua discurren sin ser vistos. Mis botas camineras marcan la humedad y por ella me guío. Es el momento del regreso. Desde allí queda la vega de El Alcamín, con el lugar y sus casas y sus gentes en medio, mirando hacia Larroya.
Aquí levanté mi casa, Juan Rulfo, sobre la era de Terrer, al otro lado de El Regajo, por dialogar con mis muertos.
Invierno 1.999.-