Vusta de Alfambra en 1948. Fotografía: López Segura. Instituto de Estudios Turolenses (I.E.T.) |
Vista de Alfambra. Septiembre 2015. Fotografía: Clemente Alonso Crespo. |
Alfambra desde el río. Septiembre 2015. Fotografía: Clemente Alonso Crespo |
En 1948 López Segura fotografió la villa
sanjuanista desde la orilla del río.
La torre de la iglesia aún no se había
desmochado y el cerro, emblema del lugar, con su castillo arruinado y sus
arcillas sangradas, testigos ambos del acoso de los tiempos, se mantenían en
pie, como también conservaba la cubierta tejera la estación que nunca acogió a los nunca viajeros que
tenían que llegar desde Teruel a Alcañiz, porque nunca circuló tren alguno por
esa vía nonata.
Este verano pasado he situado mi cámara
fotográfica, aunque con menor pericia, en el mismo lugar en que lo hizo López
Segura y me encontré con que la estación se ha quedado sin protección y con que
su tejado es un esqueleto de fierro oxidado, la torre está mocha porque la
arcilla de su base se cuarteó con el tiempo como ya ocurrió al poco de su cons
trucción a finales del siglo XVII, y el cerro testigo que todos los alfambrinos
nombran castillo aparece con el Cristo entronizado en 1956, cuando un mosén
iluminado de nombre César Navarrete Cortés, encomendándose al alimón a dios y
al diablo decidió, ad maioren dei gloria, que, a golpe de pico y pala, de mulos
y carretones, obligaciones sin voluntad de las gentes alfambrinas arreadas por
su genio incendiario, emplazó para siempre al émulo del corcovado de Río de
Janeiro para que dominara con sus manos abiertas la vega, entonces remolachera,
de este lugar de Alfambra.
La sangría que supuso aquel trazado del
camino que se aprecia en el color de la fotografía ha hecho que la erosión
actúe cada día con más fuerza, que los barrancos se descarnen aún más con las
lluvias, que la barbacana pétrea que sujeta al Cristo con los brazos extendidos
se agriete y se desplome con el tiempo sobre las antiguas eras. Todo el camino,
todo el destrozo en la alta explanada, todo el monumento, se hizo sin un solo
permiso de obras, sin un técnico que trazase los planos, sin un Ayuntamiento
que dijese mi mú. Todo sólo por el celo iluminado de aquel mosén apocalíptico.
Hace ya muchos años que su figura me
sirvió para escribir unas páginas dentro de “Melodía de los mansuetos” (1996) en
donde imaginé la lujuria posesa santificada de quien, cual nuevo Comendador
sanjuanista, quiso volar bien alto, como un gavilán al acecho, sobre la villa
arcillosa larroyana.